6

—¿Qué tal? —dijo Susanne—. Suenas deprimido.

—Lo estoy. Lo de siempre. Salgo ahora mismo del escenario de un asesinato. Una chica de unos diecinueve años, estudiante de medicina, que hacía horas extra como prostituta. Un viejo pervertido la ha estrangulado.

—Dios mío —exclamó Susanne—. ¿No será aquella chica de la que me hablaste, la que encontró a Jake Westland?

—Sí. La misma. Intenté decírselo, Susanne, pero no quiso escucharme.

—No es culpa tuya, Jan. ¿Está relacionada su muerte con los demás asesinatos?

—No. Solo una coincidencia. Bueno, tampoco lo es del todo en ese submundo. Eso fue lo que intenté advertirle. Y ya sé que no es culpa mía, pero me siento… no sé, responsable en cierto modo.

—Es la edad, Jan. Estás en una etapa en la que cada vez te tropiezas con más gente que podría ser tu hijo o tu hija.

—Gracias, doctora, has logrado levantarme la moral. No solo el mundo se va al cuerno, sino que tengo un pie en la tumba.

—Un buen resumen. Hablando en serio, ¿estás bien?

—Sí. Pero me gustaría que no te fueras esta noche.

—Serán solo unos cuantos días. Llevo prometiéndoselo a mi madre desde hace siglos.

—¿Ya no te veré antes de que te vayas?

—Según a qué hora vuelvas, pero lo dudo. El tren sale a las siete. Buena suerte con esa operación, lo de la Valquiria. Llámame mañana a casa de mamá para contarme cómo ha ido.

Fabel le deseó a Susanne buen viaje y colgó, pensando que debería haber quedado con Otto esa noche y no la anterior. Aunque lo más probable era que estuviera ocupado hasta tarde. Con una operación como la que estaban a punto de montar en el Alsterpark, todos los preparativos eran pocos.

Se dio una vuelta por la sala principal de la brigada, un espacio abierto sin tabiques, y habló con Anna Wolff.

—¿Han podido daros más datos en Muliebritas sobre el otro anuncio?

—No —dijo Anna—. Han hecho todo lo posible, pero parece que sus registros llevan a un callejón sin salida. Alguien ha logrado colarse en su base de datos y poner el anuncio sin dejar rastro.

—¿Esa es la única posibilidad?

—La única que nos interesa —dijo Anna—. La otra explicación es que ha sido alguien que trabaja en Muliebritas.

—Tampoco sería imposible —dijo Fabel—, considerando que Muliebritas es propiedad del grupo NeuHansa.

—Mal lo tenemos si es un empleado. En ese caso están al tanto de la operación de mañana.

Él hizo una mueca aprensiva.

—Por Dios, espero que no.

—¿Deberíamos anularla? —preguntó Anna.

Fabel reflexionó y meneó la cabeza con decisión.

—No sé quién habrá puesto ese anuncio, pero no es la Valquiria. Es alguien que quiere establecer contacto. Tenemos una semana y media antes del primer lunes de mes, que era cuando acordaron que había de celebrarse el encuentro si aparecía esta nota. He hablado con la Oficina Federal de Policía Criminal y con la policía de Halberstadt, y nos ayudarán a montar un dispositivo de vigilancia en esa fecha. Esperemos, aun así, que podamos atraparla mañana.

Fabel trabajó hasta tarde. Repasó metódicamente todos los preparativos con los miembros de su equipo y volvió a repasarlos dos veces más antes de dejar que se marcharan. Permaneció en su despacho hasta las ocho de la noche. Leyó de nuevo las transcripciones de las entrevistas que él, Susanne y otros agentes habían mantenido con Margarethe Paulus. La abrumadora sensación que sacó de aquella lectura no era de horror, de cólera o repugnancia, sino de profunda tristeza.

El Proyecto Valquiria era una criatura de otra época, de otra mentalidad. De otra Alemania. En su fría y calculada crueldad, el Proyecto Valquiria había sido concebido sin la menor consideración a las chicas seleccionadas. Sus vidas, sus sueños y esperanzas habían sido dejados totalmente de lado. Ellas eran meros instrumentos del Estado. Nada más. En muchos sentidos, el Proyecto Valquiria era representativo de las acciones que había llevado a cabo la Stasi a lo largo de cuarenta años.

Todos los sueños de esas chicas habían sido estrangulados. Ahí había algo a tener en cuenta. Hojeando las transcripciones, encontró lo que estaba buscando: un fragmento de conversación entre la implacable serie de preguntas.

