KRAMER Y TERBLANCHE se alejaron de Jafini en un Land Rover lleno de cicatrices y de larga distancia entre ejes al que habían ajustado una jaula de tela metálica en la parte de atrás para los prisioneros bantúes.
—El camino hasta Fynn’s Creek es algo terrible —explicó Terblanche—. Acabaría por completo con ese Chevy que ha traído. ¿Sabe quién era Fynn?
—¿Uno de los mejores? —se la jugó Kramer.
Terblanche ni se inmutó.
—Era un irlandés loco, un cazador —le dijo—. Nos remontamos a los tiempos de los primeros colonos de Natal. Él llegó hasta aquí y se conchabó con Shaka, creo que era, bueno, con el rey zulú de la época. Se hicieron tan grandes amigos que Fynn se casó con varias doncellas cafre y llegó a fundar un clan propio con su impi y sus guerreros zulúes, y se convirtió en un auténtico nativo. Una vergüenza, la verdad, supongo.
—Ya —dijo Kramer—. Eso explica lo de Fynn, pero ¿qué demonios significa Creek?
—Creo que es la palabra que usan los ingleses para denominar una especie de arroyo.
—Ah. Según el coronel, usted oyó la explosión.
—No —contestó Terblanche—, fue mi mujer. Ella me despertó y me dijo que había oído un accidente de coche. Ya sabe cómo suenan cuando se está cerca, como una gran explosión. Pero yo ni me había enterado. Le aseguro que estaba en mi primer sueño.
Kramer encendió otro Lucky.
—¿Y después? —lo animó a seguir.
—Después sonó el teléfono —continuó Terblanche—, contesté y era el bantú que había quedado al frente de la comisaría. Había oído la explosión y estaba un tanto asustado porque Sarel Suzman —mi sargento de uniforme— había salido a patrullar en la camioneta y no sabía dónde localizarlo. ¡Ya va siendo hora de que la Policía Sudafricana tenga radios como las de los polis de Norteamérica! Por ejemplo, aquel desastre de Sharperville, donde murieron tantos negros a causa de los disparos. Si hubiésemos tenido radios, en lugar de dejarnos llevar por el pánico habríamos pedido refuerzos y…
—Sí, sí, ¿y qué pasó luego? ¿Salió a buscar?
—Antes fui a recoger a un ayudante a comisaría, donde me dijeron que habían llamado de todas partes para informar del ruido, pero que nadie sabía con exactitud de dónde procedía. Empezamos a dar vueltas. Hasta me acerqué a la otra orilla del estuario, donde está la granja Grice, y de camino me crucé con cuatro tipos en un Jeep que se habían quedado en la playa haciendo una barbacoa y bebiendo cerveza después de pescar.
Me dijeron que habían visto la explosión: un destello enorme al otro lado del estuario, en la zona de Fynn’s Creek. Uno dijo que había sido una explosión como las que se provocan con dinamita cuando se construye una presa. ¿Sabe lo que pensé que podía haber sido?
—Ni idea —contestó Kramer—. ¿Un ingeniero civil descontrolado?
—No, no bromee. Un submarino.
Kramer parpadeó.
—Bueno —dijo Terblanche—, seguro que ha leído en los periódicos algún artículo sobre los submarinos rusos que se acercan a la costa, esos que desembarcan agitadores comunistas.
Cierto, Kramer había leído esos artículos. Pero después de llevar sólo tres semanas en Natal había decidido que la prensa anglófona debería utilizar sin cortarse el «Erase una vez» al comienzo de todas sus noticias, para ser justa con sus lectores.
—Veo que no dice nada —continuó Terblanche—. Porque tiene sentido ¿verdad? Agitadores comunistas con bombas en sus maletas de mineros, desembarcando en un momento en que los cafres crean graves problemas con eso de quemar sus pases y demás. Puede que la bomba estallara al poco de desembarcar el agitador —con los negros nunca se sabe—: pudo haber manipulado el reloj del detonador para ver qué hora era.
—Entonces ¿han encontrado un tercer cuerpo? —preguntó Kramer.
—Pues no, pero es una teoría.
