5

No era la tarde ideal para un paseo por la playa.

Azotadas por el viento, las aguas del Elba se estrellaban espumeantes contra la costa, que estaba cubierta de una densa niebla gris. El hombre tenía hundidos los puños en los bolsillos del abrigo y llevaba un gorro de lana ceñido sobre las orejas, pero caminaba con la cabeza erguida y la cara humedecida expuesta al viento. Solo dos veranos atrás había paseado por allí con su esposa. Habían hablado del futuro, de que quizá ya era el momento de tener hijos.

Se detuvo y observó la silueta borrosa de niebla de un buque de carga que bajaba por el Elba y se internaba en el canal que quedaba más allá de Ness-Sand, la isla reserva natural. El buque se veía oscuro y enorme a la luz vacilante, y su bocina resonó al pasar como el bramido quejumbroso de un dinosaurio perdido en la niebla.

Se había vuelto otra vez de cara al viento para continuar su paseo cuando vio una figura a lo lejos. Otra sombra en la penumbra gris. La figura permanecía inmóvil, observando el barco. O nada en particular. Ya estaba más cerca. Vio su perfil y las hebras rubias bajo el gorro de lana. Una mujer.

—Hola.

La mujer se sobresaltó y se volvió hacia él. Sacó las manos de los bolsillos bruscamente y las mantuvo pegadas al cuerpo. A él por un momento le pareció que iba a atacarle.

—Lo siento —le dijo—. No quería asustarla.

—Paseando —dijo ella—. Solo estaba paseando.

—¿Se encuentra bien?

Ella lo miró con una expresión terriblemente vacía que lo dejó consternado. Fue solo un momento. Enseguida sonrió.

—Perdón —dijo—. Sí, me ha asustado. No es culpa suya, es la niebla.

—¿Seguro que se encuentra bien? —La inquietud que denotaba su voz era sincera.

La mujer se encogió de hombros humildemente.

—La verdad es que estoy algo perdida. He aparcado el coche en algún lado… —Señaló vagamente el paseo marítimo con su mano enguantada, en dirección al muelle del ferry—. Necesitaba un poco de aire fresco. Un paseo. No contaba con que la niebla se volvería tan densa.

—No hace una noche para pasear por la playa —dijo él.

—¿Y usted, qué? —replicó, sonriéndole otra vez.

Ahora se fijó por primera vez en lo guapa que era. Muy distinta de Silke, su esposa, pero guapísima.

—Vivo cerca de aquí. Conozco el terreno.

Ella levantó la vista hacia donde se alzaba Blankenese en la niebla: una masa oscura salpicada de luces amarillas.

—¿Vive aquí?

—Sí… —dijo, señalando—. Justo ahí delante.

—Entonces, ¿podría acompañarme por favor hasta el camino? —le preguntó ella—. Ya no recuerdo por dónde he cruzado el muro para llegar a la playa.

—Claro —dijo. Le tendió la mano—. Me llamo Svend Langstrup.

—Yo, Birta. Birta Henningsen.