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Ella lo intuyó. Intuyó que Fabel estaba titubeando. Sabía que tenía que ser él, el jefe de la brigada de homicidios, quien dirigía la operación. Soltó una maldición y se dijo que era una estúpida. Después de tantos años, de tantos mensajes cifrados y tantas citas con tío Georg, no se le había ocurrido que podía ser una trampa. Debería habérselo pensado mejor. Sobre todo con ese otro anuncio, publicado donde no correspondía.

—Tengo mujer e hijos —dijo el hombre al que mantenía bien sujeto, enlazándolo con el brazo—. Por favor no me mate.

Ella le apretó contra las costillas el cañón de su Beretta PX4 Storm automática.

—Si fuese a matarlo ya estaría muerto. Si le ocurre algo, será culpa de la policía. Yo sé lo que me hago y ellos, no. Si quiere salir vivo y volver a ver a su esposa y a sus hijos, cierre el pico y continúe caminando. Una vez que estemos fuera del parque y pueda perderme entre la multitud, lo soltaré.

Mantuvo el paso sin apresurarse. Había sido el policía que la seguía y que había recortado distancias cuando ella se acercaba al banco el que la había alertado en primera instancia. Y luego aquella idiota fingiendo hacer footing. Pero, desde luego, a veinte metros se había dado cuenta de que no era tío Georg quien estaba en el banco. Era una trampa torpe, estúpida, y ella había sido lo bastante torpe y estúpida para caer.

«Me está mirando ahora mismo, pensó. Me apostaría cualquier cosa a que está en un piso alto de Harvestehuder Weg».

—Incline la cabeza hacia mí —le susurró al hombre. Era alto, casi diez centímetros más que ella—. Haga como si fuéramos una pareja y estuviera hablándome.

Quizá su maniobra había funcionado, pensó; quizá la habían descartado y estaban buscando a otra mujer que se acercase sola. Pensó en el hombre con el que iba del brazo. El falso tío Georg debía de haberla mirado cuando había pasado junto al banco, pero ella había vuelto la cara como si contemplara el lago. Solo este hombre la había visto de cerca. Si conseguía salir del parque y adentrarse en Pöseldorf, se lo llevaría a un callejón. No tenía silenciador en la pistola; lo liquidaría con el cuchillo.

Eso si conseguía salir de allí.

Habían dejado atrás hacía dos segundos la furgoneta del departamento de Parques y Jardines, con un corrillo de operarios fumando fuera. Le daban ganas de mondarse: al menos podrían haber puesto a algún agente viejo u obeso para disimular. Aquellos operarios parecían llevar pintado en la cara el rótulo de las fuerzas especiales, la unidad MEK de la Polizei de Hamburgo. Eran seis, seguramente con chaleco antibalas bajo el mono de trabajo. Sabía muy bien que aquellos hombres podían moverse de prisa y seguir su ritmo sin problemas durante una larga persecución. Para llegar a ser miembro del MEK de la Polizei de Hamburgo tenías que hacer los tres mil metros en menos de trece minutos y medio. Pero el chaleco ralentizaría su marcha. A las piernas y a la cabeza; si llegaban a ese punto, dispararía a las piernas y a la cabeza. Tenían una enorme ventaja numérica y material, pero ella disponía de una gran ventaja: sabía que actuarían de acuerdo con el manual. Haciendo las cosas como es debido.

Fabel la seguía observando y titubeando, estaba segura. Cada segundo que se entretuviese vacilando la aproximaba a la salida, a las calles y al tumulto de la gente. Una vez allí, podría escabullirse. Y si salían tras ella, estaba dispuesta a causar estragos. Los despistaría entre una oleada de víctimas civiles.

El cuchillo de policarburo. La Beretta. Y tres cargadores de repuesto, cada uno de catorce balas, en el bolso que llevaba al hombro.

Veía al fondo Alsterchassee. La clave era no echar a correr. Mantuvo la calma. Sujetó al rehén con la misma firmeza. Ya casi llegaba. Fabel no iba a dar la alarma. No iba a darla.

Tío Georg.

Tenían a tío Georg. Entonces cayó en la cuenta. No: no lo tenían. Estaba muerto. Hurgó en su interior tratando de sentir algo. Tuvo que hurgar mucho. Apenas sentía nada.

Pensó en las conversaciones que habían mantenido. Pensó en aquella época, cuando tenía quince años y él le había enseñado todo lo que sabía. Se recordó sentada en el césped, frente al centro de entrenamiento, en un día de verano. El sol le rozaba el cuello. Recordó el zumo de naranja helado que habían bebido juntos y aquellos breves instantes que habían pasado —tío Georg, Liane, Margarethe y ella— charlando de fruslerías, de asuntos intrascendentes.

«Este es un momento de oro —había dicho tío Georg—. Entre los encuentros, debéis disfrutar estos momentos. Saborearlos».

Y en aquel momento de oro ella había sentido de verdad que las otras eran sus hermanas; que el tío Georg era realmente su tío. Había vislumbrado un tipo de vida que realmente nunca había conocido. Una mentira perfecta para un momento perfecto. Pero aun siendo una mentira, le había permitido intuir cómo habría sido formar parte de una familia.

Y ahora el tío Georg estaba muerto.

Por un instante, en mitad del gélido invierno de Hamburgo, sintió la calidez de aquella lejana tarde veraniega. Ahora sí encontró el dolor, la pena que había buscado en su interior.

Fue entonces cuando oyó que corrían tras ella, que le gritaban para que soltase al rehén y se quedara quieta.

Después de todo, Fabel sí había dado la alarma.