—Hauptkommissar Fabel: ¿Por qué la eligieron a usted y a las demás chicas?

—Margarethe Paulus: Todas teníamos algo que ellos querían. O una combinación de cosas. Nos gustaban los deportes, sacábamos buenas notas, éramos leales al Partido. ¿Puedo beber un poco de agua?

Se produce una breve interrupción mientras le traen agua a la detenida.

—Hauptkommissar Fabel: Dice que a todas les gustaban los deportes. ¿Cuál era el suyo?

—Margarethe Paulus: Todos. Especialmente el atletismo. Pero no era lo bastante buena para participar en competiciones serias. En el caso de Anke era distinto.

—Hauptkommissar Fabel: ¿Anke Wollner? ¿Por qué?

—Margarethe Paulus: Anke y Liane tenían un talento especial cada una. Liane era muy buena en idiomas, por ejemplo, y tenía habilidad para debatir. Pero las dotes de Anke para el deporte podrían haberla llevado a los Juegos Olímpicos. Era una esquiadora juvenil de categoría internacional. Además de una tiradora excelente, claro. Su especialidad era el biatlón nórdico. Pero todo eso se acabó cuando la reclutaron para el proyecto.

Fabel levantó el teléfono del escritorio. Cuando el recepcionista del hotel respondió, le pidió que le pusiera con la habitación de Karin Vestergaard.

—¿Karin? Soy Jan. Escuche, creo que tengo algo. De las otras dos Valquirias, lo más probable es que sea Anke Wollner la que escogió Drescher para montar su plan de retiro, ¿cierto?

—Es lo que parece.

—Margarethe Paulus explicó en un interrogatorio que Anke tenía por delante una prometedora carrera como deportista de categoría internacional, que quedó truncada cuando la reclutaron para el Proyecto Valquiria.

—¿Y qué?

—La Stasi podría haber hecho desaparecer sus documentos y borrado cualquier rastro de Anke Wollner de la faz de la tierra, tal como hizo en el caso de las otras dos chicas… Siempre que no figurase en un registro fuera de la RDA. Si en algún momento hubiera participado en una competición en otro país, aunque fuera en otro Estado del Pacto de Varsovia, su nombre habría quedado registrado. Quizás exista incluso una fotografía…

—Me parece muy, muy improbable, Jan —repuso Vestergaard—. Tal vez su nombre haya figurado en alguna parte en aquellos años, pero no nos sirve de nada. ¿Por qué tengo la sensación de que no es el único motivo por el que me llama?

—El asesinato de Jørgen Halvorsen… ¿se produjo en Drøbak, cerca de Oslo?

—Sí.

—La otra cosa es que Margarethe me dijo que la especialidad de Anke eran los deportes de invierno. Esquí de fondo, biatlón nórdico, combinada nórdica, etcétera.

—Sigo sin entender…

—Imagínese que es usted una campeona internacional de deportes de invierno, criada en la RDA a finales de los años setenta, principios de los ochenta. ¿Cuál sería el mayor acontecimiento deportivo, el que mayor impacto le habría causado en esa época?

—Los Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo del ochenta y cuatro…

—Exacto, o el campeonato mundial de esquí nórdico de Noruega, en el ochenta y dos. Y la sede era el centro de esquí Holmenkollen de Oslo. Ya digo, a lo mejor se trata de otra especulación descabellada, pero supongamos que la Valquiria es Anke, que se puso nostálgica y quiso ver el lugar donde había soñado que acaso competiría algún día. O simplemente, tuvo que matar el tiempo antes de asesinar a Halvorsen.

—Me pondré en contacto con la policía nacional noruega —dijo Vestergaard—. Holmenkollen es ahora un centro de información y un museo. A lo mejor tienen circuito cerrado de televisión.

—Eso he pensado. Gracias, Karin. Es una posibilidad remota, ya lo sé, pero si nos sirve para conseguir una cara…

Después de hablar con Vestergaard, Fabel marcó el número del móvil de Susanne. Ya estaba en el tren de Munich y charlaron un rato. Él le dijo que compraría algo de comer de camino a casa y se acostaría temprano. Mañana iba a ser el gran día.

Cenó en un café-restaurante de Altona Alstadt antes de irse a casa. Le apetecía darse una ducha, pero decidió dejarlo para la mañana. Estaba cansado, quería dormir y temía que la ducha lo despejase demasiado y acabara desvelándose. Eran las diez y cuarto cuando se sumió en un profundo sueño.

