Mecklemburgo
1995
Todas las hermanas, pensó, se reflejan entre sí.
Ute permanecía sentada y se miraba a sí misma en su reflejo más joven: Margarethe. Margarethe parecía cansada. Y triste. A Ute le dolía verla así. De pequeñas parecía como si la energía hubiera sido repartida de manera desigual entre ambas: Margarethe había sido siempre la hermana más alegre, la más lista, la más guapa. A Ute le dolía también ver a su hermana en un sitio como aquel.
—¿Recuerdas —dijo Margarethe, mirando el cristal azulado de la ventana— cuando éramos pequeñas? ¿Recuerdas que fuimos a la playa, miramos el lago Schaalsee y dijiste que un día lo cruzaríamos en barco y nos iríamos al otro lado de Alemania, o a Dinamarca o a Suecia? Me dijiste que no estaba permitido. ¿Recuerdas cómo me enfadé?
—Sí, Margarethe, lo recuerdo.
—¿Puedo contarte un secreto, Ute?
—Claro, Margarethe. Para eso están las hermanas. Igual que cuando éramos pequeñas. Entonces siempre nos contábamos nuestros secretos. Por la noche, cuando ya habían apagado las luces, cuando podíamos susurrarnos tranquilamente sin que mamá y papá nos oyeran. Venga, cuéntame tu secreto.
Estaban sentadas a la mesa, cerca de la ventana que daba a los jardines. Hacía un día espléndido y soleado, y los macizos de flores se veían repletos, aunque la vista quedaba levemente teñida de azul cobalto por el grueso cristal de la ventana. «Debe de ser —pensaba Ute— porque es un cristal especial. De ese tipo que no se puede romper». Al menos era mejor que mirar entre rejas.
Margarethe miró con suspicacia a los demás pacientes, a las visitas y los cuidadores. Luego volvió a aislarse, reduciendo todo el universo a sí misma, a su hermana y a aquella vista teñida de azul. Se echó hacia delante con aire confidencial para hablarle a Ute. En ese momento se convirtió otra vez en la niña preciosa que había sido. En la misma niña preciosa.
—Es un secreto terrible.
—Todos tenemos alguno —dijo Ute, posando la mano sobre la de su hermana.
—Necesitaré mucho tiempo para contártelo. Montones de visitas. No lo he contado nunca, pero ahora he de contárselo a alguien. ¿Volverás para verme y escuchar mi secreto?
—Claro que sí. —Ute sonrió con tristeza.
—¿Recuerdas cuando se llevaron a mamá y a papá? ¿Recuerdas cómo nos separaron y nos enviaron a distintas residencias?
—Ya sabes que sí. ¿Cómo iba a olvidarlo? Pero no hablemos ahora de esas cosas…
—A mí me enviaron a un sitio especial, Ute. —La voz de Margarethe se había convertido en susurro sibilante—. Dijeron que yo era diferente. Que era especial. Que podía hacer por ellos cosas que otras chicas no podían hacer. Me dijeron que podía convertirme en una heroína. Me enseñaron a hacer cosas, cosas terribles. Tan malas que nunca te las he contado. Nunca. Por eso estoy aquí. Ese es mi problema: todas las cosas espeluznantes que tengo en la cabeza… —Frunció el ceño, como abrumada por el peso de lo que contenía su mente—. No estaría aquí si no me hubieran enseñado a hacer cosas tan terribles.
—¿Qué cosas, Margarethe?
—Te lo voy a contar. Ahora te lo cuento. Pero tienes que prometerme que, después, tú te encargarás de arreglarlo todo.
—Te lo prometo, Margarethe. Eres mi hermana. Te prometo que lo arreglaré todo.