II

EL TENIENTE TROMP KRAMER de la Brigada de Homicidios y Robos de Trekkersburgo no estaba de humor para enfrentarse a quince cabezas de ganado cafre amodorradas. Así que en lugar de frenar y esperar a que se apartasen tranquilamente del camino de tierra que tenía delante, se desvió adentrándose en el «veldt» para rodearlas, perdiendo de paso un tapacubos.

—¡Hombre, teniente! —protestó el sargento Bokkie Maritz, dándose contra el salpicadero—. Por favor, recuerde que este coche ha sido reservado a mi nombre.

—No lo olvidaré, Bok —contestó Kramer, acelerando sobre la tierra ondulada y machacando los amortiguadores sin piedad.

—Es que es casi un coche nuevo —añadió Maritz.

—Cierto —dijo Kramer—. ¿Te queda algún caramelo de esos?

Antes no conocía aquellos caramelos de azúcar cande —tampoco había tenido antes un compañero propenso a marearse en el coche—, pero empezaban a gustarle, sobre todo ahora que se había quedado sin cigarrillos. Esa era una de las penalidades a las que debía enfrentarse cualquiera que viajara por Zululandia: podían pasar hasta treinta millas sin que apareciera una simple tiendecilla.

—Ya sólo queda un caramelo —reveló Maritz de mala gana—, y la verdad es que empiezo a sentirme un poco mareado otra vez, así que…

—No te molestes en quitarle el papel, puedo hacerlo yo solo, gracias —interrumpió Kramer, alejando una mano del volante.

—¡No, ya lo hago yo! —exclamó Maritz, arrancando el envoltorio a toda prisa antes de pasarle el caramelo.

Kramer se echó el dulce a la boca, lo mordió con fuerza una sola vez y se lo tragó.

—Peor que un perro —musitó Maritz.

—¿Qué has dicho?

—Nada, teniente, nada. Pensaba en lo feo que es este caso. Según el coronel Du Plessis, Maaties Kritzinger sólo tenía…

—Bok ¿no te dije que no quería hablar del caso?

Maritz asintió.

—Sí, pero no puedo evitar…

Kramer lo distrajo tirando del freno de mano según entraban en la siguiente curva, por encima de un río enorme y marrón, lo que hizo que el Chevrolet patinara hasta quedar atravesado en medio del camino.

—¡Jefe! —gritó Maritz.

—Ya lo veo, ya —contestó Kramer.

NO LE QUEDÓ MÁS REMEDIO que volver a empezar el comunicado oficial que intentaba redactar de memoria:

Estimado coronel Du Plessis:

Aun a pesar de que sólo hace veintitrés días que fui trasladado desde Bloemfontein a su División de Natal, ruego me conceda un nuevo e inmediato traslado. Nunca, durante mi experiencia como miembro del Cuerpo de Policía de Sudáfrica, he encontrado inútiles más grandes que usted y su pandilla de lameculos descerebrados. En cuanto a Trekkersburgo, ¡sabe Dios qué imaginaron nuestros antepasados que conseguirían al luchar contra los ingleses para hacerse con ella! Creo que vivir tres semanas en Trekkersburgo debería convertirse en la nueva condena por abusos a menores.

De momento le gustaba, aunque quedaran algunos detalles por pulir, y más le iba a gustar ver la cara de Du Plessis al leerlo.

¡Cabrón!

Sin ser consciente de ello, Kramer había recordado la imagen del coronel tal y como lo viera aquella mañana a las cinco y media: rascándose el trasero junto a la gran ventana de su despacho en la comisaría central de la División.

—¿Sí, coronel? —había preguntado Kramer, entrando sin llamar—. ¿Cuál es el problema, aparte de que algún estúpido inútil haya despertado a mi patrona para decirle que usted quería verme aquí manos a la obra?

Du Plessis se había dado la vuelta y su pescuezo arrugado emergía como el de una tortuga por el enorme cuello de la guerrera de su uniforme.