—¿Y la teoría según la cual la explosión pudo haber sido un accidente? —inquirió Kramer—. ¿Usaban los Gillets bombonas para cocinar? ¿Había bidones de gasolina almacenados cerca de la casa?
—Sí, Lance tenía dos bidones de gasolina de doscientos litros cada uno, pero muy alejados de la casa. No han sufrido daños. La cocina era de las normales, de queroseno, y obviamente no explotó.
Kramer asintió.
—Además —intervino—, la posibilidad de un accidente no habría llevado a Maaties Kritzinger a merodear por allí a medianoche con el arma en la mano. ¿Por qué cree usted que lo hizo?
—Ni idea, Tromp —contestó Terblanche encogiéndose de hombros—. Nunca he metido las narices en los asuntos de la Brigada de Investigación Criminal. Me limito a leer sus informes cada mes y a estamparles mi sello.
—Para que lo tengan por el jefe ideal, ¿no?
—No exactamente, pero si ya me resulta bastante complicado ocuparme de lo mío, no me voy a meter en lo de ellos; y al coronel Du Plessis le parece bien. Aquí está: la desviación de Fynn’s Creek. Será mejor que busque algo a lo que agarrarse.
El ACCIDENTADO CAMINO a Fynn’s Creek parecía igual que muchos otros que llevaban al interior de los vastos cañamelares, aquellas enormes plantaciones de caña de azúcar, por lo que Kramer tomó nota de una singular mata de estramonio que crecía cerca de su entrada. Luego, durante una milla o dos, las altas cañas de azúcar bloqueaban la visión a ambos lados y la senda llena de baches se volvía monótona. Sin embargo, cambiaba el aire, que ganaba un olor penetrante y una pureza inesperada.
—Más o menos por aquí —dijo Terblanche— encontré a un viejo cafre tambaleándose camino de su casa a las cuatro de esta madrugada. Dijo que era Moses Khumalo, el cocinero de los Gillets, que había ido a Jafini para emborracharse con su tío. Al preguntarle por la explosión dijo que era verdad, que había oído caer un rayo mucho antes y que su joven señora, que se encontraba sola, debía de estar muy asustada. Ya imagina lo borracho que estaba para hablar así.
—¿Y qué hizo usted?
—Lo dejé donde se encontraba y pisé el acelerador. Lo crea o no, había olvidado que en Fynn’s Creek ya existía una casa para el guarda de caza de turno. Se trata de una reserva nueva, experimental, y no hace mucho que hay gente en ella. O tal vez no quise ni pensar en esa posibilidad. ¿Quién sabe? Total, que salí disparado, muy preocupado por la pequeña Annika al saber que no tenía a Lance con ella.
—¿Era conocida suya?
—¡Claro! Su padre, Andries Cloete, fue capataz en el ingenio azucarero durante muchísimos años, y a Annika la conozco desde que era así de alta. Era…
Terblanche se mordió el labio y Kramer desvió la mirada para que el hombre no se avergonzara. Siguieron adelante sin hablar un buen rato y se adentraron en una zona que más parecía el remoto rincón de una pesadilla. Habían quemado las cañas de azúcar —seguramente para quitarles las hojas y las malas hierbas, lo que facilitaría su corte— y todo estaba ennegrecido: incluso la tierra roja quedaba cubierta por las cenizas. Unas figuras medio ocultas y encapuchadas con arpillera se detuvieron entre las cañas y se quedaron muy quietas, con los machetes inmóviles en sus manos cubiertas de hollín, mientras observaban pasar dando bandazos al Land Rover de la Policía. Kramer nunca había visto unos negros tan negros: el blanco de sus ojos era como los puntos de un dominó negro.
QUIERO ADVERTIRLE que le van a contar unas cuantas historias sobre la joven Annika —le dijo Terblanche, mientras se detenía brevemente para poner la tracción a las cuatro ruedas—, pero antes de creérselas, venga a hablar conmigo, por favor.
