I

FUE RÁPIDA COMO UN GATO dando el golpe y el mosquito tiñó su muslo de rojo.

—Te ha dejado seca —murmuró él—. Mira cuánta sangre.

—Esa sangre no es mía —contestó ella, apartando al insecto muerto—. ¡Ni siquiera le di la oportunidad de picarme! Debe de ser tuya.

—Imposible. Lo habría notado.

Estaban tumbados sobre el colchón sin sábanas. Uno junto al otro, sin tocarse. Para alivio de él: hacía calor y sudaba a chorros.

—¡Uf! —exclamó ella, y los dos se rieron antes de quedar de nuevo en silencio.

Afuera croaban las ranas de los manglares, un cocodrilo se deslizó indolente hacia el estuario y dos búhos ulularon, uno agudo y otro grave.

Sí, él tenía calor, le hervía la sangre, pero se sentía como nunca. Mejor aún: era capaz de concentrarse en sus pensamientos ahora que ella ya no llenaba su mente de voluptuosos interrogantes; ahora que ya conocía el tacto de todas y cada una de las partes de su cuerpo, y que ya sabía cómo gritaba al correrse. Aquel grito ronco lo había hecho correrse a él también, en el mismo instante que ella, y estaba deseando volver a escucharlo después de descansar un rato.

La vela, que se estaba quedando sin mecha, empezó a parpadear, contagiando su temblor a las sombras que proyectaba. Algunas eran alargadas y acechaban en las paredes sin pintar de la habitación, otras se alejaban subrepticiamente por el suelo de madera para ocultarse en los rincones desordenados, donde se apilaban aparejos de pesca y ropa sucia. Al poco, incluso el techo de juncos parecía moverse inquieto, parecía ondular bajo aquella luz oscilante.

El hombre empezó a repasar los hechos más recientes asombrado, aunque capaz de tomar distancia, por lo inesperadamente que había sucumbido a una tentación a la que llevaba cinco años resistiendo con fervor, desde que la había conocido. Una tentación tan fuerte que al final sólo las palabras de una negra loca habían tenido la posibilidad de alejarlo del abismo, de lo que él temía acabaría siendo su condenación eterna. «Cuidado, Isipikili, con la punta de lanza de tus venas y con dónde la metes. Cuidado, Isipikili, porque las canciones que oigo son de muerte, y mi viejo corazón llora». “Pero, madre grande —había contestado él—, todas mis canciones son de muerte, así que ¿qué quieres decir con eso?”, y sintió miedo cuando ella se negó a contestar.

Se incorporó apoyado en un codo.

—¿Y de quién es la sangre? —preguntó, mirando de nuevo el intenso borrón que había dejado el mosquito.

Ella se encogió de hombros, los ojos cerrados.

—Oye —insistió él—, un mosquito que ha chupado tanta sangre no vuela lejos, está demasiado lleno.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Es pura lógica. ¿De dónde habrá sacado tanta sangre?

—¿Tanta te parece?

—Míralo tú misma.

Abrió los ojos lánguidamente.

—No deberías fruncir el ceño de esa forma —le regañó—. Se te juntan las cejas y no estás tan guapo. —Le rozó la frente con un dedo.

—¿Estás segura de que tu maldito cocinero no sigue aquí? ¿Estás segura de que no hay nadie?

—¿Cuántas veces quieres que te lo diga? —contestó ella—. Ya te he dicho que le di la noche libre y se fue a beber con su tío. No volverá antes de que rompa el día, y eso como muy pronto.

Él se giró para mirar a la ventana con los postigos cerrados.

—Ese mosquito tiene que haber venido de algún sitio cercano —insistió—. Ya sé, ¿y los furtivos?

—¡No lo verán tus ojos! —contestó ella, y se rió—. Ningún furtivo se acerca a menos de diez millas de esta casa, ningún cafre en su sano juicio se atrevería. Ya-sabes-quién tiene la reputación que tiene.

Eso lo hizo mirar con furia el cardenal que resaltaba en el hombro derecho de la mujer: una magulladura grande y morada en la que claramente se veía la marca de tres nudillos. Antes aquella muestra de violencia brutal le había parecido excitante, pero ahora le preocupaba.

—Vamos, ¿a qué viene esa cara? —preguntó, cogiendo la mano de él y acariciando con ella su pezón derecho—. ¿Ves lo rápido que se alegra de verte? —Ahuecó la mano de él sobre el otro pecho y lo apretó—. Sí, me gusta —gruñó—, pero aprieta más. ¡Más fuerte!

Él dejó la mano sin fuerza y volvió a mirar el muslo de la mujer.

—Lo lógico —insistió— es que un mosquito tan lleno como ese quisiera quedarse tranquilo en algún lugar para hacer la digestión.