—¡Hombre, teniente! —dijo zalamero—. ¡Qué detalle haberse dado tanta prisa! Al pobre capitán Bronkhorst le preocupaba que no se adaptase usted a nuestras costumbres, pero su rapidez excluye cualquier queja. Prontitud es lo que yo pido a mis policías. Eso y lealtad, por supuesto. Lealtad y prontitud.

—Sí, ya, pero ¿por qué me ha hecho llamar? —preguntó Kramer, que empezaba a ponerse tenso en presencia de aquel payaso. Daba la impresión de que Du Plessis, más que un detective de homicidios, lo que necesitaba era un fiel spaniel con un maldito despertador.

—¡Malas noticias! —contestó Du Plessis, poniéndose serio de repente y abandonado la ventana para sentarse detrás de su enorme escritorio—. Muy malas noticias —repitió, hundiéndose lentamente en su asiento de una forma que a Kramer le parecía dictada por las hemorroides—… de lejos —añadió Du Plessis, haciendo una mueca de dolor mientras su peso se aposentaba.

—¿Muy lejos? —preguntó Kramer.

Du Plessis sacó un expediente marrón de su fichero.

—De Jafini, en el norte de Zululandia —le dijo—. Se ha cometido un doble asesinato a unas quince millas al Este de allí, en un lugar llamado Fynn’s Creek. Dos adultos blancos, hombre y mujer. Parece que usaron un artefacto explosivo. El motivo aún no se conoce.

—Ya. ¿Cuándo?

—Pasada la medianoche. O a las doce horas y dieciocho minutos de esta madrugada, para ser exactos, porque fue entonces cuando el jefe de la comisaría de Jafini oyó una fuerte detonación y salió a investigar. Hasta las cuatro y diez no fue capaz de localizar el lugar de la explosión, y para entonces…

—Sí, pero aún no me ha dicho por qué es una noticia tan mala, coronel —interrumpió Kramer, impaciente a causa de tantos detalles—. ¿Conocía personalmente a los fallecidos o algo así?

—Astuto, muy astuto —murmuró Du Plessis, con una sonrisa tan fugaz como los malos pensamientos de una monja—. Sí y no, creo que es la respuesta a su pregunta. El hombre masacrado de una forma tan despreciable y cobarde era Maaties Kritzinger.

Kramer se encogió de hombros.

—¿Y? —preguntó, consciente de que se esperaba de él una reacción mucho más enérgica, pero sin saber por qué.

—El sargento Martinus Kritzinger —apuntó Du Plessis—, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Jafini. Incluso jugó de defensa en la provincia de la que usted viene, el Estado Libre.

—Ah, un poli. Ahora lo entiendo —dijo Kramer—. No he oído hablar de él. ¿Quién era su amiga?

Du Plessis se enfureció.

—¿Un compañero muere cumpliendo con su deber y usted no tiene nada más que decir?

—De momento, no —confirmó Kramer—. Hay muchos policías a los que no les confiaría ni un gato cojo, así que procuro no prejuzgar.

—¿Prejuzgar? —repitió Du Plessis, y tragó con fuerza antes de reír entre dientes—. Sí, ya me había dicho el capitán Bronkhorst que tiende usted a ir por libre. Pero créame: Maaties Kritzinger era uno de los mejores. Es más, no recuerdo ni una sola vez en la que no me trajese un buen pedazo de venado cuando visitaba la comisaría central, fuera cual fuese la estación. Y una vez trajo una caja entera de mejillones que había arrancado él mismo de las rocas.

—¡Caramba, coronel!

—Exacto. Como he dicho, uno de los mejores. Es una pena que ya no puedan verse las caras, así comprobaría lo buena persona que era.

—Nos veremos las caras, pierda cuidado, señor —dijo Kramer—. ¿En qué depósito está?

—No, no, yo me refería a conocerse de verdad. —Du Plessis estiró su cuello de tortuga y levantó un dedo acusador—. Y sí que prejuzga usted. Ese comentario acerca de su «amiga» no venía a cuento. Por Dios, hombre, el tipo estaba casado y deja cuatro criaturas, y su viuda es la viuda de un policía. Es un caso tan terrible que voy a organizar una colecta.