—Por lo que me dice —contestó Kramer encendiéndose un Lucky—, deduzco que estamos hablando de un bombonazo. Corríjame si me equivoco, pero en cuanto la tal Annika cumplió los dieciséis, todos los jóvenes de la zona empezaron a jurar por Dios que se la habían tirado, mientras todas las madres juraban que, aunque los chicos son como son, jamás la querrían como nuera. Las tonterías de siempre.
Terblanche lanzó una carcajada de sorpresa.
—Tal cual —le dijo—. No creo que sea usted tan de ciudad como parece bajo ese traje y esa corbata.
—No, soy hijo de granjero. Nací y me crié en el campo.
—Yo también. ¿Qué clase de granja tenía su padre? ¿Eran tierras de labranza o tenía vaquerías?
—Cultivábamos piedras —contestó Kramer.
La segunda carcajada le vino bien a Terblanche, que parecía mucho más relajado al continuar camino. Kramer pensó que tal vez el jefe no fuese ni un cerdo ni un cobarde, sino que simplemente trabajaba tanto que estaba coqueteando con una buena crisis nerviosa. Aunque eso no explicaba por qué nunca usaba palabras malsonantes, algo que en un policía siempre resultaba motivo de preocupación.
—Acababa de dejar al cocinero borracho y de pisar el acelerador. —Kramer le recordó a Terblanche—. ¿Qué pasó después?
—Vi las luces de un coche que venía de frente. No eran las del Jeep de antes, sino las de la camioneta de Sarel Suzman, que iba como un loco. ¡Estuvimos a punto de colisionar! Sarel se bajó hablando atropelladamente, diciendo que Fynn’s Creek había volado por los aires, que había dos personas muertas y que él no quería decírselo a Hettie Kritzinger. «Cálmate, hombre», le dije. «Cálmate y cuéntame cómo lo sabes». Parece ser que Sarel oyó la explosión y vio el resplandor, lo que le dio una idea de por dónde debía buscar. Pero al intentar atajar desde Murray’s Bay, cruzando el arenal, tropezó con una zona de arena blanda y se vio retenido sabe Dios cuánto tiempo. Se lo advierto, esos terrenos son peligrosos si su vehículo no tiene…
—Sí, sí —dijo Kramer—, ¿y después?
—Obviamente Sarel llegó a Fynn’s Creek y no podía creer lo que veían sus ojos. Dice que la primera vez pasó de largo, porque buscaba la casa desde la playa, pero ya no había casa, claro. Llegó al estuario, retrocedió y empezó a buscar supervivientes. A Maaties lo encontró casi enseguida y durante un tiempo pensó que era la única víctima, imaginando que Annika y Lance se habían ausentado aquella noche. Entonces encontró parte del peinado de ella, y eso lo hizo salir disparado hacia Jafini. En el camino fue cuando nos encontramos.
—Ya —dijo Kramer—. ¿De manera que Suzman sólo llegó unos minutos antes que usted?
—Como mucho, cinco —respondió Terblanche asintiendo—. Naturalmente, le di determinadas instrucciones, como que telefoneara al coronel y esas cosas. Luego continué camino para ver qué había pasado.
—¿Falta mucho? —preguntó Kramer.
—Ya no, ya casi hemos llegado.
El cañamelar ya no era tan denso y el camino cambió de color, pasando de un marrón rojizo a ser casi blanco. Pocas cosas crecían en el paisaje llano que tenían delante, aparte de algunas matas de hierba que parecían de cera y unos pocos espinos doblegados por el viento. A lo lejos se veía una hilera de pálidos cerros, muy extraños, que recordaban a las escombreras de las minas.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Kramer señalando.
—Lo crea o no, son dunas gigantes —contestó Terblanche—. Esta parte está llena de dunas: hubo un tiempo en que fue fondo marino. Aún se pueden encontrar conchas.
—¿Y no hay animales en esta reserva de caza?
—Los pájaros serán la mayor atracción, o eso dicen. Todavía no funciona del todo.
—¿Sólo pájaros?
—Bueno, hay algunos cocodrilos en el estuario… Pero permita que le muestre una cosa. —El Land Rover redujo la marcha y se detuvo—. Ahí —indicó Terblanche—. ¿Ve ese grupo de espinos que está a unos cincuenta metros a la derecha?
