Anke Wollner se volvió rápidamente, poniendo delante al rehén como un escudo. Sabía, desde luego, que habría otros agentes del MEK y de la policía criminal que se aproximarían por su espalda, pero la principal amenaza la tenía delante. Los seis hombres del MEK se habían repartido en tres parejas. Una formación estándar, según el manual.
Vio a la otra policía, la mujer con ropa de footing. Le estaba diciendo a gritos que no se moviera. Anke le disparó dos veces en ambas piernas. Ella se derrumbó y empezó a chillar. Anke le apuntó a la cabeza, pero vio que los agentes del MEK avanzaban ya hacia ella: tres moviéndose, tres cubriéndolos. Le disparó al primero a la cara. Los otros abrieron fuego, pero sus balas salieron desviadas. Evidentemente, temían darle al rehén. Disparó otros dos tiros. Falló el primero; el segundo le reventó el lateral del cráneo a un agente MEK. Dos polis muertos, una gravemente herida. Se retirarían para evitar víctimas civiles. Anke retrocedió hacia Harvestehuder Weg cubriéndose con el rehén. El tipo temblaba violentamente y le costaba manejarlo. Echó una mirada atrás y vio a un par de polis agazapados tras un coche. Disparó a las ventanillas, haciéndolas trizas y provocando una lluvia de cristales. Disparó tres balas al depósito y luego otra al asfalto, donde la gasolina había empezado a derramarse. Con las chispas que saltaron en la calzada se extendió una llamarada y la parte trasera del coche se alzó por los aires mientras estallaba el depósito. Oyó alaridos detrás del vehículo; otros agentes venían corriendo. Vio que un coche frenaba chirriando en Harvestehuder Weg, obedeciendo a las señas de un policía de uniforme.
Anke soltó al rehén y echó a correr hacia el coche. En plena carrera, se volvió y le disparó una sola vez en el estómago. El hombre se desmoronó, vomitando sangre sobre la calzada mojada. Luego empezó a dar gritos; tendrían que ocuparse de él. Mientras continuaba corriendo hacia el coche, Anke oyó fuego de automáticas. Notó un impacto en la pantorrilla y las balas no dejaban de revolotear furiosas zumbando a su alrededor, pero no se detuvo. Ellos tenían que controlar sus disparos. Había casas a la izquierda y una bala perdida podía acabar con un peatón. Esa era su desventaja número uno. A ella no le preocupaba quién resultara muerto o herido. A ellos, sí.
El agente uniformado situado a su izquierda se giró y se llevó la mano a la pistola. Anke continuó su carrera, sujetando la Beretta con el brazo extendido, y le pegó dos tiros en el pecho. Sabía que él no llevaría chaleco antibalas. La conductora del coche, una chica joven, permanecía boquiabierta ante el volante. Anke le abrió la puerta y la sacó de un tirón del vehículo, un Volkswagen Polo. Luego le disparó en las piernas: otra baja para entretener a sus perseguidores. Arrancó y salió disparada marcha atrás por Harvestehuder Weg. Sonaron más disparos y el parabrisas se hizo añicos, pero Anke no se volvió siquiera. Si habían de darle, le darían. Su única posibilidad era salir de allí lo más aprisa posible. Hizo un giro de ciento ochenta grados, derrapando en la calle mojada, y volvió a pisar a fondo el acelerador. Vio luces azules en el retrovisor.
Iban tras ella.
«Lo que sucede en una persecución en coche —le había dicho tío Georg— es que la policía casi siempre gana. Hazles creer que se han metido en una persecución y abandona el vehículo tan pronto como puedas».
Giró por Pöseldorfer Weg a toda velocidad con neumáticos chirriantes. Volviendo a doblar bruscamente a la derecha, se metió en un callejón sin salida. Frenó junto a la acera y dio marcha atrás para situarse detrás de otro coche. Vio que las luces azules pasaban parpadeando a su espalda. Un segundo patrullero redujo la marcha, casi se detuvo a la entrada del callejón para echar un vistazo; luego aceleró y siguió al primero.
Anke se bajó lo más aprisa que pudo, pero la pierna se le estaba poniendo rígida. Notaba la humedad en el zapato y en la pernera del pantalón. No podía mirar ahora. Tenía que huir; poner tierra de por medio y alejarse cuando antes del coche.
Aún llevaba el bolso colgado en bandolera. Quitó el cargador vacío de la recámara y metió otro nuevo. Recorrió sin cojear la calleja y se coló bruscamente a la izquierda por la verja de una casa. Vio que era una mansión imponente dividida en apartamentos. Caminó hasta la puerta principal como si lo hubiera hecho toda su vida y examinó los nombres del interfono. Había un apartamento con dos apellidos distintos; no era seguro ni mucho menos, pero supuso que estaría ocupado por una pareja joven sin hijos. Probablemente estarían en el trabajo. Pulsó el botón. No hubo respuesta, que era lo que quería. Entonces empezó a pulsar todos los demás botones hasta que alguien respondió. Una voz de anciana.
