Pöseldorf era una de las zonas más de moda de Hamburgo. Las propiedades eran caras y las tiendas y restaurantes exclusivos. Pero había empezado siendo un barrio pobre y su trazado era un laberinto de calles adoquinadas.
Anke utilizó todas las callejas y pasajes de acceso que pudo, incluso saltando tapias, para evitar las calles principales. Acabó desembocando en Hallerstrasse, junto a los estudios de televisión y el estadio de tenis Rotherbaum. Había coches aparcados a lo largo de toda la calle, la mayoría eran últimos modelos carísimos, con sistemas de alarma e inmovilización muy sofisticados. Siguió caminando. Tendría que volver a pie al sitio donde había dejado su coche. Era necesario que lo sacara de la zona antes de que lo trataran como un vehículo abandonado, porque eso automáticamente le proporcionaría a la policía su identidad y su dirección. Lo había dejado a cierta distancia del Alsterpark para sentirse más segura; una decisión que lamentaba ahora, a cada paso que daba. Le palpitaba la pantorrilla y había empezado a dolerle toda la pierna, debido a la repentina contractura provocada por el impacto de la bala. El trayecto no habría sido tan largo si hubiera podía seguir directamente por Mittelweg, pero sabía que la policía estaría a aquellas alturas parando a cualquier mujer que caminara sola, así que se vio obligada a seguir una ruta sinuosa que triplicaba, o más, la distancia a cubrir.
Sintió un gran alivio al doblar la esquina y ver su Lexus Saloon donde lo había dejado. Se hundió en el asiento de cuero y extendió la pierna herida, permitiéndose un momento de descanso. Deslizó la mano por detrás de la bota y palpó el cuero humedecido. Cuando llegara a su apartamento tendría que suturar la herida, cosa que, dada su ubicación, no iba a ser fácil.
Apoyando la cabeza en el respaldo, Anke cerró un momento los ojos. Se volvió bruscamente al oír que alguien golpeaba la ventanilla con los nudillos.
Sonrió y bajó el cristal. Estudió la situación: una joven policía —muy joven— sola y sin experiencia, patrullando a pie. Mientras todos los demás buscaban a la asesina del Alsterpark.
—¿Este vehículo es suyo?
—Sí. ¿Hay algún problema?
—Lleva demasiado tiempo aparcado aquí. Tendré que ponerle una multa. ¿Su nombre, por favor?
«Vas a comprobar mi nombre en la base de datos —pensó Anke—, y ya has informado por radio de la matrícula». Acabaría saliendo todo a relucir más tarde. Su identidad, su dirección.
—Jana Eigen —dijo. Era el nombre que había usado durante los últimos diez años. Un nombre que se había vuelto casi tan real como Anke Wollner ahora ya inservible.
—¿Podría ver su documento de identidad y su permiso de conducir?
La joven agente se esforzaba en aparentar autoridad. Anke calculó que no pasaría de los veintitrés años; guapa, con el pelo oscuro recogido bajo la gorra. Su impermeable azul de policía era al menos de una talla más grande, lo cual le confería un aspecto aniñado.
—Claro —dijo Anke, metiendo la mano en el bolso, que reposaba en el asiento del copiloto—. Aquí está.
Con el primer disparo le dio en la garganta. La agente se desmoronó junto al coche. Anke se apresuró a abrir la puerta, pero el cuerpo caído le impedía hacerlo del todo y tuvo que salir apretujándose por la estrecha abertura, lo que le produjo un gran dolor en la pierna. La joven agente yacía boca abajo, con aquel enorme impermeable azul inflado como el caparazón de una tortuga en el que figuraba la palabra POLIZEI estampada en letras blancas. Salía de ella un repulsivo gorgoteo y parecía que trataba de alejarse a rastras. Anke le disparó otra vez en la nuca y se quedó inmóvil. Ya sonaban gritos de los transeúntes. Tenía que darse prisa. El cadáver le obstruía el paso, así que lo arrastró para quitarlo de en medio. Luego se puso otra vez al volante y salió a toda velocidad.
Tendría que abandonar el coche. Debería encontrar un lugar seguro.