Era una mañana luminosa. Otra vez había un agradable frescor en el aire y Fabel se despertó de mejor humor. Karin Vestergaard ya estaba en el Präsidium cuando él llegó. Aguardó con paciencia mientras ella hacía varias llamadas en danés.
—Disculpe —dijo—. He hablado con mi oficina para ver si podían averiguar algo sobre Gina Brønsted y NeuHansa desde una perspectiva danesa. Según parece, Brønsted tiene casi tantos intereses en Copenhague como aquí en Hamburgo. Además de eso, posee empresas en todos los países escandinavos.
—¿Nada sospechoso? —preguntó Fabel.
—No que nosotros sepamos. Parece muy activa en gestión y tecnología medioambiental. Ayuda a otras empresas a volverse más «verdes». Es un gran negocio ahora.
—He concertado una cita con ella para esta tarde —dijo Fabel—. Créame, no ha sido fácil. Pero bueno, esta mañana no tenemos que ir muy lejos…
Fabel cumplió su palabra: la Academia de Policía Estatal de Hamburgo, en Braamkamp, quedaba a menos de un kilómetro del Präsidium. Era allí donde recibían formación los agentes para ascender en la cadena de mando y donde se estudiaban, desarrollaban y difundían las nuevas técnicas policiales. Fabel conocía bien el edificio. El vestíbulo principal estaba atestado de estudiantes, y no pudo por menos que pensar en su hija Gabi, en las intenciones que había manifestado últimamente y que podrían llevarla a aquellas aulas.
Fabel no se había cruzado hasta la fecha con el comisario principal Michael Lange. Según había averiguado, Lange había empezado en la Polizei de Schleswig-Holstein para trasladarse muy pronto a la policía de Hamburgo. Ahora ejercía como profesor en la academia de policía estatal; pero era sobre todo la experiencia de Lange en los inicios de su carrera lo que había impulsado a Fabel a visitarlo en compañía de Vestergaard.
El viejo agente de recepción les indicó que subieran al primer piso. Un tipo alto y delgado, con el uniforme azul de la Schutzpolizei de Hamburgo, los esperaba apoyado en el pasillo junto a su oficina. Sin duda lo habían avisado desde recepción.
—¿Kriminalhauptkommissar Fabel? —dijo Lange, sonriendo y tendiéndole la mano. Tendría unos cuarenta años, pero a Fabel le pareció que la expresión de sus ojos era la de un hombre mucho mayor. Tal vez eso era solo porque estaba al corriente de la experiencia de Lange.
—Llámame Jan —le dijo Fabel—. Esta es la Politidirektør Karin Vestergaard, de la policía nacional danesa. ¿Podemos hablar en inglés? Me ahorraría el trabajo de traducir.
—Claro —dijo Lange—. Espero que con mi inglés alcance.
—Gracias por recibirme tan pronto —dijo Fabel—. Resulta que el caso en el que estoy trabajando tiene una conexión balcánica y Anna Wolff, a la que creo que conoces, me recomendó que hablase contigo.
—Te ayudaré con mucho gusto, si puedo —contestó Lange—. Me has dicho por teléfono que investigas la muerte de Goran Vujačić. Y también sus antecedentes. Desde luego su muerte no se produjo en nuestra jurisdicción, sino en la suya, Frau Vestergaard.
—La muerte de Vujačić puede no haberse producido en nuestra jurisdicción, pero el asesinato del detective danés que la investigaba, sí —dijo Fabel—. Era un agente de Frau Vestergaard. Y tenemos la sospecha de que fue asesinado por el mismo asesino profesional que eliminó a Vujačić. Supongo que comprendes que esto debe quedar entre nosotros, ¿verdad, Michael?
—Desde luego.
—Sospechamos que se trata de un asesino a sueldo que tiene su base de operaciones en Hamburgo, lo cual hace que todo el asunto quede bajo nuestra jurisdicción.
Lange frunció los labios pensativamente.
—Estás en lo cierto. Según la sección séptima del Código Penal tenemos plena jurisdicción si el responsable es ciudadano alemán. ¿Dices que fuera de la brigada de homicidios nadie está al corriente? ¿Y los jefazos? ¿No deberían saberlo?
—El presidente de la policía ha sido informado —dijo Fabel—. Pero por ahora procuramos no divulgarlo. Ha habido otro asesinato, perpetrado por otra persona pero relacionado con la misma investigación, y estamos tratando de que no se difunda la noticia hasta que demos con ese asesino.
—¿Y crees que podría haber algo en el historial de Vujačić que pueda orientarte para encontrar pruebas más sólidas?
—La verdad, no lo sé. Pero si la Valquiria (ese el nombre en clave del asesino o asesina a sueldo) está aquí, en Hamburgo, entonces habría tenido un buen motivo para eliminar a Jespersen. Y Vujačić sería la conexión.
—De acuerdo, encantado de ayudarte si puedo. El tema de la jurisdicción quizá no sea un problema. Pero yo solo conozco tres años de la vida de Vujačić; los tres que participó en la guerra de Bosnia. Y ni siquiera entonces era una figura destacada, más bien una nota a pie de página en aquel diario de atrocidades, por así decirlo. No encontramos pruebas suficientes para acusarlo, fundamentalmente porque adujo con éxito una coartada. Cara dura tenía, eso no puede negarse. Él no trató de esconderse como la mayoría, lo cual, de hecho, jugó a su favor. La fuga es un indicador judicialmente aceptado de posible culpabilidad.
—Entonces, ¿crees que era inocente?
—Ni hablar. Goran Vujačić era inteligente y tenía mucha suerte. No estuve involucrado en su caso, pero tuve acceso a los expedientes a través de la OSCE. —Lange se refería a la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa—. Vujačić se había rodeado ya de una banda de secuaces y, cuando la OTAN entró en el conflicto, intuyó lo que se avecinaba y empezó a pensar con más perspectiva. Pero él estuvo allí. En los campos de violación. En los bosques de las grandes fosas comunes. Participó de lleno en todo aquello, pero se hizo con media docena de declaraciones juradas según las cuales estaba en la cama de un hospital de Banja Luka.
—Esa banda suya… Petra Meissner, de Sabinas Sin Fronteras, me contó que se hacían llamar «cabezas de perro» o algo así.
—Sí, Psoglav. Significa «cabeza de perro» en serbio, aunque también es una criatura mítica en la que creían los serbios, sobre todo los serbobosnios; una especie de criatura demoníaca o de hombre lobo. La unidad militar Psoglav no pasaba de ser una banda de criminales, y en eso se acabó convirtiendo al terminar el conflicto. Se dijo entonces, aunque solo eran rumores, a decir verdad, que Vujačić y sus colegas Psoglav se habían metido a fondo en el tráfico de personas después de la guerra de Bosnia. En todas sus siniestras variantes: criaderos de órganos, venta de mujeres a las mafias del sexo, talleres de trabajo en régimen de esclavitud, ese tipo de cosas. Pero sobre esto tendrías que hablar más bien con la Europol, con la división del crimen organizado. Hasta donde yo sé, Vujačić no actuaba directamente en el norte de Europa. Lo lamento, todo esto no te sirve de mucho, ¿verdad?
—Te lo agradezco de todos modos —dijo Fabel.