—Entonces ¿quién era la mujer blanca? —preguntó Kramer.

Du Plessis repasó sus notas.

—Annika Gillets, esposa del guarda de caza de Fynn’s Creek —contestó—, que estaba ausente en aquel momento. Hans Terblanche, el jefe de la comisaría de Jafini, sigue intentando ponerse en contacto con él para contarle lo ocurrido.

—Tal vez ya lo sepa, coronel.

—¿Cómo? ¿Se refiere al marido?

—Sí. ¿Cuántos años tenía Annika?

—Acababa de cumplir veintidós, como mi… ¡Ah, no! Vuelve usted a las andadas. Escúcheme bien y métase lo que le voy a decir en la cabeza: Maaties murió en el cumplimiento de su deber, como ya le he dicho. Nada de ñaca-ñaca. ¿Entendido? Además, su cuerpo apareció a millas de distancia y con el arma aún en la mano.

—Nada de ñaca-ñaca. —Kramer repitió, tan serio como le fue posible, añadiendo la expresión a su pequeño repertorio de «coroneladas»—. Vale, pero ¿a cuántas millas apareció su cuerpo? Porque debió de ser una explosión impresionante si…

—¡Sabe usted muy bien lo que he querido decir, teniente! Ella estaba en el interior de la casa y Maaties en el exterior, acercándose con la pistola en la mano, obviamente consciente de que…

—¿Estaba solo? —preguntó Kramer.

—Por supuesto, Maaties siempre trabajaba así.

—¿Ni siquiera se llevaba a un negro?

—Nunca. Maaties decía que un bantú siempre daba más problemas que apoyo. Además, hablaba la lengua zulú con fluidez, así que no lo necesitaba.

—Ya —murmuró Kramer.

—¿Se atreve a criticarlo? —exigió saber el coronel Du Plessis—. El capitán Bronkhorst dice que usted también es un solitario, y que ni siquiera acepta trabajar con compañeros blancos, a menos que se le obligue. ¿Qué clase de actitud es esa?

—Verá, es que hablo afrikáans e inglés con fluidez, coronel —contestó Kramer, sacando un pitillo de la cajetilla de Lucky Strike que guardaba en el bolsillo de la camisa—. Así que, como usted dice, no lo necesito.

—Espero que no se le ocurra encenderlo —dijo Du Plessis muy serio—. En mi despacho está terminantemente prohibido fumar. Soy miembro del consejo de mi parroquia.

—Bueno —dijo Kramer, colocando el cigarrillo en la comisura de su boca—, pero como estaba a punto de decir, parece que…

—No, como yo ya había empezado a decir, teniente, he decidido enviarle a Jafini para que se haga cargo de esta investigación. Ya es hora de que sea consciente del alcance de esta División. Además, me complace comunicarle que el capitán Bronkhorst valora mucho su capacidad deductiva.

—¿Cómo? —exclamó Kramer, que llevaba tres semanas en Trekkersburgo aburrido hasta la muerte de investigaciones rutinarias que no precisaban capacidad deductiva alguna—. Me deja asombrado.

—También valoro la modestia en un policía —dijo Du Plessis, mostrando su dentadura postiza—. Cuando llegue a Jafini le informarán de todos los detalles, así que no le entretengo más, aquello está bastante lejos. Bokkie Maritz le está esperando en el aparcamiento con un coche.

—¿Bokkie, coronel? —preguntó Kramer—. ¿Qué pinta ese inútil en todo esto?

—Lo envío como ayudante, por supuesto. En Pretoria querrán que el papeleo se mantenga al día, y mientras uno se ocupa de eso, el otro podrá salir a…

—Pero Maritz es un payaso, coronel —objetó Kramer mientras encendía una cerilla—. Lo que menos falta me hace es que…

—Teniente —interrumpió Du Plessis mirando fijamente la llama de la cerilla—, Bokkie Maritz lleva ocho, nueve años trabajando a mis órdenes sin problemas. No permitiré que se cuestione mi criterio, y menos aún que lo haga alguien que no lleva aquí ni cinco minutos.