Se despertó sin saber cuánto tiempo llevaba durmiendo. La frontera entre el sueño y la vigilia resultaba aún borrosa. Notaba vagamente la cálida presencia de Susanne a su lado. Sintió sus pechos en la espalda, luego su boca y su lengua en el cuello; sus dedos en el costado, en el muslo, en el vientre. Ahora lo envolvía con toda la mano: acariciando, frotando, devolviéndolo a la vida. El despertar y la excitación se agitaron en él simultáneamente.

Y de repente, perplejidad.

Susanne estaba fuera. Había hablado con ella por teléfono. Notó su lengua en la oreja. No, no era su lengua. No la de Susanne. Ahora, de golpe, estaba totalmente despierto. Trató de volverse para ver quién estaba con él en la cama cuando sintió una fuerte presión en la garganta. No podía respirar y notó que se le nublaba la mente. Alzó una mano y, en el acto, aumentó la presión en la ligadura que le atenazaba el cuello.

—Quédese quieto —le susurró ella al oído, como habría hecho una amante—. Quédese quieto o morirá. —La presión se aflojó; todavía lo tenía cogido con la otra mano y seguía acariciando—. No quiero matarlo —dijo. Un susurro grave, entrecortado—. Pero lo haré si no me obedece. ¿Lo entiende?

Fabel trató de contestar, pero la presión lo había dejado sin voz. Asintió.

—¿Sabe quién soy?

Volvió a asentir. Ya se le empezaba a pasar el mareo. Su mente giró a toda velocidad. Pensó en forcejear, en luchar por su vida. Pero sabía que lo estrangularía en cuanto se moviera.

—Soy una Valquiria. —Sentía su voz cálida y suave en el oído. Su otra mano seguía trabajándolo—. Pero yo no soy la que está buscando. ¿Lo entiende?

Fabel estaba confuso. Se llevó la mano a la garganta. Ella retorció todavía más la ligadura. Sintió palpitaciones en el cuello justo por debajo; por encima, solo agujas y pinchazos. El ámbito oscuro de su habitación tornándose aún más oscuro. De una oscuridad negro-rojiza.

—He preguntado si lo entiende.

Asintió.

—Yo era, soy, Liane Kayser. No Anke Wollner. Es a ella quien quiere atrapar, no a mí. Yo no trabajaba para Georg Drescher. Desde que cayó el Muro, he llevado mi propia vida. He vivido por mi cuenta. No soy asesina profesional. Al menos, ya no lo soy. Y las cosas en las que he estado implicada no son asunto suyo. Pero quiero que comprenda que todavía poseo todas las habilidades que me enseñaron. Podría acabar con usted ahora mismo. Lo entiende, ¿no, Jan?

Fabel volvió a asentir.

—Voy a aflojar la ligadura para que pueda hablar. Si comete la menor estupidez, la tensaré de nuevo, pero esta vez del todo. Tiene un pasador con mecanismo de inercia, lo cual significa que puedo apretarlo al máximo y marcharme: la ligadura quedará totalmente tensa y no podrá hacer nada para no morir estrangulado. Ni siquiera yo podré soltarlo. ¿Lo entiende?

Una vez más, Fabel asintió. Al notar que la ligadura volvía a aflojarse, jadeó para recuperar el aliento. Ella seguía tocándolo abajo. Acariciándolo.

—¡Quíteme la mano de encima! —dijo con voz rasposa.

—¿Por qué? Parece estar disfrutándolo.

—Quíteme la mano ahora mismo.

Ella retiró la mano tras una última y demorada caricia.

—Cuando se lo cuente a los demás, cuando escriba su informe… ¿explicará también esto? ¿Les contará lo dura que se la he puesto? ¿Que le he estado tocando ahí abajo?

Había vuelto a ponerle la mano encima y Fabel la agarró de la muñeca. Ella volvió a dejarlo sin aire.

—Suélteme —le ordenó.

En cuanto él obedeció, aflojó la ligadura.

—Diga, ¿se lo contará? Ellos preguntarán si se le puso dura. Si lo estaba disfrutando. Preguntarán si usted había hecho algo para incitarme. Si me invitó a su cama, aunque no me conociera. Y luego está su pareja, Susanne… ¿Se lo contará a ella? Siempre existirá la sospecha. La gente hablará a su espalda. A Susanne le quedará una duda irritante en el fondo. —Apartó la mano—. Así es para las mujeres. Siempre. Cada vez que una mujer o una chica es violada o sufre un ataque sexual.

—No me venga con tonterías. —La presión en el cuello le confería un tono agudo y tenso a su voz—. Ya conozco la realidad. No me hace falta esta demostración chapucera. He visto tanta violencia contra las mujeres que sé muy bien cómo es.