—¿Y qué? Tal vez pensó que eso era lo que estaba haciendo al aterrizar sobre mí, pero yo fui demasiado…

—Pero ¿de dónde viene tan lleno?

—¡Dios mío! —exclamó, apartando la mano de él—. ¿Qué te pasa? Nunca creí que te portarías como si tuvieras remordimientos.

—Son gajes del oficio.

—¡Eso sí que me lo creo!

—No, yo me refería a lo de estar siempre en guardia…

—Calla un momento —dijo ella.

Alargó la mano para coger sus cigarrillos, que estaban sobre una caja naranja junto a la cama, encendió uno y dio una calada con ganas. El humo salió lentamente de su nariz, lo que hizo que él dirigiera su atención a las gotitas de sudor que se formaban sobre el labio de ella, y al lunar que tenía a la derecha. Desde tan cerca se veía que no era más que una peca algo grande de la que salían dos pelos diminutos, pero por algún motivo seguía excitándolo; y también le gustaba lamer la imperfección de su ombligo algo saliente, como el nudo que cierra un globo rosa.

Siguiendo un impulso repentino volvió a rozarlo con la lengua.

—No te detengas —dijo ella, mientras su mano libre se ocupaba de retener allí la cabeza de él—, y acaríciame. Acariciante como lo hiciste al principio…

Empezó de cara a la mancha de sangre que se oscurecía sobre la sorprendente lividez de su muslo, más allá de su monte de Venus elevado y rojizo; una mancha tan viva como una salpicadura en los azulejos blancos de una sala de autopsias. Cerró los ojos y acarició con más ligereza. Su mano rozó apenas su pecho y continuó hacia abajo, suavemente, siguiendo sus curvas y luego a lo largo de su costado, para detenerse sólo cuando llegó a la áspera piel de sus rodillas. Retrocedió. Volvió a bajar.

—Más —pidió la joven, apagando el cigarrillo en la caja naranja—. Más…

No era necesario. El movimiento de su insistente cadera le había provocado una erección y una fuerte sensación de mareo volvía a apoderarse de él. Sabía que pronto se daría la vuelta, la montaría en busca de ese momento exultante de liberación que sería tan repentino —como cuando cede un gatillo que se ha quedado agarrotado—, y la vería arquearse, gritar y luego desplomarse, un peso muerto debajo de él.

Ella se removió y abrió las piernas.

—¿Ya? —susurró.

—Espera —contestó él con otro susurro, mientras su mano la acariciaba tan ligera como una pluma, cada vez más rápido.

Esperó. Le temblaba todo el cuerpo.

—¡Ahora! —dijo él, dándose la vuelta para arrodillarse entre el abrazo de sus caderas, de espaldas a la ventana—. Rápido, cógela y…

Se había oído una tos justo detrás de él.

—Un cocodrilo —dijo ella enseguida, aferrándose a él y haciendo que se sintiera ridículo: una sartén agarrada por el mango—. No es más que un cocodrilo. A veces hacen esos ruidos.

Se separó de ella y se sentó.

—¿Un cocodrilo? —preguntó, como si la palabra le resultase totalmente desconocida.

—Sí, ya sabes, a veces les gusta subir hasta aquí y descansar en el hueco que hay bajo la casa.

Intentaba atraerlo de nuevo hacia ella.

«El espacio que queda bajo el suelo a duras penas puede llamarse hueco», pensó él, que se había fijado antes, cuando cruzaba las dunas.

—Oye —dijo con una voz tan baja que casi no se oía—, en esta casa hay ceniceros por todas partes. ¿También fuma Ya-sabes-quién? ¿Fuma?

Asintió.

—Sí, pero no tiene…

—¿Cuántos? —musitó—. ¿Cuántos al día? ¿Muchos?

—Sí, bastantes. Unos treinta o cuarenta. Pero…

—¡Calla! —le dijo—. Guarda un silencio absoluto y no te muevas.

—¡Esto es demasiado!

Pero se quedó quieta, aparte del ligero movimiento de su pie derecho. Él escuchó con atención. Se preguntó si debería intentar coger su revólver, que estaba en la pistolera junto a su ropa bien ordenada y con los calzoncillos arriba de todo por si tenía que salir corriendo. La luz de la vela se atenuó aún más y luego llameó sus últimos estertores. Estaba muy, muy excitado.

—Bueno, por lo menos hay alguien que se interesa aún —murmuró con un suspiro, mientras se apoderaba de su erección y empezaba a acariciar con el pulgar su punta resbaladiza.

Se daba cuenta de que ella también estaba cada vez más excitada. Había una mirada extraña en sus ojos, una mirada fija e intensa como la de una serpiente. Se contrajo frente a la suavidad de su palma.