—Una cosa que sí te diría —añadió Lange— es que Vujačić era uno de los hijos de puta más malvados que han pisado la Tierra. Las historias que se cuentan sobre lo que hizo a los bosnios, a los croatas, a los albaneses… especialmente a las mujeres. Te lo aseguro, vi allí una cantidad enorme de monstruos, y Vujačić estaba en primera fila entre los peores. Por desgracia, no siempre se trata de quién merece ser llevado ante la justicia, sino de quién puede ser acusado con pruebas suficientes. Vujačić era un cabrón tan astuto que nunca conseguimos otra cosa que rumores. No es muy propio de un policía decirlo, pero mi primera reacción cuando se lo cargaron fue pensar que se lo merecía. Lo único que lamento es que no sufriera como había sufrido la gente que cayó en sus manos.
Fabel asintió mirando a Lange. «Incluso en un trabajo como este —pensó— hay cosas que es mejor no ver. No saber». En ese momento advirtió que hablaba con alguien cuyos sueños eran más oscuros aún, más terroríficos, que los suyos.
—Gracias, Michael —dijo Fabel—. Si se te ocurre algo más, llámame.
Fabel y Karin Vestergaard regresaron al Präsidium de policía. Ya habían cruzado las puertas giratorias y accedido al luminoso atrio de recepción cuando los detuvo Anna Wolff con expresión decidida.
—No se quiten el abrigo —dijo, sonriendo—. Tomemos su coche, Chef. Yo le indico el camino. Quiero que conozcan a alguien.
El café al que los llevó Anna estaba en la zona peatonal de Sachsentor, en el barrio de Bergedorf. Al llegar ya los estaba esperando una joven de rostro atractivo pero severo y largo pelo oscuro. Sandra Kraus se hallaba sentada con un enorme bolso de lona al lado —aún tenía la correa al hombro— y tamborileó sobre la mesa con los dedos mientras Fabel, Vestergaard y Anna se acercaban: casi como si estuviera anunciando su llegada con un redoble de tambor. No se levantó, pero les dirigió una sonrisa. Fabel observó que le pasaba lo mismo que a Karin Vestergaard: la sonrisa no le iluminaba los ojos.
—Conozco a Sandra desde que éramos crías —dijo Anna, después de las presentaciones—. Era la mejor alumna del colegio. Y es una criptógrafa absolutamente genial.
—¿De veras? —dijo Fabel con sincero interés, aunque mirando a Anna inquisitivamente. Lo distrajo otro tamborileo de Kraus sobre la mesa y se volvió hacia ella. La intensidad de su mirada le pareció particularmente turbadora: como si la chica lo escrutase como se observa un objeto, no a una persona.
—Sí, de veras —dijo Anna, desafiante—. Y créame, traerlo aquí para que la conozca no es ninguna pérdida de tiempo. Le pasé un ejemplar de Muliebritas. El mismo número que encontramos en el piso de Drescher.
—¿Sabe ella…?
Anna meneó la cabeza.
—Usted nos ordenó que mantuviéramos bajo control el asunto Drescher y eso es lo que he hecho. Sandra solo sabe que quizás haya un mensaje cifrado en la revista. A decir verdad, es lo único que a ella le interesa.
—¿Y ha encontrado algo? —preguntó Vestergaard.
—Ha tardado cinco minutos en encontrar el mensaje y descifrar el código. Ni uno más.
—¿Me estás diciendo que una criptógrafa amateur puede destripar un código ideado por una de las policías secretas y agencias de espionaje más eficaces del mundo? —Fabel sonrió con aire paternalista.
Kraus volvió a tamborilear sobre la mesa, dio un sorbo de café y rompió a hablar con vivacidad.
—Cuento con ventajas que ellos no tenían. Poseo una habilidad innata para reconocer pautas. Donde usted ve algo complejo y difícil, yo veo una estructura y, en último término, algo sencillo.
—No solo eso —dijo Anna—. He conseguido todos los números de Muliebritas de los últimos tres años. Drescher lo usaba regularmente para comunicarse con la Valquiria. Sandra ha descifrado docenas de mensajes.
—Tampoco ha sido tan difícil. La persona que en los anuncios se llamaba a sí misma Tío Georg utilizaba una combinación de códigos polialfabéticos. Básicamente una tabla de Vigenère con un cifrado César por desplazamiento. Un sistema muy sencillo. Por ejemplo…
Sacó un cuaderno y un lápiz de su enorme bolso y escribió: ALTONABALKONCUATROTREINTAPMJUEVES. Fabel se fijó en la perfección de su letra: las mayúsculas encajaban exactamente en las rayas del cuaderno.
—Lo cual se convierte en: VLEYRJEGKZXQWWYMTSSPKGTHTSEPJLET —prosiguió—. Por supuesto, una retahíla de letras como esa saltaría a la vista de cualquiera que echara una ojeada a la revista; y llamaría inmediatamente la atención a un criptógrafo, así que las ocultó en varios anuncios personales a lo largo de la sección de contactos. Publicó notas de agradecimiento con listas de nombres. Las iniciales incluían un buen número de letras del mensaje cifrado en cada anuncio.
—¿Y estás absolutamente segura de que has interpretado correctamente el código? —preguntó Fabel.
—Como digo, era un sistema de cifrado sencillo. En principio. Aunque durante más de trescientos años el código Vigenère fue considerado invulnerable, porque para descifrar el mensaje tenías que saber cuál era la palabra clave utilizada. Es decir, qué letras figuraban en el eje vertical de la tabla de Vigenère.
—¿Y tú lo has averiguado? —dijo Fabel—. ¿Cómo?
—Lo vi, sencillamente. Tengo un don especial para analizar la frecuencia de las letras y reconocer los emparejamientos comunes. Leí todos los mensajes y vi cuáles eran las pautas. Se supone que solo puedes hacer análisis de frecuencias con los códigos monoalfabéticos; no con un código polialfabético como este, donde cada letra cifrada puede decodificarse como más de una letra original.
—Pero Sandra sí puede —dijo Anna, orgullosa de las dotes de su amiga—. Dile la palabra clave, Sandra.
—Valquiria —dijo ella, tamborileando de nuevo sobre la mesa con el mismo ritmo de antes—. La palabra clave era Valquiria.
Mientras Anna conducía de vuelta al Präsidium, Fabel, sentado a su lado, repasó los mensajes que Sandra Kraus había decodificado.
—Son siempre lugares y horas —le comentó Fabel a Vestergaard, que iba en el asiento trasero—. Obviamente, la información más delicada la transmitía en persona. Esto lo utilizaba solo para concertar la cita.
—Lo cual significa que ahora podemos hacer exactamente lo mismo —dijo Vestergaard—. Podemos tenderle una trampa a esa Valquiria para que salga a la luz. Suponiendo que realmente no esté enterada de la muerte de Drescher.
—Aún sigue siendo un secreto. Pero ya no sé por cuánto tiempo. —Fabel miró a Anna—. Una amiga interesante la tuya.
—¿Sandra? Es fantástica. Tiene un coeficiente intelectual de superdotada.
—Me lo imagino —dijo Fabel, riéndose.
—Y es una Aspie.
—¿Una qué?
—¿Se ha fijado en que no para de tamborilear con los dedos? Siempre con el mismo ritmo, con el mismo número de golpes. ¿Y ha visto esa manera desconcertante que tiene de mirarte a los ojos?
—Sí, me he dado cuenta —dijo Fabel.
—Sandra tiene el síndrome de Asperger. Ella dice que es una «Aspie». Y no considera que sufra una discapacidad, solo que es diferente. Lo lleva muy bien. Apoya a un grupo que promueve la neurodiversidad… la idea de que hay más de un tipo de mente. Ella nos llama NT: Neurológicamente Típicos.