—Traigo una entrega —dijo Anke.
El cerrojo zumbó. Anke abrió de un empujón, metió la punta del zapato para que no se cerrase del todo y volvió a llamar al piso de la anciana.
—Perdone —dijo—. Me he confundido de dirección. Creía que esto era Pöseldorfer Weg.
Tras escuchar las quejas de la mujer, Anke se deslizó dentro y cerró la puerta con sigilo. Permaneció inmóvil un momento, recobrando el aliento y aguzando el oído, por si había levantado las sospechas de la vieja y se oía algún ruido en la escalera. Cuando se convenció de que estaba sola subió al primer piso. Encontró el apartamento que buscaba y abrió la cerradura con una ganzúa.
Una vez dentro, registró cada habitación para comprobar que estaba totalmente vacío. Miró el suelo de madera. Había dejado huellas ensangrentadas por todo el pasillo, lo cual significaba que había un rastro por toda la escalera, y seguramente desde el coche. Aun suponiendo que no fuera visible, a un perro de la policía le resultaría muy fácil seguirlo. Tenía que darse prisa. Entró en el dormitorio y revisó el ropero de la mujer. Era todo de una talla más grande que la suya, pero no importaba: si hubiera sido de una talla menos no le habría servido. Extendió sobre la cama varios pantalones, suéteres y chaquetas y escogió rápidamente. También encontró un bolso de bandolera para reemplazar el suyo. Algo más pequeño, pero serviría.
El baño era muy reducido, y tuvo que apoyarse contra la pared mientras se quitaba los zapatos, los pantalones y los pantis, dejando un charco de sangre en las baldosas. Giró la pierna para examinar la herida. La bala no se había alojado en la pantorrilla; se había abierto paso arrancándole un trozo de carne. No había bañera, pero Anke tomó la alcachofa de la ducha y se pasó agua caliente por la herida antes de envolverse la pantorrilla con una toalla bien ceñida. Encontró el cajón del botiquín y lo volcó en la pila. Tomando una segunda toalla, la empapó de antiséptico. Había una venda todavía en su envoltorio, pero ningún otro tipo de apósito. Volvió al dormitorio y registró los cajones hasta encontrar un paquete de compresas.
De nuevo en el baño, se quitó la toalla de la pierna y puso la otra, empapada de antiséptico, sobre la herida. Un dolor ardiente la recorrió como una explosión. Reprimió un grito, convirtiéndolo en un ruido inhumano entre sus dientes apretados. Aplicando un par de compresas a la herida, las fijó firmemente con la venda. Al terminar, se lavó las manos y se limpió el sudor de la frente. Había una foto en el tocador, presumiblemente de la pareja que vivía en el apartamento. La mujer era alta y delgada como Anke, y no parecía una talla entera más grande, pero tenía el pelo oscuro y un tono de piel oliváceo. Llevaba más maquillaje, y más oscuro, del que solía ponerse ella, y Anke se pasó cinco minutos frente al espejo aplicándose su colorete hasta cambiar por completo de aspecto. Luego se puso la ropa que había escogido y se calzó por debajo de los pantalones unas botas que le llegaban hasta la rodilla. Tuvo que hacer un esfuerzo para subir la cremallera de la izquierda por encima de la herida, pero le pareció que la propia bota ayudaría a mantener el vendaje en su sitio.
Cuando se hubo puesto toda la ropa, incluido un abrigo hasta el tobillo y un gorro tipo boina, se miró en el espejo. Una mujer distinta de distinto estilo, con otra historia, otra vida.
Antes de abandonar el piso, Anke trató de decidir qué hacer con las prendas que se había quitado. Estarían llenas de restos de ADN. Aunque por otro lado, pensó, había dejado muestras de su ADN por la mitad de Hamburgo. Esta vez no había distancia forense que valiera.
Todo había terminado, eso lo sabía. Tío Georg estaba muerto. O preso. Ya no podía seguir en Hamburgo. Tenía otras identidades a las que recurrir, y dinero suficiente para vivir el resto de su vida. Quizás esto podía constituir un nuevo comienzo. Las siguientes veinticuatro horas lo dirían.
Metió la Beretta, los cartuchos, su cuchillo de policarburo y la caja de compresas en el bolso. Se acercó a la ventana y examinó la calle. Parecía tranquila, pero se oían sirenas por los alrededores. Tendría que atravesar la zona y salir de Pöseldorf.
Luego sería libre.