Fabel conocía el restaurante. Había comido allí con Susanne una o dos veces en los últimos tres años. Era exactamente ese tipo de restaurante: solo los muy ricos o los muy derrochadores podían permitirse el lujo de ser clientes habituales. Tenía unos inmensos ventanales que daban al puerto, o así había sido.
Hizo que el taxi le dejara lo más cerca posible del restaurante: la calle estaba bloqueada por dos enormes blindados verdes MOWAG con la palabra POLIZEI estampada en blanco en sus flancos oblicuos. Tres agentes de los Comandos Móviles de Asalto (MEK), armados con metralletas y provistos del equipo antidisturbios completo, le cerraron el paso.
—Fabel, brigada de homicidios. —Les mostró su identificación—. ¿Una bomba?
—Eso parece, Hauptkommissar —dijo uno de los agentes del MEK, una mujer—. La habían colocado en un coche, por lo visto.
—¿Es seguro entrar en la zona?
—Sí, Hauptkommissar. Aunque el equipo forense sigue todavía ahí, haciendo análisis.
—Procuraré no estorbar.
Cruzó la calle hacia el restaurante. Varias farolas habían estallado con la explosión y había lámparas provisionales para que la policía y los técnicos forenses pudieran hacer su trabajo. La calzada y la acera, llenas de cristales, relucían bajo la luz de los arcos voltaicos como si estuvieran salpicadas de diamantes.
—Gracias por avisarme, Sepp.
Fabel le tendió la mano a un hombre de aspecto recio que parecía haberse roto la nariz más de una vez. El Kriminalhauptkommissar Stephan Timmermann de la división antiterrorista de la Polizei de Hamburgo se la estrechó.
—Hola, Jan. No hay de qué. Creíamos que se trataba de un ataque terrorista, pero el objetivo era Gennady Frolov. Tiene su nuevo yate, el Snow Queen, amarrado en el puerto. Frolov estaba en el restaurante, en una reunión de negocios, cuando ha explotado su coche. Y chico, ha sido una explosión brutal. Me he acordado del memorando que pasaste pidiendo los antecedentes de Frolov y he pensado que te interesaría echar un vistazo. Por eso te he llamado.
—Te lo agradezco, Sepp. ¿Alguna víctima?
—No, increíblemente. Unos cuantos heridos, nada muy serio. El restaurante tiene varios aparcacoches (como los americanos, ¿sabes?) y el maître se comunica con ellos con un walkie-talkie para que el coche o el taxi estén en la puerta en cuanto el cliente sale del restaurante. Creemos que por pura chiripa la frecuencia en la que transmitían era la misma que la del disparador remoto de la bomba. Así que el maître ha pedido un coche por radio y… bum, ya tienes las dos toneladas de un Mercedes a prueba de balas esparcidas por todo Hamburgo.
—Tiene que haber sido una bomba muy potente —dijo Fabel. El aire fresco de la noche empezaba a despejarle la mente, después de todas las cervezas con Otto.
—En efecto —dijo Timmermann—. Deduzco que se encontraba bajo el chasis. El coche tenía una pesada carrocería a prueba de balas, como te decía, y su masa ha absorbido gran parte de la onda expansiva. Pero yo creo que esa era precisamente la intención. El Mercedes estaba diseñado para resistir las balas, así que han puesto el artefacto debajo, sabiendo que la energía de la explosión quedaría concentrada en la cabina del vehículo; se llama velocidad de detonación confinada. De todos modos, todavía quedaba suficiente potencia para hacer añicos todos los cristales de los alrededores. Aunque quien haya colocado el artefacto sabía que había un límite en cuanto a la producción de metralla del chasis, precisamente por estar tan reforzado. Todas las heridas sufridas por los transeúntes han sido a causa de los cristales que han salido disparados.
—¿Qué tipo de bomba era?
—Aún es pronto para decirlo, Jan, pero ya sabes que lo averiguaremos. Ahora, si me preguntas mi impresión, todo indica una velocidad explosiva del orden de ocho mil metros por segundo, lo cual significa que no era TNT. Yo apostaría a que era un explosivo plástico de tipo militar u otro parecido compuesto básicamente con RDX, ignición eléctrica. Y detonación por control remoto, obviamente. Uno de los ratones de laboratorio ha encontrado un fragmento de semiconductor, según parece. Un trabajo muy profesional, dejando aparte que han olvidado una cosa: poner un inhibidor de señales. Por eso el transmisor de los aparcacoches ha activado la bomba.
—¿Frolov es uno de los heridos? —preguntó Fabel.