—Sí, y también veo lo que probablemente sea el coche de Kritzinger oculto y abandonado allí —contestó Kramer.
—¡Tiene buena vista! —exclamó Terblanche, un tanto mosqueado porque le habían robado la sorpresa—. La verdad es que no tengo hombres suficientes para poner uno aquí de guardia, pero lo haré si usted insiste.
Kramer negó con la cabeza.
—Olvídelo —dijo—. Pero Kritzinger eligió muy bien el sitio. Apuesto a que por la noche los focos de los coches que pasen por el camino ni siquiera lo rozarán.
—Correcto, Tromp. Los míos no lo detectaron. Hasta esta mañana no vi el coche, y Sarel afirma lo mismo.
—Un hombre muy cuidadoso, el tal Maaties —dijo Kramer—. Ahora entiendo mejor que pudiera trabajar solo con éxito durante tanto tiempo.
—¿Quién le dijo eso? —preguntó Terblanche secamente, mientras ponía el Land Rover en marcha de nuevo.
—El coronel.
—Claro. ¿Qué más le contó?
—¿Sobre Maaties Kritzinger? Que tenía cuatro hijos, era un detective de primera y un lameculos de clase olímpica.
—¿Du Plessis le dijo eso?
—No exactamente —admitió Kramer—, pero se entendía leyendo entre líneas. Es que no quería aburrirle.
Terblanche sonrió ligeramente.
—¿Por qué piensa que podría aburrirme? —preguntó con los ojos fijos en el camino.
—¿Quién era el principal detective bantú de Kritzinger?
—Mtetwa —contestó Terblanche perplejo—. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con…
—¿Sabe una cosa, Hans? —interrumpió Kramer—. Es usted capaz de decir el nombre de cualquier persona de Jafini, incluido un cafre, pero ni una sola vez ha utilizado el nombre de la víctima masculina de este caso. Me resulta curioso.
El rugido constante del motor del Land Rover falló, como si Terblanche hubiese levantado el pie del acelerador un momento, sin darse cuenta.
—¿De verdad? —preguntó—. Eso se soluciona enseguida: Maaties Kritzinger.
—Me interesaba más el motivo —insistió Kramer.
Durante un minuto largo, Terblanche miró hacia delante como si toda su atención se concentrara en la carretera y ya no fuera a decir nada más.
—La verdad —dijo tranquilamente—, no sé el motivo. Sí, él pensaba que yo era lento y estúpido, pero a mí no me importaba: todo el mundo tiene derecho a opinar. Lo que sí me importaba era que nunca estuviera a mano para contar con el apoyo de la Brigada de Investigación Criminal en casos como el robo a mano armada de ayer en Mulamula. ¿Dónde estaba? Aunque ese no es motivo suficiente, es cierto.
Entonces empezó a acelerar cada vez más, sin levantar la vista de la carretera.
—Lo que siempre recordaré —continuó—, ¡que Dios me perdone!, fue mi reacción al llegar aquí anoche y encontrar su cuerpo tendido en la arena. Quise sonreír, reír, gritar, pero llevaba conmigo a un ayudante y no pude hacerlo. A pesar de tantas oraciones, de todo eso de amar al prójimo, existía la posibilidad de que lo odiara ¿no cree?
—Pero ¿por qué? —insistió Kramer, consciente de que una pieza pequeña del rompecabezas había encajado ya: Terblanche era una especie de cristiano practicante, el muy tonto.
—¿Por qué? No lo sé. Ni siquiera me había dado cuenta hasta ese momento. Fue como un sentimiento repentino que se apoderó de mí, allí junto a la casa en la que la pequeña Annika había volado por los aires. ¿Sabe otra cosa?
Kramer negó con la cabeza. Terblanche se rió entre dientes.
—Luego me enfadé —dijo—. Me puse furioso. Me indignaba que hubiese muerto como un héroe porque ya no dejarían de referirse a él como «uno de los mejores».
Y habiendo dicho eso, Hans Terblanche pisó el acelerador a fondo e hizo subir el Land Rover a la cima de una duna, donde se detuvo. Destrozado, Fynn’s Creek se extendía frente a ellos.