III

MENOS MAL QUE LOS FRENOS del Chevrolet eran tan precisos como el mecanismo del ancla de un acorazado. Sin ellos habría sido muy fácil pasarse de largo un lugar de mala muerte como Jafini. Aparecía y al momento ya no estaba: una visión borrosa de vulgares escaparates que terminaba junto a la comisaría de Policía, un edificio de ladrillo rojo y tejado de hojalata, visible a medias tras un elevado seto de espina santa, con una descolorida bandera sudafricana colgando marchita de un mástil raquítico en su jardín delantero.

Maritz, al que los frenos pillaron desprevenido, acabó temporalmente encajado bajo el salpicadero.

—¡Teniente! —gritó—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha salido corriendo algún niño y se ha puesto delante de nuestro coche?

—Cigarrillos —contestó Kramer—. Tú sigue que yo voy enseguida.

Y se bajó del Chevrolet para mirar a su alrededor. La única calle de Jafini parecía contar con una docena de negocios, casi todos regentados por indios. Había también una panadería y una sucursal insignificante de Barclays Bank que sólo abría los martes y los jueves, además de una pequeña iglesia anglicana de ladrillo rojo. Un par de lejanos surtidores de gasolina sugerían que Jafini podría presumir de tener un taller mecánico, pero por si acaso no estaba dispuesto a apostar por ello.

Cruzó la carretera a grandes zancadas y entró en el almacén Bombay, aspirando con fuerza. A Kramer siempre le habían entusiasmado los olores acogedores y hormigueantes de los colmados —hasta los once años la única clase de tienda que había conocido—, y seguía maravillándose ante la asombrosa y alucinante variedad de lo que contenían. El almacén Bombay no lo decepcionó. Había de todo: faroles, máquinas de coser, metros y metros de tela barata en grandes rollos, arados y radios a pilas, además de nueve variedades distintas de sardinas en lata. En el atiborrado estante de los cigarrillos y el tabaco de pipa vio, por primera vez en muchos años, los pequeños sacos de algodón con la picadura que su padre había fumado en exceso, tan tosca que llevaba tallos de la planta. Estaba bien aquella picadura: le había proporcionado al viejo cabrón la muerte prolongada, lenta y espantosa que merecía.

—¿Qué desea, señor? —preguntó dubitativo el tendero indio, por encima de los tocados de las mujeres zulúes con el pecho al aire que estaban en primera fila.

—Lucky Strike, un cartón —contestó Kramer.

El tendero parecía angustiado.

—Ah —dijo Kramer, recordando que el afrikáans, su lengua materna, raramente lo entendían quienes no eran blancos en aquella provincia olvidada de Dios que era Natal, por lo que repitió en inglés—: Un cartón de Lucky Strike. No, mejor que sean dos.

El tendero se retorció las manos.

—¡Será posible, señor! ¡Qué gran suerte! Pero verá, señor, aquí no suelen pedir las mejores marcas, por eso las existencias…

—Deme los Lucky Strike, maldita sea —dijo Kramer—. Tantos como tenga.

Mientras el tendero se apresuraba a entrar en la trastienda, alguien más se unió a la típica cola de paletos que esperan a que les atiendan en silencio. El último en llegar era un zulú de aspecto descarado. Kramer estaba seguro de que lo había visto antes y eso le preocupaba, porque sólo podía haber sido en Trekkersburgo, doscientas y pico millas al Sur. Imposible. Al fin y al cabo, lo que perseguía la ley de pases era mantener a los negros confinados en áreas de reserva bien delimitadas y que no anduviesen paseándose por el país como si fueran sus dueños. Aunque éste sí lo hacía, entrando con aire desenfadado y las manos en los bolsillos, como un maldito gángster de Chicago; y como a los negros no les estaba permitido ver esa clase de películas, ya sólo eso sugería que podría no ser mala idea investigar al listillo aquel.

Listillo: buen nombre, decidió Kramer, hasta que el pase del tipo le revelase sus datos correctos. No podía medir más de un metro setenta y a él no le llegaba ni al hombro.

—Lo siento mucho, señor, enseguida acabo —el tendero indio emergió para decirle eso y luego volvió a desaparecer.

Kramer observó de nuevo la cola de los que esperaban en silencio, todos salidos del área de reserva local. La mayoría llevaba la ropa vieja de los blancos o, en el caso de las mujeres, lo que ahora se tenía por el atuendo tradicional zulú: un tocado engalanado con cuentas, muchas tobilleras de cobre, toscos brazaletes también de cobre, una falda con pliegues y —si se molestaban en usar parte de arriba— una sencilla camiseta de tirantes blanca. Listillo llevaba una vieja chaqueta de sport puesta del revés para que se viera el forro de raso, y un par de pantalones de montar con solapa de apertura delantera, ya pasados de moda. Como contraste, el negro que lo precedía llevaba un traje a rayas de abogado elegante —o de verdugo público, ya puestos, que Kramer lo había visto una vez— y un par de enormes botas de rugby. Esa era otra: a diferencia de todos los demás en la fila, el calzado de Listillo era el único que parecía de su talla, aunque se trataba de unas zapatillas de tenis baratas, lo cual lo distinguía sutilmente de los demás. También planteaba algunas preguntas interesantes: ¿Qué velocidad alcanzaba Listillo corriendo? ¿Con cuánta frecuencia? ¿Por qué?