—No. Él estaba dentro del restaurante, lejos de las ventanas. A una de sus guardaespaldas, que había salido afuera en ese momento, se le ha reventado el tímpano. Es Martina Schilmann, antigua agente de la Polizei de Hamburgo. Claro que tú ya la conoces, ¿verdad? ¿No estuvisteis vosotros dos…?
—Hace mucho. —Fabel suspiró—. ¿Se encuentra bien?
—Ese tipo de heridas, cuando la onda expansiva provoca la ruptura del tímpano, pueden ser bastante jodidas. Y debe de ser doloroso, sin duda. Pero aparte de eso está bien. Uno de los aparcacoches se encuentra en peor estado, aunque su vida tampoco corre peligro.
—¿Frolov sigue ahí? —preguntó Fabel.
—Sí. Ahora está otra vez dentro. Lo hemos metido en un blindado MOWAG hasta que hemos terminado de hacer el barrido completo del restaurante, por si había una segunda bomba. Un viejo truco terrorista: hacer estallar una bomba prematuramente para que la gente salga corriendo a ponerse a cubierto y acabe justamente allí donde han colocado un segundo artefacto todavía más potente. Pero no, no había nada.
—No creo que nos las veamos con un terrorista. —Fabel frunció el ceño—. Pero tampoco cuadra con mi sospechosa.
—¿No? —dijo Timmermann—. ¿Por qué?
—El o la responsable del atentado ha fallado en su objetivo, y mi chica no falla. Nunca. Además, no creo que ella decidiera utilizar una bomba; eso es un arma para cobardes que actúan de forma indiscriminada: el terrorista que está en el extremo del cable de detonación o que ha puesto un temporizador para mantenerse a la máxima distancia del peligro, sin que le importe cuánta gente inocente pueda pasar por allí.
—¿Y eso no encaja con la asesina que tienes en mente?
—No. Yo me enfrento a una perfeccionista. Alguien que piensa y trabaja con enorme precisión. Esto es… demasiado chapucero. No me parece propio de mi chica.
—Yo no estoy tan seguro, Jan —dijo Timmermann—. Y discrepo cuando dices que no es un arma de precisión. El confinamiento del estallido y la sofisticación del explosivo y del artefacto… Ya te digo, lo único que no me acaba de encajar es no hayan protegido el detonador de otras transmisiones de radio.
—Bueno —dijo Fabel—, creo que ya ha llegado el momento de tener una charla con nuestro amigo ruso.
—Buena idea —asintió Timmermann—. Los del equipo de seguridad personal de Frolov están armando jaleo. Son todos antiguos miembros de las fuerzas especiales soviéticas. Y lo único que quieren es llevárselo lo más lejos posible.
—Entonces procuraré no detenerlo. Hasta luego, Sepp.
En el interior del restaurante había incluso más cristales que en la calle. Fabel tuvo que mostrarle su identificación a otro agente del MEK con chaleco antibalas, traje negro antidisturbios y una metralleta MP5 Heckler and Koch.
Todas las mesas junto a los ventanales estaban vacías y Fabel reparó en la extraña combinación de normalidad y anormalidad que uno siempre hallaba en el escenario de los crímenes repentinos y violentos. En una mesa se veía la comida intacta en los platos, la lujosa cubertería colocada a los lados y los refinados manteles de lino, todavía blancos y almidonados, salvo en un punto donde una salpicadura de sangre había empezado a extenderse como una mancha de tinta roja. El candelero derribado tenía también en su superficie de plata gotitas oscuras. Había otras mesas volcadas, tal vez a causa de la explosión, o bien del pánico de los clientes que habían corrido a refugiarse en la parte trasera del restaurante.
Un cincuentón con perilla y el pelo rubio encanecido se hallaba sentado a una de las mesas del fondo, rodeado de varios hombres. Dos permanecían de pie, observando a Fabel. Por su aspecto, ya se veía que no debían de ser los cerebros del grupo.
—¿Herr Frolov? —dijo Fabel, acercándose.
Uno de los guardaespaldas le puso la mano en el hombro. Fabel levantó la vista y sonrió.
—Como tu mano siga ahí cuando termine la frase, haré que te detengan. ¿Entendido?
El hombre de la perilla le dijo algo en ruso al matón, que levantó la mano en el acto.
—Sí, yo soy Herr Frolov. —Se puso de pie—. ¿Y usted es?
Fabel le mostró su identificación.
—Kriminalhauptkommissar Fabel de la brigada de homicidios de la Polizei de Hamburgo.
—¿Homicidios? Pero si nadie ha sido… —Frolov abarcó con un gesto el desbarajuste del restaurante vacío.