—Creía que la gente con síndrome de Asperger tenía dificultades para relacionarse. Pero sois amigas… —comentó Vestergaard desde detrás.
—Es una buena amiga —dijo Anna—. Tiene problemas en algunos aspectos, pero también se compensan con otros, como ha visto. Y ha desarrollado estrategias para afrontar las dificultades. Yo he aprendido a no juzgarla. Es gracioso: Sandra me explicó que uno de los estereotipos que tiene la gente sobre los Aspie es que no sienten empatía, o apenas, por los sentimientos de los demás. Por eso resulta difícil identificar a un Aspie varón: ¿cómo vas a distinguirlo de un hombre normal?
Vestergaard soltó una sonora carcajada.
Fabel se encogió de hombros.
—Bueno, una cosa es segura —dijo—. Tu amiga Sandra nos ha facilitado la pista más importante de este caso hasta ahora.
El análisis forense preliminar de la casa de Sparwald, como era de prever, no había dado mucho de sí. A Fabel, con todo, le sorprendió la cantidad de cosas que Astrid Bremer había logrado deducir con pruebas tan exiguas. Aún seguía trabajando en Poppenbüttel cuando lo llamó a su despacho del Präsidium.
—Ya he ordenado que trasladaran el cadáver y tendremos que esperar al informe de la autopsia, obviamente. Pero yo diría que la víctima ya estaba muerta antes de caer al suelo. La asesina disparó de nuevo cuando el cuerpo se encontraba en posición supina y la bala le entró por debajo del mentón. Un trabajo muy profesional. El segundo disparo fue probablemente para asegurarse. Meticulosidad profesional.
—En Oslo hubo un asesinato similar —dijo Fabel—. Exactamente con el mismo modus operandi.
—Yo diría que la víctima no dejó entrar a la asesina en la casa. Había un libro a su lado, en el suelo, sin otras huellas dactilares que las suyas. Es obvio que se le cayó cuando le dispararon. Y he encontrado restos de polvo en la pared que queda junto a la puerta del salón y en el borde de la misma. Desde luego, no hay huellas en el picaporte ni en ninguna otra parte, que yo haya visto. Deduzco que la asesina abrió la puerta del salón, entró y disparó antes de que la víctima pudiera reaccionar. La asesina no tuvo que internarse más en el salón; volvió sobre sus pasos por el pasillo hasta la puerta principal. Era una corazonada, pero tenía yo razón: no hay indicios de que la puerta fuese forzada, pero sí hay arañazos recientes alrededor de la cerradura. La abrió con una ganzúa.
—Pero ¿no hay nada de donde podamos obtener una muestra de ADN? ¿O un rastro de algún tipo? —Fabel no logró ocultar su frustración.
—Una huella de bota, parcial y borrosa, en el pasillo, con restos de tierra del jardín. Pero podría haberla hecho cualquiera en otro momento distinto. Y no es lo bastante grande, además, para obtener una identificación.
—Fantástico —dijo Fabel.
—Lo siento. He hecho todo lo que he podido —dijo Astrid e, incluso a través del teléfono, Fabel notó que lo decía en serio—. Lo he revisado todo tres veces. He probado todos los trucos. Simplemente, no había nada que encontrar.
—No es culpa tuya. Holger me dijo que si alguien podía sacar algo, eras tú. Que eres la mejor forense con la que ha trabajado en escenarios antiguos.
—Gracias —dijo Astrid—. Pero quien haya matado a Sparwald es todavía mejor.
Después de colgar, Fabel se dirigió al centro de operaciones de la brigada de homicidios. Werner, Anna, Henk y Dirk lo estaban esperando. Había invitado a Karin Vestergaard a sumarse a la reunión, pero ella había llamado para avisar de que llegaría con unos minutos de retraso.
—¿Sabes? —dijo Werner—, si estamos buscando a una Valquiria no iríamos muy descaminados mirando a la dama de hielo danesa. Una mujer fría de verdad.
—Es una buena policía, por lo que yo he visto —dijo Fabel.
—Una cosa —dijo Anna—, ya que hablamos de gente en la que deberíamos pensar… No pretendo hacerme la graciosa, pero hay dos mujeres a las que tendríamos que investigar a fondo: Martina Schilmann y Petra Meissner.
—¿Por qué Martina? —Fabel miró a Anna con extrañeza—. Es una exagente de la Polizei de Hamburgo, por el amor de Dios.
—Tenía relación con Westland y estaba cerca de la escena del crimen. Hablemos claro, solo contamos con su palabra para confirmar que estaba en el otro extremo de la Herbertstrasse todo el tiempo que ella dice haber estado. Y se crio en la RDA, igual que Petra Meissner. Las dos encajan en los límites de edad fijados para la Valquiria.
—¿Qué? —exclamó Fabel con desdén—. ¿O sea que ahora vamos a sospechar de todas las mujeres de Alemania del Este? Incluyamos también a la cancillera Merkel. Ella se educó en Brandeburgo, a fin de cuentas. —Adoptó sarcásticamente una expresión triunfal—. ¡Y estuvo en la Juventud Libre Alemana!
—Hablo en serio, Chef —insistió Anna—. No podemos desatender el hecho que dos mujeres relacionadas con Jake Westland pasaron su juventud en la RDA.
—Pero los antecedentes de Martina debieron de ser revisados exhaustivamente antes de dejarla entrar en la Polizei de Hamburgo. Y yo diría que Petra Meissner tiene un perfil público demasiado prominente para ejercer de asesina profesional.
—Quizá —dijo Anna—. Pero si Martina Schilmann es la Valquiria, sus antecedentes en la RDA serán tan poco fiables como…
—Vale, compruébalo. —Fabel se volvió hacia Hechtner—. Dirk, ¿has averiguado algo más sobre quién podría ser el tal Olaf, ese nombre del bloc de notas de Jespersen?
—No, lo lamento, Chef. De acuerdo con los pocos datos que hemos reunido sobre Drescher, nada indica que usara nunca Olaf como seudónimo. Tampoco hay ningún Olaf relacionado con Goran Vujačić, Jake Westland o Armin Lensch. Aún estamos investigando si Ralf Sparwald conocía a alguno.
—Podría tratarse de un detalle fortuito —dijo Fabel—. Quizá del todo irrelevante.
Fabel aguardó a que llegara Vestergaard y a que se hubiera congregado el resto del equipo en el centro de operaciones.
—Muy bien. Tenemos una pista importante —dijo, dirigiéndose a todo el equipo—. Gracias a Anna, hemos descifrado el código que usaba Drescher en sus mensajes a la Valquiria. Los mensajes se limitaban a fijar el lugar y la hora de encuentro. Es un claro ejemplo de pensamiento institucional. Crearon su sistema de trabajo antes de la reunificación, con métodos de la Guerra Fría. Me figuro que Drescher no se sentía cómodo con las nuevas tecnologías; de lo contrario, podrían haber utilizado Internet o cuentas de correo anónimas. Aunque, por decirlo todo, tampoco hay pruebas de que no emplearan esos medios, además de los anuncios de la revista.
—¿Por qué hacer todo eso? —dijo Werner—. Al fin y al cabo, podrían haberse llamado por teléfono. Nadie conocía a Drescher y ella habría podido recurrir a un móvil imposible de rastrear.
