8

Aquello venía a ser, supuso Fabel, como montar el plató para una escena de cine. Todo había de revestir una apariencia de normalidad, de realismo, pero nada era lo que parecía. Nadie era lo que aparentaba.

Le resultaba extraño estar allí, dirigiendo una gran operación a solo unos centenares de metros de donde antes vivía. Se conocía la zona como la palma de su mano.

Fabel —nombre en clave Káiser Uno— estaba en el tercer piso de una de las grandes mansiones de Harvestehuder Weg, desde donde se divisaban los árboles y gran parte del Alsterpark e incluso el Alster exterior. La Polizei de Hamburgo había conseguido el permiso del propietario, un eminente hombre de negocios deseoso de mostrar su disposición a colaborar con las autoridades. Era la mejor atalaya que habían encontrado. Desde allí, con ayuda de unos prismáticos, Fabel veía prácticamente todo lo que sucedía en la zona del Fährdamm: el muelle de los pequeños ferris de color rojo y blanco que cruzaban el Alster, el lago interior de Hamburgo. Junto al Fährdamm, y bordeando toda la orilla, discurría el Alsterpromenade. Si finalmente ella se presentaba a la cita, llegaría por el Alsterpromenade o bien por la avenida arbolada que bajaba desde Pöseldorf al Fährdamm. Podía aparcar un coche allí, si quería. Desde su puesto, Fabel veía la furgoneta del ayuntamiento en la cuneta de la avenida, con un grupo de empleados fuera fumándose un cigarrillo: la unidad del MEK que había solicitado como refuerzo.

Junto al embarcadero del ferri había un bar, cerrado a aquella hora y, al otro lado, una hilera de bancos donde podía sentarse la gente y contemplar la vista del lago. Los bancos solo los veía Fabel en parte, porque incluso en invierno quedaban medio ocultos por una maraña de ramas desnudas.

Una gruesa figura de pelo gris estaba sentada en un banco: Káiser Dos, Werner. Fabel sintió una punzada en el pecho: Werner parecía demasiado grueso para ser Drescher, el chaleco antibalas Kevlar le daba excesiva corpulencia. ¿Y si ella no picaba? La Valquiria llevaba casi veinte años reuniéndose de ese modo con Drescher. ¿Y si se olía la trampa a distancia? ¿Y si se largaba sin más, dando por descontado que Drescher debía de estar muerto o preso, y que su relación había sido descubierta? La sola idea de que la Valquiria pudiera quedar libre, ilocalizable y fuera de control, le produjo un escalofrío.

—Se acerca una mujer —dijo por radio uno de los agentes camuflados—. Creo que viene de Milchstrasse.

Fabel la enfocó con los prismáticos. Era alta y delgada, pero no habría podido precisar su edad, y el pelo lo tenía oculto bajo un grueso gorro de lana. Llevaba un bolso al hombro.

—Está bajando hacia el sendero —dijo el agente.

—Síguela —ordenó Fabel—. Werner, se te acercará por la derecha. Recuerda lo que hemos hablado.

Como estaba previsto, Werner no respondió por radio. Abrió su ejemplar del Hamburger Morgenpost y le dio la espalda a la mujer, apoyando el brazo en el respaldo del banco como para desplegar las páginas con más comodidad.

—Se está aproximando —dijo Fabel por radio, mientras con la otra mano mantenía los prismáticos fijos en la figura de la mujer. No caminaba deprisa, casi parecía pasear—. Herzog Cinco… recorta las distancias con ella. Quiero que estés listo para ayudar a Káiser Dos si es necesario.

Fabel veía al agente que la seguía. Más atrás, había una joven con chándal haciendo estiramientos contra los barrotes de la barandilla: Anna Wolff. Deslizando los prismáticos a lo largo del camino, más allá de Werner, había un hombre y una mujer con elegantes abrigos oscuros y ropa de ejecutivos que permanecían de pie enfrascados en una conversación: otros dos policías infiltrados. El que le seguía los pasos a la mujer, Herzog Cinco, era un joven agente vestido de modo informal, con una sudadera negra con capucha. Había recortado la distancia que le separaba de ella, tal como le habían ordenado. Inesperadamente, la mujer se detuvo y se apoyó en la barandilla, junto al agua. Parecía contemplar la otra orilla del Alster y las agujas lejanas que se alzaban sobre la ciudad.

—Mierda —dijo Fabel—. No te detengas, no te detengas… —masculló, para que el agente continuara caminando. Así lo hizo. Siguió adelante sin cambiar de ritmo y pasó de largo junto a ella.

—Está a unos cien metros del banco —dijo el agente por radio—. Voy a dejar atrás a Káiser Dos. Hay otro banco veinte metros más allá. Me sentaré ahí y esperaré.

—No —dijo Fabel con firmeza—. Toma el sendero que va hacia Milchstrasse y regresa atajando por Harvestehuder Weg. Herzog Cuatro, ¿dónde estás?