Listillo se dio la vuelta para observar algo afuera, en la calle, atormentando a Kramer al dejarle ver sólo la parte posterior de esa cabeza alerta, redonda como la bala de un cañón. Deseó con todas sus fuerzas que se girara lo bastante para dejarle ver de nuevo aquel perfil. En contra de lo que decía la mayor parte de la gente que no estaba en la Policía. —«Para mí son todos iguales»—, Kramer nunca había tenido problemas para diferenciarlos. Diferenciar a los monos de verdad ya era otra cosa: no se contaba con la infinita variación que proporcionaban el bigote, la barba, el tamaño de los ojos, el mentón, el ancho de la nariz, etcétera. Pero para el ojo experto cualquier tipo de cafre presentaba pocos problemas. Con todo, un simple cogote no era gran cosa y empezó a tener dudas sobre su primera reacción. Se fijó en dos diminutas trenzas hechas con los rizos que crecían sobre la oreja izquierda, pero le chocó que no llevasen cascabeles. Tampoco fue capaz de interpretar esas cerillas de cocina amarillas que Listillo usaba para mantener abiertos los agujeros hechos en los lóbulos de sus orejas.

—¿Señor? Aquí tiene su generosa compra —dijo el tendero indio, depositando una bolsa de papel de estraza sobre el mostrador frente a Kramer, demasiado cortés para entregársela directamente—. ¿Necesita usted alguna cosa más, señor?

No, así que Kramer le pagó y se marchó, encendiendo su primer Lucky mientras salía y olvidando echar una última mirada a Listillo. Pero se dijo a sí mismo que la cosa no tenía importancia, que en el peor de los casos aquel negro sería el primo de pueblo de algún cafre de ciudad.

—¡Teniente! —llamó Maritz, a la carrera camino arriba desde la comisaría, en cuyo exterior estaba aparcado el Chevrolet—. Teniente, el jefe quiere saber dónde demonios se ha metido. Esas han sido sus palabras, teniente.

—Que espere sentado: esas son mis palabras, Bok —respondió Kramer—. Después de un viaje tan largo, lo mínimo que puede esperar un hombre es que le dejen echar una meada en paz.

«ESTO SE LLAMA andarse por las ramas —se dijo a sí mismo diez minutos después—. Sí, hay algo muy extraño en todo este asunto de Jafini que aún no consigo entender, y creo que no quiero hacerlo. Sobre todo en lo relativo a qué pinto yo en esto. Pero perder el tiempo no me servirá de nada. Será mejor que me ponga manos a la obra, haga mi trabajo y me largue de aquí, directo de vuelta al Estado Libre».

Pero aun después de subirse la cremallera, Kramer se demoró, la mirada clavada en el retrete de chapa ondulada con el cartel de SÓLO BLANCOS que había detrás de la comisaría de Jafini. Observaba el estado en el que se encontraba el suelo. Ninguno de los sólo-blancos parecía preocuparse demasiado por apuntar bien, por eso había cinco charcos diferentes. Por si eso fuera poco, una buena franja del suelo de cemento estaba mucho más oscura que el resto, como si siempre se encontrara mojada, lo cual indicaba una rutina. «Interesante —caviló Kramer—, porque eso sugería una de dos cosas sobre el jefe de la comisaría al que estaba a punto de conocer: o aquel hombre era un cerdo integral, o era demasiado cobarde para insistir en que sus subordinados respetaran un nivel mínimo de decencia».

«Y apuesto a que sé cuál de las dos es la correcta», decidió Kramer mientras cruzaba el césped reseco que llevaba a la puerta trasera de la comisaría, donde Bokkie Maritz lo esperaba ansioso.

—El despacho del jefe está por aquí, teniente —dijo Maritz guiándolo.

Un linóleo marrón agrietado cubría todo el largo de un pasillo que discurría entre paredes de color crema rozadas y pintadas de verde hasta la mitad. Del techo colgaban unas bombillas desnudas, con insectos achicharrados pegados a ellas. Donde más gastado se veía el linóleo era hacia la mitad, porque a él se unía en ángulo recto un pequeño corredor lateral. A su vez el corredor lateral daba a una pesada puerta pintada de marrón, con una placa en ambas lenguas oficiales anunciando que la habitación a la que permitía el acceso era el despacho del jefe de la comisaría.

—Es ahí —dijo Maritz señalando.

—Bok, eres inestimable —afirmó Kramer—, pero ¿tienes idea de dónde se ocupa de sus cosas la Brigada de Investigación Criminal?

Maritz asintió algo engreído.

—¡Por supuesto! Tienen dos despachos al otro lado de…

—Pues sal corriendo para allá y empieza a registrar la mesa de Maaties. Quiero un resumen de todos los casos recientes que haya investigado y cuando lo hayas repasado todo con lupa, quiero un informe completo a máquina y por duplicado: uno es para el coronel.

