—Me ha estado buscando.
Se interrumpió. Otro ataque de tos y una serie de ruidos amortiguados que indicaban que había tapado el auricular con la mano. Cuando volvió a hablar su voz sonaba más ronca, más firme, como enojada con su propia flaqueza.
—Sé que me ha estado buscando.
—Por supuesto que sí —dijo Sylvie Achtenhagen—. ¿Qué esperaba? ¿Tiene más información para mí?
—Ya ha visto todo lo que tenía que ver. Es suficiente. No hace falta que me busque ni que intente localizarme —dijo Siegfried—. Quiero que nos veamos.
—¿Cara a cara? —preguntó Sylvie.
Mientras hablaba, miró por la ventana del hotel —un hotel de carretera, de los que estaban a la salida de la autovía—, y observó las siluetas de los coches y camiones, borrosas a causa de la lluvia, que se deslizaban a cierta distancia por la cinta de asfalto.
—Cara a cara —dijo él—. ¿Tiene mi dinero?
—Usted ya conoce la respuesta. No es tan sencillo.
—En la vida todo es tan sencillo como uno decide que lo sea. Las decisiones sobre la vida y la muerte son las más sencillas. Y una decisión sobre si desea que sea otro quien se quede esta exclusiva no puede ser más simple.
—Escuche —dijo Sylvie—, podemos llegar a un acuerdo.
—Claro que podemos. Yo quiero algo de usted y estoy seguro de que me lo dará. Es muy sencillo, ya se lo he dicho.
Después de que Siegfried colgara, Sylvie permaneció todavía un momento junto la ventana, contemplando los coches silenciosos en la distancia. Estaba estrechando el cerco en torno a él, no cabía duda. Si Siegfried sabía que lo buscaba era porque ella había mirado en los lugares adecuados. Volvió a la cama y extendió las hojas con los nombres en los que se había centrado. Estaban por todo el Este de Alemania, salvo uno que vivía en Hamburgo. Uno de ellos era Siegfried, estaba segura.
Sylvie se levantó temprano a la mañana siguiente y condujo cincuenta kilómetros hasta Dresde. Allí fue a ver a un contable jubilado, un tal Berger. Como Frau Schneeg, Berger había intentando ocultar su pasado en la Stasi y se había trasladado desde su ciudad natal a Dresde. No obstante, le explicó él mismo, lo más frecuente era que acabase corriendo la voz.
—Usted estaba entre el personal de Ulrich Adebach, ¿verdad, Herr Berger?
Sylvie echó una ojeada por el apartamento. Pulcro pero pequeño y amueblado sin gusto. Deprimente.
—¿Dice que puedo ganarme algo con esto? —preguntó Berger. Era un hombre menudo de sesenta y tantos años, con el pelo todavía oscuro y una cara estrecha y demacrada.
—Puedo pagarle algo —dijo Sylvie—. Si la información es útil.
—¿Y nadie sabrá que yo he intervenido?, ¿que la he ayudado?
—Nadie sabe que he venido, Herr Berger, y nadie lo sabrá, se lo prometo. Todo lo que me diga quedará entre nosotros.
—Sí. Yo era del personal de Adebach. Un viejo hijo de puta.
—¿Cuánto tiempo?
—Seis años y medio. Desde 1977 hasta 1984. Luego me trasladaron.
—¿Voluntariamente?
—No. Acabé en otro departamento, revisando cintas de conversaciones grabadas. Ese tipo de cosas.
—¿Por qué lo trasladaron?
—Adebach se hizo con un nuevo ayudante. Un mal bicho llamado Helmut Kittel, que la tenía tomada conmigo.
—Mientras estuvo con Adebach, ¿se tropezó alguna vez con un tal comandante Georg Drescher? Era de la HVA, o de operaciones especiales. Tal vez incluso de la Sección A. Y tengo motivos para creer que trabajó en un proyecto llamado Operación Valquiria.
Berger se quedó pensando un rato. Sylvie notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para ganarse la recompensa.
—No… no puedo decir que me lo cruzara nunca en el departamento. Ni tampoco oí hablar de ninguna Operación Valquiria.
—Consistía en el adiestramiento de mujeres jóvenes para operaciones especiales.
Berger volvió a sumirse en sombrías reflexiones; de repente se iluminó su expresión.
—Espere un momento, sí hubo algo… Recuerdo que Adebach solicitó que le llevaran unos expedientes que habían llegado con un mensajero. Al parecer, el mensajero había preguntado por Kittel; debían haberle ordenado que se los entregara en mano para que este, a su vez, se los hiciera llegar a Adebach. Pero Kittel había salido a almorzar, así que se los llevé yo. Adebach estaba al teléfono y me ordenó que esperase. Echó una ojeada a los expedientes y luego me despidió con un gesto. Pero recuerdo que en los expedientes había fotos de mujeres muy jóvenes. Adolescentes, en realidad. Y también figuraba el sello de la HVA. Cuando Kittel volvió de su almuerzo se puso como loco. Poco después me trasladaron.
—¿Qué aspecto tenía Kittel?
—Un miserable pedazo de mierda. Medía un metro noventa y estaba en los huesos, seguramente por todos los cigarrillos que se fumaba. Era lo que se dice un fumador empedernido.
—¿Qué edad tenía?
—Treinta años, quizá —dijo Berger con una mueca de aversión—. Parecía más joven. Era el niño prodigio del departamento.
—Así que estaba implicado en el proyecto que contenían esos expedientes…
—No sé si «implicado» sería la palabra idónea. Él no era más que un correveidile, un mero administrativo. Pero debe de haber visto muchos de los expedientes que pasaban por el escritorio de Adebach.
Sylvie permaneció un momento en silencio, mirando alrededor pero sin fijarse en realidad en el exiguo y gris apartamento.
—¿Le ha sido de ayuda? —preguntó Berger, expectante.
—Oh, sí —dijo Sylvie—. Creo que ya conozco a Herr Kittel.
—Yo de usted me andaría con cuidado. Oí decir que se había metido en cosas más importantes: investigaciones, erradicación de elementos indeseables… Se hizo una fama siniestra.
—No importa. Siegfried y yo nos entendemos a la perfección… —dijo Sylvie, sin hacer caso de la perplejidad de Berger.