—Pensamiento institucional, como digo. Drescher estaba en la misma ciudad que la Valquiria, pero toda su relación había sido pensada para desarrollarse a larga distancia, porque la Valquiria trabajaría por su cuenta la mayor parte del tiempo. Al establecerse en Hamburgo tras la reunificación, mantuvieron su antiguo sistema de trabajo. Falta de flexibilidad, supongo.
Mientras hablaba, Fabel vio que Astrid Bremer, la subdirectora del equipo forense, había entrado en el centro de coordinación y se había quedado de pie al fondo.
—En todo caso —continuó Fabel—, hemos obtenido la colaboración de la revista Muliebritas. Van a reservarnos un espacio en el próximo número. Sale la semana que viene, así que hemos de darnos prisa para preparar el mensaje. No parece haber ningún punto de encuentro habitual. El único elemento común es que suele ser al aire libre, seguramente para que ella pueda echar un vistazo antes de acercarse, pero también con suficientes personas circulando alrededor para pasar desapercibidos. Por lo que veo, todos los encuentros se han celebrado en Altona o en el centro de Hamburgo.
—¿Qué tal la Rathausplatz, frente al ayuntamiento? —dijo Anna—. Podríamos poner a alguien en cada esquina y también en la entrada del metro.
—Sospecho que sería un sitio demasiado público para la Valquiria. Drescher escogía escenarios más tranquilos. Gente circulando, pero no muchedumbres. Además, hay que reducir los riesgos por si las cosas se tuercen.
—¿Qué me dices del Altona Balkon? —preguntó Werner.
—Drescher ya lo usó. En la última cita, de hecho.
—¿Y el Alsterpark, cerca de donde usted vivía, Chef? —dijo Anna—. En la orilla del Alster exterior. Sería relativamente fácil cercarlo y a la Valquiria le costaría descubrirnos.
Fabel pensó un momento.
—Suena bien. ¿Alguna objeción?
Nadie tenía ninguna.
—Muy bien —le dijo Fabel a Werner—. Vamos a codificar y repartir el mensaje en tres anuncios, tal como hacía Drescher: «Alsterpark, Fährdamm. Once y media. Miércoles». Esto nos da una semana para prepararlo todo. Entre tanto voy a escarbar un poco en la historia de Goran Vujačić. Fue su muerte prematura lo que impulsó a Jens Jespersen a venir a Hamburgo. —Se volvió hacia Vestergaard y añadió en inglés—: Me gustaría que me echara una mano, si le parece. También quiero que vayamos juntos a ver a Gina Brønsted. El grupo NeuHansa continúa apareciendo una y otra vez en este asunto.
—Claro —dijo, y sonrió con tal frialdad que le recordó a Margarethe Paulus—. Será un placer.
Cuando Fabel hubo asignado tareas a todo el equipo, Astrid Bremer se le acercó desde el fondo de la sala. Se la veía tan joven y adolescente que a Fabel por un momento le costó imaginársela como una verdadera experta en la ciencia de la muerte.
—Creo que he encontrado algo —dijo.
—¿De la casa de Sparwald? —preguntó Fabel, esperanzado.
—No, del apartamento de Drescher. Tenemos a un especialista en huellas dactilares capaz de extrapolar huellas a partir de muestras muy tenues o antiguas. He encontrado un paquete de Rondo Melange, el café más popular de la Alemania del Este. Me pareció extraño que un hombre que tanto se esforzaba en ocultar su pasado en la Stasi, y que se había fabricado una historia falsa en Alemania Occidental, tuviera en el armario una cosa así. Bueno, acabo de recibir noticias de mi especialista. Hay una huella que no es suya.
—¿El café era un regalo?
—Eso he pensado —dijo Astrid—. Y un regalo de alguien que conocía el pasado de Drescher en la RDA. Solo podría tratarse de una persona…
Acababa de entrar en su despacho para recoger el abrigo cuando sonó el teléfono.
—¿Kriminalhauptkommissar Fabel? Soy el doctor Lüttig, Thomas Lüttig, de SkK BioTech. Me he enterado de lo de Ralf; vino uno de sus agentes. Una joven.
—La comisaria Wolff, sí. Lamento la muerte del doctor Sparwald, sé que lo valoraba mucho como colega.
—También como amigo. En fin, me pidió que le contara cualquier cosa fuera de lo común que surgiera. Pues bien, me pasé la tarde revisando sus cosas. Y hay algo… Al parecer, Ralf estaba llevando a cabo un trabajo sin la autorización de la compañía. Una especie de proyecto privado.
—¿Ah, sí? —Fabel abrió el cajón y sacó un bloc—. ¿Qué tipo de proyecto?
—Por lo que veo, estaba analizando muestras de sangre. No muchas: parece que solo tres, cada una de un donante distinto. He encontrado las muestras y también varios documentos. Realmente resulta muy extraño.
—¿En qué sentido?
—Los análisis son tremendamente específicos. Según parece, Ralf estaba buscando PBDEs. Además, los análisis los hacía él y no guardaba registros propiamente dichos. Pero sí he encontrado una nota relativa a cada una de las muestras. La primera dice: mujer, veintidós, provincia de Hunan.
—China… —murmuró Fabel para sí.
—Exacto. Pero la segunda, no. Dice: mujer, veintidós, Bitola.
—¿Bitola?
—Lo he mirado en Internet. Es una ciudad de Macedonia. Muy industrial.
—¿Qué son esos PBDEs? —preguntó Fabel.
—Polibromodifenil éteres. Se usan mucho en los productos ignífugos. Y en una infinidad de cosas más. Existe cada vez más inquietud sobre su toxicidad.
—Dice que había una tercera muestra. ¿Cómo estaba catalogada?
—Sí, bueno, es esta la muestra que más me preocupa. También corresponde a la provincia de Hunan, igual que la primera muestra de sangre. Pero en este caso se trata de tejido humano. Y por las pruebas que Ralf estaba practicando, deduzco que es una muestra de tiroides humana. Lo cual quiere decir que fue tomada post mórtem. Y hay algo más.
—¿Qué?
—Por los resultados que he visto, los niveles de PBDEs de estas muestras son astronómicos.
—¿Eso qué significa? —preguntó Fabel—. ¿Podrían ser mortales?
—Potencialmente sí. Como ya le he comentado, son increíblemente tóxicos y necesitas un permiso especial para manejarlos. Está por ver todavía qué clase de daños pueden provocar, pero se sospecha que causan problemas en la glándula tiroides y en el sistema endocrino en general, e incluso daño neurológico.
—Gracias. Quizá nos resulte útil, doctor Lüttig. —Fabel hizo una pausa—. Por cierto, ¿el nombre Olaf le suena de algo? ¿Algún conocido de Ralf Sparwald quizá?
—No, no se me ocurre nadie. ¿Es importante?
—Seguramente que no —dijo Fabel.
No le gustaban los ejecutivos.
Importaba poco a qué altura estuvieran situados en sus enrevesadas jerarquías corporativas: para Fabel, todos ellos parecían haber sufrido una especie de personalidadectomía. Hacía poco había tenido que asistir a una reunión con la brigada de homicidios de Frankfurt. Durante el vuelo Fabel, que llevaba una chaqueta sport inglesa, se había visto rodeado de clones con trajes de Hugo Boss y se había sentido como un extra de la película Gattaca. Se juró a sí mismo que se volaría los sesos con su SIG-Sauer antes de comprarse una BlackBerry.