—A eso me refería, coronel. ¿Por qué…?

—¿Ha oído lo que le he dicho? Aquí no se puede fumar.

Kramer asintió, observando cómo se quemaba la cerilla y la llama se acercaba a sus dedos.

—Pero ¿por qué me envía a mí si tan novato soy? ¿Por qué no alguien de más rango, que conozca mejor la zona y…?

—Oiga —interrumpió Du Plessis, también pendiente de la llama—, no sé cómo llevaba las cosas su jefe anterior, pero cuando yo doy una orden, espero que…

—Apuesto a que aquí hay gato encerrado —comentó Kramer, mientras la llama casi llegaba a su pulgar—. ¿Tiene el capitán Bronkhorst algún motivo especial para no…?

—¡A usted eso no le importa! —explotó Du Plessis, lanzando una regla a la cerilla, muy enfadado—. ¡Apáguela! ¡Apáguela ahora mismo!

—Ya voy, coronel —dijo Kramer, tomando nota de la falta de puntería de su superior y encendiendo el pitillo con la misma cerilla, en el instante en que puso un pie fuera del despacho de Du Plessis.

EL CHEVROLET, que ya había perdido el segundo tapacubos, emprendió otra empinada ascensión. Pero al menos el ganado mayor había dejado paso a las cabras y el cielo se hacía más interesante, repleto de enormes nubes blancas apiladas como almohadas en el almacén de un hospital. Kramer había pasado muchos ratos agradables en uno de esos almacenes en Bloemfontein, confraternizando con una enfermera en prácticas que nunca le había dicho su nombre y que no llevaba ropa interior. Estaba sorprendido de lo mucho que se acordaba de esos detalles desde su traslado a Trekkersburgo.

La ciudad que vivía con las piernas cruzadas.

—Dime, Bok —habló de repente— ¿dónde crees que habrán llevado los cuerpos? En la pradera no suele haber depósitos de cadáveres, bueno, al menos que yo sepa. ¿Y a un hospital?

Bokkie Maritz asintió.

—Sí, es probable que a un hospital. Seguramente al de alguna misión.

—Vaya, estupendo —comentó Kramer.

—¿Ahora ya podemos hablar? —preguntó Maritz con prudencia—. Es que pensé que querría conocer todos los detalles sobre el pobre Maaties.

—Uno de los mejores, Bok.

—Así que eso ya lo sabe. Sí, sin duda, uno de los mejores.

—¿Y?

—Siempre estaba riéndose, gastando bromas. Cuando se despedía para volver a su casa, tenía a todas las mecanógrafas de la central muertas de risa.

—¿Me estás diciendo que era un mujeriego?

—¡Claro que no! Les caía bien, nada más. Les enseñaba las fotos de sus hijos y cosas de esas.

—¿Qué clase de mujer tenía? ¿De las guapas?

—¿Y cómo quiere que lo sepa?

—¿No estaba en ninguna de las fotos que enseñaba por ahí?

Maritz frunció el ceño.

—La verdad es que no recuerdo ninguna —admitió.

—Ya —dijo Kramer—. Mira.

Acababan de llegar al punto más alto de su camino y a sus pies se extendía una enorme y verde llanura, casi en su totalidad dedicada a la caña de azúcar. Tanto verde resultaba artificial en comparación con los paisajes áridos, del color del pan, a los que Kramer estaba acostumbrado, y le hacía pensar en ese moho que se rasca con un cuchillo.

—Eso debe ser Jafini, allá lejos, a la izquierda —exclamó Maritz, señalando una mancha de humo situada a cierta distancia, al Norte—. Vaya, hemos tardado muy poco. El coronel se quedará impresionado.

—A la mierda con él, para empezar —dijo Kramer.