—Pero ¿lo ha disfrutado, Jan? —Ella seguía hablando entre susurros, un siseo seductor en su oído. Fabel se preguntó si temía que reconociera su voz—. ¿Un alivio manual? ¿Sabía que en la Inglaterra victoriana las mujeres se desvanecían continuamente? No era nada insólito. Lo atribuían a la «histeria femenina». Era un fenómeno genuino. ¿Sabe a qué se debía? —Fabel no respondió. Ella aumentó la presión—. Le he hecho una pregunta.

—No —dijo Fabel con aquella voz áspera.

—Represión sexual. Las mujeres en la Inglaterra victoriana no podían disfrutar del sexo. Les habían enseñado a sentirse sucias en caso contrario. Así que el fenómeno de la «histeria femenina» se convirtió en un hecho médico aceptado. ¿Sabe cómo lo curaban? El médico aplicaba un masaje pélvico hasta que la mujer experimentaba lo que llamaban un paroxismo histérico. En otras palabras, el médico de cabecera proporcionaba un alivio manual. ¿Puede creerlo? Los hombres victorianos, por su parte, recurrían a las prostitutas con una asiduidad que deja en ridículo todo lo que pueda suceder hoy en día. Tampoco éramos mejores en el norte de Alemania. En el sur, al menos, sabían un poco más de sexo.

—¿Ha venido aquí a hablar de las perversiones de la Inglaterra victoriana y la Alemana guillermina? ¿Qué quiere?

—Póngase boca abajo. Vamos. —Fabel obedeció. Ella le colocó la cabeza de lado, hacia la pared—. Si me ve la cara, tendré que matarlo —explicó—. He venido por lo del anuncio de Muliebritas.

—¿Qué anuncio? —dijo, con la mejilla hundida en la almohada.

—Ya sabe qué anuncio.

Retorció la ligadura. Más que antes. Cuando la soltó, Fabel jadeó ansiosamente con los pulmones a punto de estallar.

—¿La cita de la Saga de Njál? —dijo, resollando—. ¿Es eso?

—¿La ha puesto usted?

—No.

La ligadura volvió a tensarse.

—¿La ha puesto usted? —Incapaz de hablar, Fabel meneó la cabeza. Ella le dejó respirar otra vez—. Si no ha sido usted, ¿quién ha puesto ese anuncio?

—No lo sé. —A Fabel le salía aún una voz débil y estrangulada.

—Ha dicho algo de mañana. ¿Qué hay en Muliebritas que tenga que ver con mañana?

—No se lo puedo decir. No se lo diré. Y aparte, no le conviene. Tiene que ver con Anke. Con la posibilidad de capturarla. Si se lo digo, también usted quedará implicada.

—De acuerdo —dijo—. No pienso interferir. Quiero que la atrape. Quiero que se acabe todo esto para poder seguir con mi vida. Escuche bien, Fabel… —Todavía le susurraba al oído, pero ya no con un deje de seducción, sino con un siseo amenazador—. Usted es policía. Ha visto mucho a lo largo de los años. Tantas mujeres maltratadas, apaleadas, violadas, estranguladas. Tantas chicas que pasaron aterrorizadas sus últimos momentos. Un terror inimaginable. Pero usted es capaz de imaginarlo, ¿verdad? Tiene que imaginárselo. Ha visto lo que otros hombres pueden hacerles a las mujeres y se ha planteado a sí mismo esta oscura pregunta: ¿yo sería capaz? Tanto dolor, tanto miedo. Y a veces se ha visto asaltado por ese oscuro temor: ¿y si le pasara a mi hija, a mi compañera, a mi madre…? Bueno, escúcheme y recuerde lo que le digo: la Valquiria que anda buscando es Anke. No yo. Déjeme en paz. No vaya a buscarme. Ni siquiera lo intente. De lo contrario, pondré en mi diana a las mujeres que le son más allegadas: su amante, su hija, su madre… Las convertiré en víctimas. Las haré sufrir antes de que mueran. ¿Lo entiende? —Tensó la ligadura otra vez—. No podré hacerles daño si estoy muerta o encarcelada, así que me encargaré de ellas antes de que me atrape. Si detecto el menor indicio de que sigue mi rastro, iré a por ellas. Ponga las manos detrás de la cabeza.

Fabel hizo lo que le decía. Notó un pinchazo en el cuello. Algo frío en las venas. La oscuridad de la habitación se adensó. Abandonó el mundo.