A veces incluso le costaba ocultar su desdén por ese tipo de agentes de policía que parecían estar en el «negocio policial» y que se visten con el mismo estilo corporativo clonado del de sus pares del sector comercial o bancario.
Pero eran los directivos que estaban en lo alto de la pirámide los que más le sacaban de quicio. A veces parecía que se creyeran barones medievales. Y en cierto modo tenían razón: Hamburgo era una ciudad y un estado que había basado su historia y su independencia en la actividad comercial. En lugar de poseer el control total sobre las vidas de siervos y vasallos, los magnates de las ciudades hanseáticas tenían a sus empleados, a las empresas filiales y proveedoras y a no pocos políticos de Hamburgo bajo su férreo yugo. Y la mayoría de los políticos eran ellos mismos hombres de negocios.
Según la experiencia de Fabel, los altos directivos de Hamburgo se sentían a menudo por encima y fuera del alcance de los vulgares mortales. Como, por ejemplo, de los policías.
Así que no le sorprendió demasiado tener que intervenir él personalmente para concertar una cita con Gina Brønsted. Había pedido a una de las secretarias del Präsidium que se encargara de ello, pero la pobre no había logrado absolutamente nada. Una y otra vez, algún subalterno situado en los escalones intermedios de NeuHansa le había dado largas.
—No importa —había respondido Fabel cuando la ayudante de la secretaria de la secretaria de Brønsted le había dicho que era «totalmente imposible» concertar una cita en una semana o más—. Ya entiendo que Frau Brønsted está muy ocupada. Enviaré esta noche un coche patrulla a su casa para que la traiga al Präsidium. Y no tema, ya me encargaré de explicarle que se ha mostrado usted muy celosa de sus horas de oficina.
Enseguida le informaron de que Gina Brønsted lo recibiría aquella misma tarde. En cuanto quedó confirmada la cita llamó a Hans Gessler, de la división de delitos corporativos, y le preguntó si le importaría acompañarle aunque lo avisara con tan poca antelación.
—¿Piensas llevar a la Sirenita? —preguntó Gessler.
—¿De qué hablas? —dijo Fabel, con sincera perplejidad.
—De esa belleza danesa a la que, según me han dicho, estás tan unido últimamente.
—Si te refieres a la Politidirektør Karin Vestergaard, entonces sí, en efecto, también vendrá. Gina Brønsted es una danesa de Flensburg y he pensado que podría ser útil. Y por lo demás, la Politidirektør Vestergaard tiene un interés directo en el caso.
—Cuenta conmigo —dijo Gessler.
Dadas las dificultades que había tenido para conseguir la cita con Gina Brønsted se llevó una sorpresa cuando, al salir ya del Präsidium, le entregaron una nota en recepción según la cual habían llamado de la oficina de Gennady Frolov preguntando si a Fabel le sería posible hablar con el empresario ruso. Frolov figuraba en su lista de tareas pendientes, así que se lo anotó mentalmente para responder a la vuelta.
El grupo NeuHansa tenía sus oficinas en un edificio nuevo de HafenCity. Después de recoger a Gessler y Vestergaard Fabel condujo desde el Präsidium hasta las orillas del Elba, donde cruzó el corto puente voladizo que iba a Speicherstadt.
—Esto es increíble —dijo Vestergaard mientras se internaban en aquel laberinto de callejas adoquinadas, con almacenes de ladrillo enormes y canales de comunicación.
—El Speicherstadt era una zona franca hasta hace pocos años —dijo Gessler con entusiasmo, echándose hacia delante desde el asiento trasero—. Creo que fue en 2004… Hasta entonces, el Speicherstadt era un puerto libre independiente y la zona aduanera más extensa del mundo.
Gessler era un tipo bajito pero apuesto de cuarenta y tantos años con cierta fama de donjuán. Al recogerlo en el Präsidium, Fabel advirtió que llevaba un traje de Hugo Boss. Y que estaba tecleando en su BlackBerry.
También vio que a Gessler se le iluminaban los ojos mientras le presentaba a Karin Vestergaard. Pero la llamarada no prendió en los ojos de ella.
—Han construido muchos edificios nuevos —explicó Fabel—. El Trade Center Hanseático en el Speicherstadt propiamente dicho, y también la HafenCity, que es toda nueva. Gina Brønsted ha situado la central del grupo NeuHansa en uno de los edificios más grandes y más modernos. Según se rumorea, tiene un ático, un apartamento «encima de la tienda», por así decirlo, de trece millones de euros.
Cruzaron el Speicherstadt y entraron en HafenCity. Abundaban el cristal y el acero, pero era evidente que se había hecho un esfuerzo para trasladar algo del espíritu del antiguo Speicherstadt a la arquitectura del siglo XXI.
—Impresionante —dijo Vestergaard.
—Aún no está terminado —dijo Gessler—. Va a haber un teatro de ópera que le hará la competencia a Sydney: el Elbphilharmnie Concert Hall.
—¿Cómo quiere manejar la entrevista, Jan? —dijo Vestergaard, como si no hubiese oído a Gessler.
—Le preguntaré sobre Lensch, empleado suyo, y sobre Claasens, su agente de exportación. Ella también vio a Westland la noche de su asesinato. En conjunto, hay bastantes implicaciones. Es una danesa de Flensburg (creo que ya se lo había contado), lo que significa que es de nacionalidad alemana, pero danesa en cuanto a etnia y lengua materna. Si me atasco, quizá pueda usted echarme una mano. Por lo demás, todas las preguntas sobre Jespersen se las dejo a usted. —Fabel se volvió hacia Gessler—. Hans, aquí hay algo que huele mal. No digo que Brønsted esté directamente implicada en los asesinatos, pero NeuHansa aparece siempre como telón de fondo.
—Yo no interrogo a gente, Jan: interrogo documentos y datos informáticos. Si existe una relación entre NeuHansa y estos asesinatos, habrá algo archivado en alguna parte, algo que tal vez parezca inocuo y que nos orientará en la dirección correcta. He de conseguir acceso a sus archivos. Cuando me presentes, mejor será que no reveles cuál es mi departamento, salvo que ella lo pregunte expresamente.
—De acuerdo.
Fabel abrió la puerta y bajó del coche, seguido de Gessler y Vestergaard. Oyó que soltaba un silbido de admiración y se volvió casi esperando que el detective de delitos corporativos estuviera contemplando las piernas de Karin Vestergaard. Pero no: Fabel siguió su mirada hacia el enorme y reluciente yate anclado más abajo, en el muelle. Aquella embarcación daba la impresión de estar tan preparada para navegar como para hacer un viaje espacial. Venía a ser como una larga y elegante aguja blanca con una superestructura de cristal negro. En la cubierta de popa reposaba un helicóptero.
—Ya lo reconozco —dijo Gessler—. Es el Snow Queen. Mide noventa metros y salió más o menos a millón de euros el metro.
—¿El yate de Gennady Frolov? —preguntó Fabel, todavía recorriendo con la vista las líneas estilizadas del megayate. No era hombre de mar, y no sentía ningún interés por los barcos, pero tuvo la impresión de que el Snow Queen era uno de los objetos más elegantes que había visto en su vida.
—Sí —dijo Gessler—. Míralo bien… es lo más cerca que llegaremos a estar jamás de semejante lujo.
Entraron en el edificio del grupo NeuHansa. Una recepcionista que parecía reclutada en una agencia de modelos y no en una escuela de negocios les dijo que aguardaran en el enorme atrio de columnas. Se sentaron en uno de los sofás de cuero blanco, cada uno de los cuales —habría una docena— parecía muchísimo más caro que el que tenían en casa Fabel y Susanne. Como el yate amarrado en el muelle a solo quinientos metros, aquello era pura intimidación a base de riqueza.