—Sigo en mi puesto —respondió Anna Wolff—. En la esquina sudoeste. Tengo a la mujer a la vista.

—Ve para allá tan aprisa como puedas sin que se note. Herzog Seis y Siete, seguid donde estáis, pero listos para actuar.

Observó cómo empezaba Anna a correr suavemente hacia donde se encontraba la mujer.

—Se ha puesto otra vez en movimiento —dijo Anna por radio.

Fabel movió los prismáticos a lo largo del camino.

—Listas todas las unidades.

Ahora la mujer estaba a menos de diez metros de Werner. Cinco. Dos.

Pasó de largó sin echarle siquiera un vistazo.

—¿Sigo tras ella? —preguntó Anna.

Fabel aún la observaba con los prismáticos. Vio que saludaba a un hombre que había aparecido por el otro lado y que se colgaba de su brazo. Observó que la pareja dejaba el Alsterpromenade y se dirigía a Pöseldorf por la avenida arbolada.

—Obviamente no es ella. Estaba esperando a otro.

Sintió que se le caía el alma a los pies. En ese momento supo que ella no acudiría. Debía de estar haciendo lo mismo que él: observar la zona de lejos con unos prismáticos sin que la peluca y el grueso torso de Werner acabaran de convencerla.

—Permaneced alerta —dijo Fabel por radio—. Quizá todavía vaya a presentarse.

Recorrió con los prismáticos el Alsterpromenade, partiendo del sur y resiguiendo la orilla hasta el Fährdamm. Nada. Vio a Werner, todavía sentado en el banco. Observó a la pareja que caminaba por la avenida tomada del brazo y pasaba frente a los agentes del MEK camuflados como empleados del parque. Vio que Anna, con su chándal oscuro de licra, adelantaba a la pareja y seguía corriendo como si nada.

—Herzog Cuatro —le dijo Fabel por radio—. Da media vuelta y regresa a tu posición.

Anna no respondió.

—Herzog Cuatro, ¿me oyes? Sitúate…

A través de la radio oyó jadear a Anna mientras continuaba corriendo. La observó con los prismáticos. Ahora se detuvo y se dobló sobre sí misma, con las manos en las rodillas, como exhausta después de un largo recorrido (mucho más largo que el breve trayecto que acababa de hacer). La pareja, siempre del brazo, pasó junto a ella.

Anna se enderezó y se puso las manos en la región lumbar, estirando la columna, con aparente despreocupación.

—¡La Loba! ¡La Loba! ¡La Loba! —susurró por radio, con una voz acuciante y llena de excitación. Fabel volvió a observarla con extrañeza; parecía totalmente despreocupada. Entonces lo recorrió una oleada de adrenalina, ralentizando el tiempo.

—Herzog Cuatro a Káiser Uno. Contacto visual con la Loba.

—¿Dónde? ¿Dónde está? —gritó él por radio.

—La pareja —dijo Anna—. Es ella. No estoy segura, pero diría que tiene al tipo a punta de pistola. Ha visto a Werner, se ha olido la trampa y ha cogido al tipo para camuflarse.

—Mierda. —Fabel se maldijo y se apresuró a pulsar el botón de emisión para llamar a la unidad MEK—. Lobo Cinco. Parece que hay una posible situación con rehén.

—Lo hemos oído —dijo el comandante del MEK—. En ese caso, hemos de atraparla antes de que salga del parque y llegue a Pöseldorf. ¿Procedemos?

Fabel titubeó.

—Herzog Cuatro. ¿Estás segura de que es la Loba?

—No puedo asegurarlo, Káiser Uno. Lo tiene sujeto del brazo con fuerza y el tipo no parece nada contento. Está muy pegada a él; podría estar clavándole un arma en las costillas.

—Lobo Cinco a Káiser Uno. ¿Procedemos o no?

Fabel observó a Anna con los prismáticos: todavía interpretaba su papel de corredora exhausta. Vio que la mitad de los agentes MEK vestidos de operarios habían desaparecido en la trasera de la furgoneta. Enfocó de nuevo a la pareja, que seguía caminando sin prisas hacia la salida. Si no era la Valquiria, no tenían nada que perder. Si lo era, entonces ella sabía perfectamente que los tenía encima. Identificaría a cualquiera que tratara de seguirla hacia la calle. Si Fabel dejaba que se fuera, quizá soltara al rehén sin hacerle daño. O quizá no.

La otra opción era tratar de detenerla en el parque. Las posibilidades de que el rehén saliera con vida eran bajas; y podía ser muy bien que algún agente resultase herido o muerto.

—Lobo Cinco a Káiser Uno… —Fabel percibió la impaciencia en la voz del comandante del MEK—. Repito: ¿procedemos o no?

Fabel se llevó la radio a los labios.