—Ya iba siendo hora de que dejaras de imaginarte cosas —dijo ella, su pulgar cada vez más atareado—. ¿De verdad crees que hace diez minutos alguno de nosotros iba a darse cuenta de que un mosquito le picaba? ¡Por Dios, si debió de pensar que había aterrizado en un toro mecánico! ¡Yo al menos lo pensé!

Soltó una carcajada muy fuerte, asombrado de que una mujer tan joven tuviese unos pensamientos tan maravillosamente lascivos.

—No está mal para mi edad ¿eh? —observó cogiéndola de la mano—, pero no olvides que eso no fue más que el principio.

—Ah ¿sí? —dijo mientras se alzaba hacia él.

La segunda tos surgió justo debajo de ellos; una tos de pecho, brusca.

A ella se le puso la carne de gallina. Se le puso la carne de gallina alrededor de la sangre emborronada en la cara interna de su muslo derecho, y él vio cómo ocurría.

—¡Oh, no! —exclamó la joven—. ¡Vaya gatillazo!

—¡Cállate!

Se le escapó la risa floja.

—¡Se murió de repente! —farfulló—. ¡Me miraba fijamente y en un segundo…!

La golpeó, frenético por evitar que siguiera haciendo ruido, y lo hizo tal vez un poco demasiado fuerte con el canto de la mano, como le ocurría de vez en cuando.

—¿Estás bien? —le preguntó.

No dijo nada, pero sus ojos azules se abrieron mucho.

—Podríamos correr peligro —insistió bajando aún más la voz—. Deja de hacer el tonto.

Los ojos azules ni siquiera pestañeaban.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Una broma es una broma, ¿vale? Coge mi pistola y pásamela, tú estás más cerca.

Una extraña sensación de calor envolvió sus rodillas. Bajó la vista: la vejiga de la joven se vaciaba. Retrocediendo con violencia, aterrizó de pie junto a la cama con un golpe sordo.

Tos.

Los dos búhos ulularon, uno agudo y otro grave.

—¡Cabrón! —explotó, a la vez cogiendo el revólver—. ¡Cabrón! ¡Me las pagarás! ¡Iré a por ti!

Y sin pensar ni preocuparse, como un loco, lanzó a un lado la pistolera vacía y salió corriendo de la habitación, completamente desnudo. Se golpeó con varias sillas, derribó una mesa y, con el hombro por delante, atravesó la mosquitera de la puerta principal para luego saltar desenfrenado del porche al suelo.

Aterrizó mal y cayó despatarrado boca abajo, con la mano izquierda sobre la puntera de una bota de pescar.

Gimió.

Sólo una vez —nunca antes se había sentido tan vulnerable— y se quedó quieto.

Aquella espera por algo que no era capaz de imaginar se le hizo interminable. Aquella forma tan cobarde de arrastrarse en el barro mugriento y apestoso del estuario. Hasta que de repente algo viscoso se deslizó sobre su pantorrilla derecha, haciendo que diera un respingo y moviera la mano: la bota de pescar se cayó de lado.

Estaba vacía.

—Dios mío —sollozó, poniéndose en pie torpemente y luego encorvándose para recuperar su arma—, tanto esfuerzo para nada.

Porque sabía, lo supo incluso antes de mirar a su alrededor, que no vería a nadie en las inmediaciones ni encontraría nada fuera de lo común bajo la casa.

En ese momento reapareció la luna, liberándose del abrazo de una nube, y su luz fría y constante le confirmó con una sola mirada cuánta razón tenía: aquel lugar estaba totalmente desierto. Y cuando oyó una especie de tos se volvió a tiempo de ver a un enorme cocodrilo deslizándose al estuario desde un cenagal cercano.

—Cabrón —dijo con un hilo de voz, e intentó reírse.

Pero no lo consiguió, porque en su cabeza aún la veía claramente: el pelo aparentemente torcido como una peluca, los senos caídos en vez de erguidos. Quizás la pesadilla no había terminado, tal vez no había hecho más que comenzar.

«¡Tonterías! —se dijo a sí mismo, empezando a subir los peldaños de madera que llevaban al porche—. Va siendo hora de que dejes de imaginarte cosas. Será una conmoción cerebral. Nada más. ¿Me oyes?».

Abrió la mosquitera mucho más animado. Primero iría a buscar un cubo de agua fría y se lo arrojaría por encima, luego le encendería uno de sus cigarrillos. Ah, no, estaba bien, estaba perfecta: acababa de encender una cerilla para prender una nueva vela.

O eso imaginó él durante una milésima de segundo, al ver una repentina llamarada en la habitación donde la había dejado. Una llamarada repentina que al instante se convirtió en una claridad cegadora, llena de partículas volantes de cristal, madera, aparejos de pesca, ropa sucia, colchón, hueso, tejido humano y una enorme cantidad de sangre que no era la suya.

La explosión se oyó a más de veinte millas de distancia.