—¿Queréis ir a tomar una copa después? —dijo Gessler mientras esperaban—. Así podríamos «deconstruir» la entrevista.
—Lo siento —dijo Fabel, aunque no ignoraba a quién se dirigía de hecho la invitación—. He quedado con un amigo en el centro.
—Y yo tengo cosas que hacer para mi oficina de Copenhague —dijo Vestergaard sin sonreír.
Tras una espera de diez minutos, los acompañaron al octavo piso del edificio NeuHansa.
Las oficinas, de planta abierta, estaban ocupadas únicamente por unas cuantas mesas y un puñado de hombres y mujeres que parecían salidos de la misma agencia de modelos que la recepcionista. Esa suntuosa infrautilización del metro cuadrado más caro de Hamburgo no dejaba de ser otra declaración de principios. Los hicieron pasar a los tres a una oficina interior. Era enorme y lujosa y, más que un lugar de trabajo, parecía la suite de un hotel de diseño. Una mujer alta y esbelta de unos cuarenta y cinco años se incorporó detrás del inmenso escritorio y les indicó con un gesto un grupo de sofás situados alrededor de una mesa de café. Gina Brønsted era lo que Fabel habría descrito como una mujer imponente. Atractiva, pero con una poderosa mandíbula que le daba cierto aire masculino. El pelo rubio lo llevaba corto, pero de un modo que suavizaba la severidad de sus rasgos. Todo en ella —el peinado, el traje de falda y chaqueta color crema, los zapatos a juego, su sencilla blusa azul cielo— denotaba gusto y discreción, y también hablaba a gritos de riqueza. Fabel cayó en la cuenta de que tenía delante a un equivalente en carne y hueso del yate anclado fuera.
—¿Frau Brønsted? —dijo Fabel, todavía sin tomar asiento.
—Herr Fabel. —Ella extendió la mano con una sonrisa en los labios—. Siéntese, por favor. Discúlpeme un momento. —Se acercó a la puerta y le dijo algo a la mujer que los había hecho pasar—. Le he pedido a Svend Langstrup que se sume a la reunión. Herr Langstrup está al frente de todos los temas de seguridad, además de formar parte de mi equipo de asesores legales.
Fabel respondió presentándole por su parte a Karin Vestergaard y Hans Gessler. Tal como habían acordado, no mencionó que este pertenecía a la división de delitos corporativos de la Polizei de Hamburgo.
Al oír el nombre de Vestergaard, Gina Brønsted sonrió ampliamente y se puso a hablar con ella en danés. Tras un breve intercambio, se volvió hacia Fabel.
—Disculpe. No tengo a menudo la oportunidad de hablar mi lengua natal.
—Si no le importa, para que Frau Vestergaard siga la conversación hablaremos en inglés.
—No es necesario —dijo Vestergaard en alemán, con un ligero acento—. Me las arreglaré para entenderlo.
Fabel se la quedó mirando, estupefacto.
—Bien… —dijo. Soltó una risita y meneó la cabeza—. Eso nos ahorrará mucho tiempo…
—Debo decir, Herr Fabel, que me hago una idea bastante clara de lo que quiere hablar conmigo. Ya he tenido que pasar por ello con esa insistente e irritante señorita de HanSat TV.
—¿Sylvie Achtenhagen? —dijo Fabel—. ¿Ha estado aquí?
—Tentando a la suerte. Le recordé que poseo una participación de control en la cadena para la que trabaja. Es una mujer muy arrogante, ¿sabe?
—No me diga —respondió Fabel sin el menor atisbo de ironía.
Justo entonces entró en el despacho un hombre alto y moreno y saludó a todos con una sonrisa. Era delgado, pero ancho de hombros. Se notaba que se había roto la nariz en algún momento de su vida, y tenía una leve cicatriz en la frente, por encima del ojo. A Fabel no le pareció que tuviera aspecto de asesor legal, salvo que los pleitos en Dinamarca se celebraran en un ring de boxeo. El hombre se presentó como Svend Langstrup y tomó asiento.
—¿Usted se ocupa de la seguridad de Frau Brønsted? —le preguntó Fabel.
—Entre otras cosas, sí —respondió Langstrup, sin el acento danés que Fabel había esperado. Dedujo que debía de ser germano-danés, como la propia Brønsted—. Con la creciente relevancia política de Frau Brønsted, y con su éxito en los negocios, en ocasiones se presentan peligros para su seguridad.
—¿Ha habido amenazas? —preguntó Vestergaard.
—Amenazas potenciales.
—Hemos venido a hablar de una serie de muertes que se han producido recientemente. Todos ellas tienen alguna conexión con el grupo NeuHansa. No directamente en todos los casos, pero siempre parece haber alguna vinculación.
Gina Brønsted frunció el ceño.
—Desde luego, si podemos ayudar, haremos todo lo posible.
—¿Usted va a presentarse a la alcaldía, Frau Brønsted?
—Eso es del dominio público. No veo…
—¿Podría hablarme de su programa político? —dijo Fabel.
—Realmente no veo qué tiene que ver —dijo Langstrup.
—Deme ese gusto —insistió Fabel, mirando a Brønsted y sin hacer caso a su asesor—. Digamos que soy un votante indeciso.
—Mi programa político es prácticamente el mismo que el que ha constituido la base de mis negocios. Europa se está uniendo. Muy pronto existirá una Europa Federal y su poder económico eclipsará al de Estados Unidos e incluso a las potencias emergentes como China e India. Es ya una unidad económica y comercial, lo cual significa que las viejas fronteras nacionales carecen de sentido y que se presenta una oportunidad única para crear nuevas alianzas transnacionales. Yo no soy una política alemana, soy una política de Hamburgo. En lo que se refiere a los negocios, mi plan consiste en establecer alianzas con otras ciudades del norte de Europa para crear y compartir un tipo de prosperidad que ningún gobierno nacional es capaz de proporcionarnos.
—Como la vieja Liga Hanseática —dijo Fabel—. De ahí el nombre NeuHansa.
—La Liga Hanseática desapareció hace ya mucho. Hamburgo adoptó el título de Ciudad Libre y Hanseática un siglo y medio después de que la Liga dejara de ser una fuerza económica y política en activo. Pero la idea siguió viva. Todavía puede verla hoy en día, a su alrededor. Aquí. Si el ideal hanseático no se hubiera mantenido vivo en la psique hamburguesa, el Speicherstadt no se habría construido. Y todo esto, la HafenCity, no deja de ser otro ejemplo de la independencia y el espíritu emprendedor de Hamburgo.
Brønsted hablaba con brío, aunque sin auténtica pasión, pensó Fabel. Tenía la sensación de estar escuchando el mitin de un partido político. Pero bueno, él mismo se lo había buscado, se dijo.