—Lo sé. Por suerte; no por otra cosa, debo decir. Pero mi principal interés en este incidente es que podría estar relacionado con una serie de asesinatos. Y usted era el objetivo.
—Sin duda. —Frolov hablaba el alemán con un leve acento y con la gramática casi perfecta de quien ha estudiado el idioma en serio—. El artefacto estaba en mi coche. Por cierto, debe disculpar el exceso de celo de Ivan y mis demás «protectores». Como se imaginará, están muy trastornados con lo ocurrido.
—¿Quién la ha puesto? —le dijo Fabel.
—¿La bomba?
—Usted debe de tener alguna idea.
—Porque tengo muchos enemigos, quiere decir. —Frolov sonrió con amargura—. Lo cual se explicaría porque soy un oligarca ruso, ¿no es así? Y eso significa, claro, que no puedo ser del todo honrado. Si rascas un poco, cualquier hombre de negocios ruso es un mafioso. ¿Me equivoco?
—Herr Frolov, es usted quien se lo dice todo. Yo no pretendía insinuar nada con mi pregunta. Y sé que no es un criminal. Ya lo he comprobado.
Frolov se echó a reír.
—¿La división de delitos corporativos?
—Y la del crimen organizado. Ambas dicen que está limpio.
—Ah, ¿y usted les cree, Herr Fabel? Una persona con mi riqueza y mi influencia podría enterrar muy bien todas las pruebas embarazosas bajo una montaña de dinero.
—Ellos no tienen pruebas contra usted, lo cual no significa que no esté implicado en ninguna actividad criminal. Pero, en fin, por si sirve de algo, yo llevo años tratando con criminales y soy capaz de olerlos a la legua.
—¿Y yo huelo, Herr Fabel? —Frolov lo miraba fijamente, tratando de descifrar su expresión.
—No, usted no.
—No ejerzo ninguna actividad ilegal, tiene mi palabra. Infringí las leyes de la antigua Unión Soviética, eso sí; trabajaba en el mercado negro vendiendo vodka destilado y traficando con objetos de lujo prohibidos. Pero esa era la única manera de hacer negocios entonces. Mi delito fue ser un hombre de negocios en una sociedad que criminalizaba el espíritu empresarial. Pero esto no es la Unión Soviética: Hamburgo se basa totalmente en el espíritu empresarial. No necesito infringir la ley para ser lo que soy. De hecho, aquí soy un gran defensor de las leyes.
—Ya se lo he dicho —dijo Fabel—, le creo.
—Pero no comprende lo que estoy diciendo. Estoy explicándole por qué me han tomado como objetivo.
—¿Porque no infringe la ley?
—Porque investigo escrupulosamente todos los negocios antes de implicarme. Cualquier socio potencial mío es examinado hasta el más ínfimo detalle. Y si encuentro alguna irregularidad, informo a las autoridades.
—¿Iba a informar de algo en estos días? —preguntó Fabel.
—No creo que quien haya puesto la bomba pudiera saber qué cosas iba a hablar con OLAF la próxima semana.
—¿Olaf, ha dicho? —Fabel sintió un escalofrío en la nuca. El nombre que figuraba en el bloc de Jespersen—. ¿Quién es Olaf exactamente?
—No quién, sino qué. OLAF es la Oficina Europea Antifraude. Las siglas corresponden a su nombre en francés: Office Européen de Lutte Anti-Fraude.
—¡Claro! —Fabel meneó la cabeza—. No se me había ocurrido.
Frolov se lo quedó mirando.
—Deduzco que esta información es importante para usted.
—No le quepa la menor duda —dijo Fabel.
—En todo caso —continuó Frolov—, yo informo de cualquier cosa sospechosa a la OLAF, el Europol, el Eurojust o la Interpol. Tengo contactos en cada una estas organizaciones. Aunque cada vez se me presentan menos oportunidades de hacerlo. Ha corrido la voz sobre mi modo de proceder y ya solo se me acercan generalmente quienes no tienen nada que ocultar.
—Pero sí hay algo de lo que quiere hablar con OLAF, ¿no?
—Quedé en mandarles cierta información y en hablar con ellos la semana que viene. Deduzco que pretendían disuadirme con este pequeño festival de fuegos artificiales.
—Entonces, ¿usted cree que esto ha sido más bien una advertencia, y no un atentado contra su vida? —preguntó Fabel.
—Créame, no pretendían matarme. Mi muerte no habría cambiado nada, ¿entiende? Los documentos acabarían en manos de OLAF aunque yo no estuviera. La bomba pretendía asustarme para que no enviase la información y me abstuviera de seguir hablando con ellos.
