Fabel, Vestergaard y Van Heiden se habían sentado en la parte trasera de un autobús de la policía con cristales tintados. Allí reinaba la calma; afuera había un tremendo alboroto de policías, forenses y periodistas moviéndose por todas partes.
—¿Estáis bien? —les preguntó Fabel a los dos, aunque su pregunta iba más bien dirigida a Van Heiden, que permanecía cabizbajo, con los codos en las rodillas y la mirada perdida en el suelo del vehículo.
—¿Por qué tengo la sensación de haber participado en un suicidio asistido? —dijo Van Heiden.
—Hemos hecho lo que debíamos —dijo Vestergaard—. Nosotros habríamos sido los siguientes.
—Supongo que con esto se termina el caso de la Valquiria —le dijo Van Heiden a Fabel.
—Sí, supongo —dijo él—. Solo quedaría atrapar a la persona que instigó y financió todos estos asesinatos: Gina Brønsted.
—¿Pero…? —Vestergaard captó la duda en su expresión.
—Anke Wollner mató a Halvorsen en Noruega; probablemente a Vujačić en Copenhague; a Westland, Lensch, Claasens y Sparwald aquí, en Hamburgo. Sé por qué y para quién los mató. —Fabel frunció el ceño—. Pero todavía no sé quién era el Ángel original de Sankt Pauli; no es lógico que fuese Wollner. Y como bien sé por la visita que me hizo, hay todavía una tercera Valquiria suelta, Liane Kayser.
—Que evidentemente lleva una vida normal y no tiene nada que ver con todo esto —dijo Van Heiden.
—Quizá… pero ella me dejó bien claro que está dispuesta a matar para proteger esa vida. —Fabel se encogió de hombros y se puso de pie—. Bueno, he de ir al hospital a hacer una visita.
—¿Anna Wolff? —preguntó Van Heiden.
—Anna Wolff —dijo Fabel—. He de hablar con ella de su futuro.