—Hace quince años —prosiguió Brønsted—, cuando el resto de Europa se dedicaba a mirarse el ombligo en vez de pensar en el futuro de la economía mundial, Hamburgo vio que China y Extremo Oriente, así como el Este de Europa, ofrecían una enorme oportunidad comercial. Así que nos pusimos manos a la obra y construimos instalaciones especializadas para sacarle a esa oportunidad el máximo partido. Mire lo que está pasando a solo unos centenares de metros de aquí, en Sandtorhafen. Una vasta extensión de HafenCity dedicada exclusivamente al comercio con China. ¿Sabía usted que, de los 10,8 millones de contenedores que manejará Hamburgo este año, uno de cada cinco irá destinado o procederá de China? Mis ideas políticas son sencillas: Hamburgo necesita la libertad y la independencia necesarias para seguir ampliando sus éxitos, para establecer alianzas con otras ciudades de Escandinavia y el Báltico y para superar juntas a cualquier otra región comercial del mundo.
—Todo fantástico en teoría —dijo Fabel—. Pero como usted ha dicho, en último término la Liga Hanseática fracasó.
—Duró casi trescientos años de una u otra forma, Herr Fabel. Era una superpotencia dentro de Europa. Una superpotencia mercantil, más que militar. Poseía poder militar, pero raramente lo utilizó. La guerra es mala para los negocios. Creo que ese es un buen modelo para el futuro de Europa.
—Pero usted es danesa —dijo Karin Vestergaard—. Germano-danesa, desde luego, pero sabe muy bien que el capitalismo salvaje no encaja con el carácter danés. Y sin embargo, incluye a Copenhague en sus planes.
—No hablo de capitalismo salvaje —replicó Brønsted—. Hablo de la posibilidad de generar y compartir riqueza. Es capitalismo con socialdemocracia. Nada podría ser más danés que eso.
—Estoy seguro de que no han venido a discutir las ideas políticas del partido NeuHansa —dijo Langstrup. Fabel se fijó en sus ojos duros y pequeños.
—¿Podría decirme qué sabe de Armin Lensch? —le dijo Fabel a Brønsted—. El joven que trabajaba en su departamento de exportación.
—Nada. —Se encogió de hombros—. Tengo más de un millar de empleados. Obviamente me afligió la noticia de su muerte; y también su manera de morir, claro. Pero ni siquiera había oído su nombre hasta que me informaron de que la última víctima del Ángel de Sankt Pauli era empleado mío.
—¿Le importaría que echáramos una ojeada al trabajo reciente de Lensch? —preguntó Gessler con su encantadora sonrisa donjuanesca—. Nos podría servir de ayuda quizá.
—¿En qué sentido? —dijo Langstrup—. Está claro que su muerte no tenía ninguna relación con su trabajo.
—¿Ah, no? —dijo Fabel—. ¿Cómo puede estar tan seguro?
—¡Fue víctima de un asesino en serie que actúa al azar, por el amor de Dios!
—No tan al azar, según mi punto de vista —dijo Fabel sin apartar la mirada de Gina Brønsted—. No es seguro en absoluto que el llamado Ángel de Sankt Pauli fuera responsable de la muerte de Lensch. Si lo prefiere, podemos pedir una orden judicial para ver sus archivos.
—Eso no será necesario —dijo Brønsted. A Fabel le pareció que le lanzaba una mirada fulminante a Langstrup, como diciendo: «Muestra disposición a colaborar»—. Dígannos simplemente qué es lo que necesitan ver.
—No lo sabremos hasta que lo veamos —dijo Gessler—. Así que tendremos que mirarlo todo, en realidad.
—He visto el yate de Gennady Frolov, el Snow Queen, amarrado en el muelle. ¿Tiene negocios con él? —preguntó Fabel.
—El yate está allí porque es el punto de amarre normal de las naves privadas de esa envergadura. Pero sí, he tenido tratos con Herr Frolov. De hecho, estoy interesada en el astillero de Flensburg que diseñó y construyó el Snow Queen.
—¿Vantage North? —preguntó Vestergaard.
—Sí, Vantage North. —Brønsted fingió estar impresionada—. Veo que ha hecho los deberes.
—Y aparte de su relación con Vantage North, ¿tiene otros negocios con Frolov? —preguntó el comisario.
—A decir verdad, estamos en mitad de una negociación para un proyecto conjunto. Un proyecto medioambiental.
—¿A través de su empresa Norivon?
—Sí. ¿A qué viene el interés en Herr Frolov?
—¿Conoce a Peter Claasens, el agente de exportación?
—Claro que lo conozco… lo conocía. Me enteré de su suicidio. Claasens Exporting trabajaba para nosotros. Pero solo ocasionalmente.
—¿Lo vio alguna vez en persona?
—Quizás una vez. O dos. En actos oficiales, convenciones, ferias, ese tipo de cosas. —Brønsted sonrió educadamente y clavó en Fabel aquellos ojos azules daneses. Él vio en ellos impaciencia, irritación. Solo un atisbo, pero lo suficiente para advertirlo.
—¿Y conoció a Jake Westland la noche de su muerte?
—Antes de que se produjera su muerte, sí. Antes de su actuación. Se suponía que iba a asistir una fiesta después del concierto, pero no se presentó.
—¿De qué hablaron? —le preguntó Vestergaard. Una vez más, Fabel comprobó lo bueno que era su alemán, aquel alemán hasta ahora inédito.
—Del concierto, de la organización Sabinas sin Fronteras en cuyo beneficio se había montado. No lo recuerdo bien, en realidad. La típica charla intrascendente.
—¿Dijo o hizo algo fuera de lo normal? —preguntó Fabel—. ¿Parecía preocupado o distraído?
—No. —Brønsted frunció el ceño exageradamente, como si estuviera haciendo un esfuerzo para recordar—. No, creo que no.
—De acuerdo —dijo Fabel, como si estuviera tachando mentalmente uno a uno los nombres de una lista—. Otro empleado suyo, otra muerte…
—¿Ralf Sparwald? —intervino Langstrup, que había seguido las últimas preguntas atentamente, con sus ojillos fijos en él.
—Ralf Sparwald —repitió Fabel, sin dejar de mirar a Brønsted.
—Me temo que tampoco lo conocía. Me enteré de su asesinato. ¿Está relacionado con el de Armin Lensch?
—Así pues, para resumir… —dijo Fabel, haciendo oídos sordos a su pregunta—. Usted no conocía realmente a Jake Westland, que murió pocas horas después de hablar con usted; ni conocía realmente a Armin Lensch, que fue la siguiente víctima en Sankt Pauli y casualmente trabajaba para usted; ni conocía realmente, aunque lo había visto un par de veces, a Peter Claasens, que hacía trabajos para su empresa como agente de exportación y se quitó la vida arrojándose al vacío; y tampoco conocía realmente a Ralf Sparwald, otro de sus empleados, que fue ejecutado por un profesional en su propia casa.
Langstrup se inclinó hacia delante en el sofá. Ahora sus ojillos parecían aún más pequeños y más duros.
—Si tiene alguna acusación concreta contra Frau Brønsted, le sugiero que la haga. Pero si continúa con estas insinuaciones, la entrevista ha concluido. Y creo que no debería olvidar que Frau Brønsted se presenta a la alcaldía…
Fabel no respondió de inmediato; observó a Gina Brønsted, que permanecía impasible y silenciosa.
—Vamos a dejar las cosas claras —le explicó a Langstrup—. Estoy investigando una serie de asesinatos y esta entrevista concluirá solamente cuando yo lo diga. No tengo inconveniente en darle más formalidad y celebrarla en la Mordkommission. En segundo lugar, se supone que usted se encarga de la seguridad de NeuHansa. ¿No se le ha ocurrido pensar que es extraño que tantas personas que trabajan para la compañía o tienen relación ella hayan sufrido una muerte prematura? Deben de estar ahorrando una fortuna en su fondo de pensiones.
