7

Esta vez el despertar le llegó como una explosión. Repentino, brusco y total.

Fabel se arrojó de la cama y se dio un golpe brutal contra el suelo. Apoyándose contra la pared, se fue incorporando hasta sostenerse sobre sus piernas temblorosas. Miró alrededor con ojos desorbitados, examinando cada sombra. Tambaleándose, se acercó al interruptor de la pared e inundó la habitación con una luz deslumbrante que le hizo daño a la vista.

Ella había desaparecido. Tomó los pantalones y hurgó en los bolsillos hasta encontrar la llave del armario de seguridad donde guardaba su automática. Sacó el arma. Quitó el seguro y echó hacia atrás la cureña antes de salir del dormitorio y registrar todo el apartamento, habitación por habitación, encendiendo las luces y barriendo cada rincón con la pistola. Solo cuando comprobó que estaba solo entró en el baño y se rindió a las náuseas que le revolvían las tripas desde que había despertado. La sustancia que ella le había inyectado, fuera lo que fuese, le había dejado un dolor de cabeza atronador y un malestar que no le abandonó ni siquiera después de vomitar.

Se disponía a llamar por teléfono al Präsidium, pero se detuvo. Tenía que hacer algo primero. Volvió a entrar en el baño y se dio una larga ducha.

Holger Brauner no estaba de servicio y fue Astrid Bremer la que se presentó. Los primeros en llegar habían sido dos agentes uniformados, que se empeñaron en llamar a cada vecino para averiguar si habían visto a alguien saliendo del edificio.

—Esto está completamente de más —había protestado Fabel—. La mujer que ha entrado aquí es demasiado profesional para permitir que la vean entrar o salir.

El joven comisario uniformado había sonreído con educación e indulgencia y, sin la menor consideración al rango de Fabel, había seguido adelante y llevado a cabo lo que creía que debía hacer. Con toda razón, pensó Fabel de mala gana.

—¿Cómo demonios se le ha ocurrido ducharse? —preguntó Astrid Bremer—. Usted más que nadie debería saber una cosa así. Quizás ella ha dejado huellas de ADN en su cuerpo.

—¿Qué pretendes decir? —le espetó Fabel.

Bremer pareció desconcertada por su vehemencia.

—Nada. Solo que si le ha puesto una ligadura en el cuello es que la tenía muy cerca. Distancia forense, quiero decir. Quizás ha dejado algún resto.

—Necesitaba refrescarme, simplemente. —Se abrió la puerta en ese momento; Fabel saludó a Werner al verlo entrar—. Me sentía medio grogui por lo que me ha inyectado.

—Ya veo… —Bremer lo observó—. ¿Se encuentra bien ahora?

—Sí, estoy bien.

—Se te ve desencajado, Jan —dijo Werner—. El médico del cuerpo está aquí. Quiere examinarte.

—Ya he dicho que estoy bien. —Alzar la voz solo le sirvió para aumentar el volumen de su dolor de cabeza—. De acuerdo, quizá sí debería echarme un vistazo.

—Hemos de averiguar qué le ha inyectado —dijo Bremer—. Supongo que el médico querrá hacerlo, pero me gustaría practicar mis propios análisis. ¿Le importa que le saque una muestra de sangre?

—Está bien —dijo Fabel con impaciencia, arremangándose la camisa—. Adelante.

—Tendrá que dejar que el médico le haga otra extracción para efectuar el análisis de HIV; es la práctica habitual cuando cualquier agente de la Polizei recibe el pinchazo de una aguja. Obviamente está pensado para el caso de accidentes al registrar a drogadictos. Pero, en fin, son las normas… —Le tomó la muestra—. ¿Sabe en qué otras habitaciones ha entrado? Dejando aparte el dormitorio, quiero decir.

—¿Adónde quieres ir a parar? ¿Te crees que la he agasajado primero?

—Calma, Chef —dijo Werner—. Astrid está haciendo su trabajo.

—No pretendía decir nada, Herr Fabel —dijo Bremer con repentina formalidad.

—Perdona, Astrid. —Fabel se frotó el cuello—. Ha sido una noche difícil. ¿Qué hora es?

—Las cinco y veinte —dijo Werner.

—Mierda. En cuanto termine con el matasanos, tú y yo hemos de irnos al Präsidium. Hay que dejarlo todo preparado para la operación del Alsterpark.

—¿Seguimos adelante? —preguntó Werner—. Vamos, ya sé lo que ella le ha dicho, pero no sería muy arriesgado suponer que su visitante era la Valquiria.

—No, Werner. Era Liane Kayser la que se ha presentado aquí. Todo el sentido de su visita se reduce a dejarme bien claro que ella no era la asesina a sueldo de Drescher.

—¿Sabía que Drescher está muerto?

—No lo sé —dijo Fabel—. No ha dicho nada que lo indicara. Pero desde luego estaba segura de que yo sabría de quién hablaba cuando ha mencionado su nombre. Una cosa está clara: ella no es la Valquiria. Esa es Anke Wollner. Liane Kayser ha venido porque tiene una vida que proteger. No se le ha escapado nada. Bueno, sí se le ha escapado una cosa. Suponiendo que haya sido sin querer.

—¿Qué?

—Tengo la sensación de que sufrió abusos de niña. O una violación. No sé, algún trauma que cambió su personalidad y la convirtió en una candidata idónea para el Proyecto Valquiria.

—¿Por qué? —Astrid Bremer lo miró perpleja—. ¿De dónde ha sacado esa idea?

—No lo sé —mintió Fabel—. Un par de cosas que ha dicho sobre cómo tratan los hombres a las mujeres. Es una intuición.