—Entonces, ¿usted sabe quién está detrás?
—Dígame, Herr Fabel, ¿tiene alguna sugerencia por su parte? Algo me dice que quizá sí la tiene.
Frolov sonrió. Una sonrisa encantadora que debía de formar parte, supuso Fabel, de las armas que utilizaba el oligarca en los negocios.
—Preferiría que saliera de usted, Herr Frolov.
—Yo tengo intereses en todos los rincones de Europa y estaba trabajando con una empresa radicada en los Balcanes. Mis investigadores detectaron una conexión con el contrabando de tabaco en la Unión Europea. Lo cual nos llevó, a su vez, a una organización no gubernamental que se estaba beneficiando de modo fraudulento de los fondos europeos mientras se dedicaba a financiar el almacenamiento y distribución de cigarrillos de contrabando. Un asunto de poca monta.
—¿Pero lo bastante importante para tomarse estas molestias? —dijo Fabel, señalando el restaurante destrozado.
—En sí mismo, no. —La sonrisa había desaparecido del rostro de Frolov—. Verá. Entre mi personal hay lo que podríamos llamar contables forenses y, bueno, también algunos investigadores privados. Uno de ellos murió hace poco en un accidente de coche. Iba borracho y a toda velocidad, eso dijeron. Pero yo lo conocía personalmente: era un ruso de Karelia, llamado Kontinen. Su padre había muerto de alcoholismo y él era abstemio declarado. Un hombre muy meticuloso, un conductor prudente. Así que profundizamos un poco más. Kontinen había estado investigando a nuestro socio de los Balcanes, pero se había tropezado con algo muchísimo más importante.
—¿Qué?
—Había descubierto que la empresa balcánica había utilizado como subcontratista a un señor de la guerra y gánster serbio.
—¿Goran Vujačić?
Frolov se quedó mirando a Fabel un momento.
—¿Por qué me da la sensación de que nuestros caminos acaban de cruzarse?
—Cuénteme más de la operación Vujačić —dijo Fabel.
—Antes que nada, ha de saber que Kontinen había descubierto la implicación de Vujačić en varios negocios sucios que no tenían ninguna relación con la empresa a la que habíamos investigado. Vujačić era corrupto como el que más: un traficante de drogas y de personas que vendía mujeres para trabajar en régimen de esclavitud o ejercer la prostitución. Él se había ocupado de distribuir y almacenar el tabaco de contrabando para la empresa balcánica, pero también había estado trabajado subcontratado para alguien de aquí, del Oeste.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Vujačić controlaba tres almacenes y utilizaba mujeres como trabajadoras esclavas. En cuanto avisamos a las autoridades serbias, desapareció. También las mujeres, por desgracia. No sabemos qué les ocurrió. Vujačić se pasó al tráfico de drogas a gran escala y acabó muerto. Pero creemos que antes encontró una nueva localización para su empresa de lavado verde.
—¿China? —preguntó Fabel.
—Nuestros caminos vuelven a cruzarse. Sí, China occidental.
—¿Qué quiere decir exactamente con «lavado verde»?
—Una de las cosas que he aprendido como hombre de negocios es que el medio ambiente domina la agenda política hoy en día. Hay mil y un organismos legislativos y reguladores dispuestos a cerrarte la empresa si infringes las normas de protección medioambiental. El «lavado verde» se produce cuando tomas medidas baratas superficiales para que parezca que estás cumpliendo la normativa. Verde más lavado, igual a lavado verde, ¿entiende? También lo han llamado «blanqueo ecológico». En todo caso, una de las cosas que se hacen es falsificar el manifiesto de carga de los residuos peligrosos y enviarlos a algún sitio fuera de la zona regulada; por ejemplo una antigua república soviética empobrecida…
—O China, o los Balcanes.
—Exactamente —dijo Frolov—. Aunque ahora menos a los Balcanes; la democratización y la regeneración son enemigas de este tipo de empresas. Bueno, el caso es que envías el material fuera de la zona regulada, en este caso la Unión Europea, y después vuelve procesado. O simplemente desaparece. La cuestión es que como se hace fuera de la zona sometida a regulación, no hay ningún control sobre la salud y seguridad de los trabajadores, ni sobre sus condiciones salariales.
—¿Y qué material era sometido a «lavado verde»?
—Aparatos electrónicos, teléfonos móviles, ese tipo de cosas. Antes de morir, nuestro investigador contactó con un periodista noruego que había reunido algunas pruebas; es más, incluso había conseguido muestras de los almacenes y obtenido resultados concluyentes. No sé en qué consistían. Mi gente aún está tratando de localizar a ese periodista.