—¿El teniente quiere confiarme semejante tarea? —preguntó Maritz, tan halagado que casi no podía contenerse.

—¿Y por qué no? —fue la respuesta de Kramer, que no imaginaba una forma más rápida y a la vez incruenta de librarse de aquel idiota.

Luego, sin llamar, abrió de par en par la puerta del despacho del jefe y entró a grandes zancadas.

¡PERO! ¿QUIÉN…? —empezó a decir un sobresaltado hombre de cincuenta años vestido de uniforme, mirando a su alrededor y con el auricular de un teléfono pegado a la oreja.

—Kramer, Brigada de Homicidios. ¿Es usted Terblanche?

El jefe asintió, tapando el auricular con la mano.

—Siéntese por ahí, tengo al coronel al teléfono. —Se dio la vuelta y continuó—: Disculpe, coronel. Sí, era él, acaba de llegar. Gracias, lo recordaré, señor.

«¿Qué recordará?» se preguntó Kramer mientras le daba la vuelta a una silla que estaba del revés, se sentaba en ella a horcajadas y miraba a su alrededor. Tres huesos de pollo roídos blanqueaban sobre el único archivador, junto al que se desplomaban unas mugrientas botas de goma sobre una mancha de barro negro y reciente. Medio paquete de galletas se sostenía en pie junto a un vaso y una jarra de agua turbia, y el alféizar de la ventana estaba lleno de expedientes descoloridos por el sol que desparramaban su contenido. El único sitio limpio y ordenado de toda la habitación parecía ser el fondo de la enorme papelera de mimbre.

Kramer se fijó en que ni el propio Terblanche se escapaba a la norma. El jefe de la comisaría de Jafini tenía pequeñas bolas de pelusa en su pelo de punta y engominado, algo similar se pegaba a los cortes que la máquina de afeitar había dejado en su doble papada, y una raya de gachas de maíz corría granulosa corbata del uniforme abajo. También había una polilla muerta en la vuelta de su pernera derecha, que se veía porque estaba sentado con los zapatos deslustrados apoyados en la esquina de una mesa tan abarrotada que haría falta una excavadora para despejarla.

—Sí, coronel, está todo arreglado —decía Terblanche, y se puso de pie, a punto de cuadrarse—. Muy bien, coronel, he comprendido sus órdenes, señor. Adiós por ahora, adiós.

Mientras lo observaba colgar el teléfono, Kramer preguntó:

—¿Qué está arreglado?

—Un alojamiento para usted y su sargento —contestó Terblanche—. Aquí no hay hoteles ni nada parecido, así que les he conseguido un par de habitaciones en casa de una viuda a la que conozco. Estoy seguro de que le gustará. —Luego sonrió con timidez mientras le tendía su enorme mano—. Me llamo Hans, es un placer conocerle.

—Tromp —dijo Kramer— ¿le apetece un Lucky?

—Muchas gracias, pero los prefiero con filtro.

Terblanche acercó un mechero destartalado primero al cigarrillo de Kramer y luego al suyo, antes de hundirse de nuevo en su silla con aspecto de estar agotado.

—La verdad es que llevo un día espantoso —comentó frotándose los ojos enrojecidos con los nudillos—. Acabo de regresar de Madhala, donde tuve que darle la noticia a Lance Gillets.

—¿El marido de la mujer muerta?

Terblanche asintió.

—Es guarda de caza. Y me costó lo suyo encontrarlo, hasta que alguien me dijo que ayer lo había recogido una avioneta en Fynn’s Creek porque necesitaban su ayuda en la caza de un rinoceronte para algún zoo norteamericano.

—Ya, ¿y cómo se lo tomó?

—¿Usted qué cree? Mal, muy mal. Annika era todo su mundo. Se volvió loco, lo cual es comprensible. Pensé que tendrían que dispararle un dardo para dormirlo, como a los animales, pero los demás guardas consiguieron encerrarlo en una cabaña y lo tienen atontado a base de ginebra.

—¿A qué hora lo recogió ayer la avioneta?

—No lo pregunté. —Terblanche le dedicó una sonrisa cansada, descompensada—. Pensé que los de Homicidios podrían ocuparse más adelante de esos complicados detalles.

—Ese es el espíritu del policía que lleva uniforme.

—Cierto —convino Terblanche, obligándose a ponerse en pie de nuevo—. Y ahora que está usted aquí, dispuesto a ocuparse del caso, será mejor que lo ponga al tanto lo antes posible. Resultará más fácil si lo acompaño hasta el lugar del crimen y le explico la situación por el camino. Después me iré derecho a mi casa, a ver si puedo dormir algo para variar.

En su rostro se reflejó una desolación que Kramer reconoció porque se la había encontrado en unos cuantos espejos: era el aspecto de un hombre que se había esforzado hasta el límite de su resistencia, dispuesto a apretar los dientes y realizar un último esfuerzo antes de derrumbarse noqueado por el agotamiento.

Aun así, mientras salía del despacho siguiendo al coronel, a Kramer le pareció raro que ni una sola vez, ni siquiera de pasada, hubiera mencionado Terblanche a su colega, el tan llorado detective Kritzinger.