—Sí se me ha ocurrido, de hecho —replicó Langstrup—. Hemos estado investigando. Mi gente no ha encontrado conexión alguna entre esas muertes y la compañía. Ha sido una coincidencia. Teniendo en cuenta que el grupo NeuHansa tiene miles de empleados, y cientos de contratistas y subcontratistas, realmente tampoco es tan descabellado.
Fabel se echó a reír con incredulidad.
—Hace unos años perseguí a un asesino en serie obsesionado con los cuentos de hadas. Se lo aseguro, Herr Langstrup: él estaba más anclado en la realidad que usted si de verdad cree que la vinculación de NeuHansa con cada uno de los asesinatos que estamos investigando es una coincidencia.
—Bueno, no todos tienen una conexión con NeuHansa…
—¿Qué quiere decir? —preguntó Fabel.
Por un momento Langstrup dio la impresión de haber sido pillado a contrapié.
—Bueno… no, tiene razón. Pensaba que la muerte de Claasens no estaba relacionada, pero claro que lo está… Se me olvidaba que trabajaba como agente de exportación nuestro.
—Ya veo —dijo Fabel, intercambiando con Vestergaard una mirada significativa.
—El comisario tiene razón —le dijo Brønsted a Langstrup—. Hemos de hacer todo lo que podamos para cooperar.
—Desde luego. —Langstrup sonrió secamente.
Dedicaron el resto de la reunión a concretar los detalles para que Hans Gessler pudiese acceder a los archivos de la empresa. Previsiblemente, Brønsted terminó reiterando que NeuHansa haría todo lo posible para colaborar en la investigación.
—Una cosa más, Frau Brønsted —dijo Fabel cuando ya se levantaban todos—. ¿El nombre Valquiria le dice algo?
Examinó su rostro buscando alguna reacción o un signo de reconocimiento. Ella se limitó a fruncir el ceño.
—No entiendo la… O sea, claro que sí: la mitología germánica, Wagner, ese tipo de cosas… Y desde luego, el complot para matar a Hitler…
—No. Me refería al mundo de los negocios. ¿Tiene NeuHansa algo que ver con algo o alguien que utilice ese nombre?
Brønsted frunció los labios y meneó la cabeza.
—La verdad es que no. Lo comprobaré si quiere.
—¿Ha oído hablar de alguna de estas mujeres: Margarethe Paulus, Liane Kayser o Anke Wollner?
—No, ninguno de esos nombres me suena.
Fabel no logró discernir nada en su expresión. Barajó la idea de lanzarle el nombre de Georg Drescher para ver cómo reaccionaba, pero decidió no hacerlo. Esa parte prefería mantenerla en secreto por ahora.
El resto de la entrevista lo empleó en plantearle preguntas sobre detalles colaterales. En qué estaba trabajando Ralf Sparwald; quién más había hablado con Westland en la recepción celebrada antes del concierto; en qué medida se solapaban las funciones de Norivon Tecnologías Medioambientales y las de SkK BioTech. En fin, todo lo que se le ocurrió a Fabel para obtener algún tipo de reacción. Transcurrida una hora, le dio las gracias a Brønsted por su tiempo.
Cuando salieron los tres a la calle, Fabel inspiró hondo.
—Hans —le anunció a Gessler sin quitar la vista del yate—. Todos los archivos de NeuHansa, todos los datos bancarios, todas y cada una de las transacciones… quiero que lo revises absolutamente todo. Hablaré con los de arriba y te conseguiré el tiempo y el personal que haga falta.
—Suponía que ibas a decírmelo —dijo Gessler—. Si hay algo, lo encontraremos. Entiendo que ahora ya sabes quién contrató a la Valquiria, ¿no? O quien la contrató a través de Drescher.
—Langstrup ha cometido un desliz —dijo Fabel—. Naturalmente que hay un asesinato no relacionado con el grupo NeuHansa.
—El de Drescher —dijo Vestergaard.
—Exacto. Y nosotros lo hemos mantenido hasta ahora en secreto. Nadie lo sabe. Lo cual significa que Langstrup, aunque haya tratado de disimularlo, estaba hablando de un asesinato que, para él y para cualquier otra persona que no pertenezca a la brigada, aún no ha ocurrido.
—Queda todavía por saber —dijo Vestergaard— si Langstrup dirige su propio imperio personal o si es Gina Brønsted la que está detrás de estos asesinatos.
—No sé —dijo Gessler—. Langstrup parece capaz de manejarse por sí solo. Y da toda la impresión de haber tenido más de un encontronazo con otras personas capaces de lo mismo. Pero aun así no me parece que pueda ser el cerebro de la organización.
—A mí tampoco —dijo Fabel.
Habían llegado casi al final de la jornada. Fabel llevó a Gessler al Präsidium para que recogiera su coche, aprovechó para llamar a la oficina de Gennady Frolov y fijó una cita para dos días más tarde. Después de comprobar en la brigada que no se habían producido novedades durante su ausencia, acompañó a Karin Vestergaard al hotel.
—Ya sabe lo que voy a preguntarle, ¿no? —le dijo, hablando de nuevo en inglés, mientras circulaban por el centro de la ciudad.
—Me hago una idea.
—Tiene usted la cara muy dura, ¿lo sabía? La he tratado con toda la cortesía profesional. Maldita sea, con cortesía y hospitalidad incluso personal. Le presenté a Susanne y usted se pasó toda la comida dejándonos creer que teníamos que hablar en inglés. Debo reconocer que aprende a una velocidad endiablada. Ha pasado en cuestión de dos semanas de no entender una palabra a hablar con toda fluidez.
—Übung macht den Meister, ¿no es eso lo que dicen en alemán? ¿La práctica lleva a la perfección?
Vestergaard sonreía con picardía, lo que dejó a Fabel totalmente desconcertado. Salvo algún instante fugaz durante la cena con Susanne, aquella era la primera vez que veía en su rostro algo así como una expresión espontánea.
—Lo siento, Jan —prosiguió—. Tiene razón, no fue honesto de mi parte. Pero para mí es mucho mejor hablar en inglés.
—No me ha parecido que tuviera que hacer muchos esfuerzos antes. ¿Dónde demonios aprendió a hablar así el alemán?
—Me crie en el sur de Jutlandia, al lado de la frontera alemana. Mi padre era lo contrario de Gina Brønsted: si ella es germano-danesa, él era danés-alemán. En casa hablaba en dialecto sonderjysk y en alemán. Después del inglés, esta fue mi tercera lengua en el colegio.
—Bueno, ya veo que lo ha conservado en gran parte.
—Tengo que contarle otra cosa… —dijo tímidamente.
—Muy bien. Adelante.
—Le dije que nunca había estado en Hamburgo y… no era estrictamente la verdad. Trabajé aquí durante los períodos de vacaciones de la universidad.
—Déjeme adivinarlo… ¿para mejorar su alemán?
—Lo siento.
—No es que tenga tanta importancia en sí, Karin, pero habíamos hecho un trato. ¿Cómo demonios voy a saber ahora si se ha guardado algo más?
—He sido totalmente sincera con usted, Jan. Pero no estaba segura de que usted fuese a serlo conmigo. Supongo que pensé que si usted creía que yo no entendía el alemán…
—¿Debo deducir entonces que ya se ha calmado su inquietud? —Fabel se detuvo en el semicírculo adoquinado frente al hotel.
—Sí, así es. Estamos del mismo lado, Jan. Se lo prometo.