—No se moleste —dijo Fabel—. El periodista y el analista que le envió las muestras están muertos. Poco debía faltarles para demostrar algo porque el asesino ni siquiera intentó simular un accidente. A los dos les dispararon en la cabeza. Ejecuciones totalmente profesionales.
—Ya veo… —Frolov suspiró.
—Pero sí sé lo que buscaban en sus análisis —prosiguió Fabel—. Polibromodifenil éteres. Y sé a dónde trasladaron su empresa de lavado verde: a la provincia de Hunan, en China, y a Bitola, en Macedonia. Aunque me imagino que Vujačić tuvo que dejar Macedonia también.
Se acercó uno de los agentes del MEK.
—Ya podemos sacar de aquí a Herr Frolov, Hauptkommissar.
—Un segundo —pidió Fabel. Y luego dijo dirigiéndose al ruso—: Usted es ahora el objetivo número uno de esa gente, ¿se da cuenta, no? Cuando Vujačić fue apresado, tenía suficiente información para hacer quizás un trato con la policía danesa. Así que lo mataron en Copenhague. Asesinaron a su investigador y después a Halvorsen, el periodista noruego, y a Sparwald, el analista bioquímico. A cada uno por poseer solo una parte de las pruebas. Y resulta que usted lo tiene todo.
—Supongo que me convendría pasar un poco más desapercibido… —Frolov se encogió de hombros—. Bueno, Herr Fabel, ¿va a decirme quién está detrás de todo esto? ¿O se lo digo yo?
—Estoy investigando el asesinato de tres personas —dijo Fabel—. Armin Lensch, que trabajaba para Norivon, una empresa medioambiental de gestión de residuos que forma parte del grupo NeuHansa. Peter Claasens, un agente de transporte que se ocupaba de los cargamentos de Norivon… Me imagino que uno o ambos encontraron alguna irregularidad y fueron liquidados antes de que pudiesen contarlo o averiguar siquiera la verdadera dimensión de lo que habían descubierto. Y finalmente el asesinato de Jake Westland, la estrella de rock británica.
—¿Él también estaba metido? Creía que eso había sido obra de un asesino en serie perturbado.
—Eso es lo que querían hacernos creer. Lo cierto es que Westland era tan concienzudo en sus inversiones como usted. Y obviamente olió a gato encerrado. A causa de su… bueno, de su ascendencia, era especialmente sensible a todo lo relacionado con el maltrato y los abusos a las mujeres. El pobre idiota seguramente acudió engañado al lugar de su muerte, creyendo que iba a encontrarse con alguien que poseía información.
—¿Así que usted ya sospechaba de Gina Brønsted? —dijo Frolov.
—Sí. O al menos de alguna persona del grupo NeuHansa.
—Fíese de mí, Herr Fabel: estando ella de por medio, no hace falta que busque más. Me ha dicho antes que a lo largo de su carrera como policía ha desarrollado un olfato especial para los criminales. Bueno, créame si le digo que en el mundo de los negocios desarrollas un instinto idéntico. Estoy seguro de que en su trabajo trata usted con muchos sociópatas. Yo también. Cierto espíritu implacable, la falta de empatía e incluso la falta de conciencia son características abiertamente fomentadas entre los más ambiciosos en el mundo de los negocios. La próxima vez que hable con Gina Brønsted, mírela fijamente a los ojos. Le aseguro que no encontrará nada ahí.
Fabel se dio cuenta de que Frolov era del todo sincero. Tanto si Brønsted se hallaba detrás del atentado como si no, estaba claro que él se había equivocado: aquella bomba era obra de la Valquiria. Si había fallado había sido deliberadamente y con la misma precisión con la que solía acertar a su objetivo. Una advertencia perfectamente calculada.
—¿Dónde estaba cuando ha explotado la bomba? —le preguntó al ruso.
—Aquí. Esta era nuestra mesa. Tal como están las cosas, nos ha parecido una buena idea sentarnos lejos del ventanal.
—¿Nos? ¿A quién se refiere?
—A Frau Schilmann. Antigua colega suya. Ella se ocupa de mi seguridad aquí. Para gran enojo de Ivan.
—Bueno —dijo Fabel—, si no le importa, ahora nos encargaremos nosotros. Considérese bajo la protección de la Polizei de Hamburgo hasta su partida. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Frau Schilmann le ha propuesto que se sentara aquí?
—Sí.
—Pero ella ha salido afuera, ¿no?
—Sí. Ha elegido un mal momento para fumarse un cigarrillo.
—Bueno —dijo Fabel con una sonrisa—. Vamos a llevarlo a un sitio seguro.