Hamburgo
Enero de 2008
Le estaba esperando.
Lo divisó en cuanto apareció en Erichstrasse, frente al Museo Erótico. Caminaba en su dirección, pero aún no podía verla. Ella retrocedió hacia las sombras de la placita adoquinada. Aquel sería el lugar. La plaza en sí misma no tenía luz, solo la que se colaba desde las calles de ambos extremos, y quedaba aún más ensombrecida por los dos árboles que se alzaban en el círculo de tierra que había en el centro.
Le estaba esperando.
Mientras se acercaba, reconoció su cara. No lo había visto nunca en carne y hueso, pero lo reconoció. Era una cara que rebasaba el ámbito del mundo real. Una cara que conocía de la televisión, la prensa y los carteles de los escaparates. Una cara familiar, aunque de un universo paralelo.
Vaciló por un momento. Siendo quien era, debía de haber otros con él. Ayudantes, guardaespaldas. Retrocedió hacia las sombras. Cuando lo tuvo más cerca vio, sin embargo, que iba completamente solo.
Él no la había visto hasta que llegó a su altura, hasta que ella salió de las sombras y dijo en inglés:
—Hola. Yo le conozco.
El hombre se detuvo sobresaltado. Inseguro.
—Claro —dijo—. Todo el mundo me conoce. ¿Me estabas buscando?
Ella se abrió el abrigo, exhibiendo su cuerpo desnudo, y en la cara del hombre se dibujó una sonrisa. Lo rodeó con un brazo, lo arrastró a las sombras. Él le puso las manos encima, las metió dentro del abrigo, sobre su piel cálida y suave en medio de la noche invernal. Descubrió que su aliento también era cálido cuando ella le puso los labios en el oído.
—Te buscaba… —le dijo.
—Yo no venía para esto —respondió él sin aliento, pero se dejó arrastrar hacia la oscuridad.
—Ni yo he venido a pedirte un autógrafo… —dijo ella, deslizándole la mano por el vientre. Encontrándolo.
—¿Cuánto? —preguntó él, con voz suave pero tensa de deseo.
—¿Cuánto? —Ella lo miró a los ojos y sonrió—. No, cielo, esto es gratis. Tuyo para siempre, no te costará nada.
Le sostuvo la mirada al hombre, pero sus manos se movieron con destreza. Él notó que le aflojaba el cinturón, que le levantaba la camisa, y luego el frío de la noche en su piel desnuda.
Y de pronto se cayó al suelo.
Los adoquines estaban húmedos y fríos, y soltó una risotada de asombro ante su propia torpeza. Se había desmoronado contra el muro de ladrillo de detrás, con las piernas totalmente abiertas. ¿Por qué se había caído? Sentía como si las piernas no le pertenecieran y se las miró extrañado, preguntándose por qué habrían cedido bajo su peso. Entonces levantó la vista hacia la mujer, plantada a horcajadas sobre él, y el fuego de sus ojos lo aterrorizó. Vomitó sin previo aviso, sin sentir náuseas primero. Un repentino escalofrío lo recorrió de arriba abajo, hasta los mismísimos huesos. Miró el vómito desparramado por su pecho y por los adoquines cercanos. Relucía con un brillo negro rojizo a la tenue luz de la plaza.
Levantó la vista otra vez, como si ella pudiera explicarle por qué se había caído, por qué había tanta sangre. Entonces la vio: la esquirla de acero que destellaba en su mano enguantada. Sintió algo cálido y húmedo bajo la ropa. Encontró con dedos temblorosos el frente de la camisa y se la abrió de un tirón. Los botones saltaron en la oscuridad y rodaron por los adoquines. Tenía el vientre abierto y, a la media luz, vio que le salía un bulto de la herida: algo gris, húmedo y reluciente con vetas rojizas. De su vientre rajado subía un vaho que se diluía en el aire de la noche. La sangre manaba rítmicamente de la herida, con el mismo compás que los latidos que resonaban en sus oídos. Tenía frío. Y sueño.
La mujer se agachó sobre él y utilizó la hombrera de su carísimo abrigo para limpiar la hoja ensangrentada. Luego, con la misma destreza y precisión con que lo había acuchillado, le registró los bolsillos. Después de quitarle la agenda, la billetera y el teléfono móvil, volvió a inclinarse a su lado. El hombre sintió una vez más en el oído el calor de su aliento.
—Diles quién te ha hecho esto —le susurró todavía en inglés; todavía seductora—. Cuéntales que ha sido el Ángel quien te ha abierto las entrañas… —Se puso de pie, guardándose el cuchillo en el bolsillo del abrigo—. Asegúrate de decirlo antes de morir…