Desde el coche, Fabel llamó al móvil de Sparwald.
—Número no disponible —le dijo a Vestergaard cerrando su teléfono.
—No es de extrañar si está en una zona remota de China.
—Exacto: si es que está allí —dijo Fabel. Miró la nota que Lüttig, el jefe de Sparwald, les había dado—. Quiera Dios que sea así. Si realmente iba a hacer este viaje con un amigo noruego y ese compañero de viaje era Halvorsen…
Sparwald no residía lejos de su trabajo. Aunque si uno apreciaba el medio ambiente, Poppenbüttel no era mal sitio para vivir. Incluso en invierno, con sus árboles de ramas desnudas y sus encantos deslucidos, la naturaleza hacía sentir allí su presencia. Sparwald vivía en una casita rodeada de una densa arboleda, cerca de la orilla del Alster. Era de madera, pero la mayor parte de la fachada sur estaba ocupada por ventanas, ahora con los postigos cerrados.
—Me recuerda a muchas de las casas de Dinamarca —dijo Vestergaard. Le señaló una zona del jardín donde habían cavado una zanja. Al fondo había algunos rollos de tubo tirados en la tierra fangosa—. Mire: estaba instalando un convertidor de energía geotérmica. Aún no ha terminado. Es bastante raro dejar algo así a medias cuando estás a punto de irte un mes a China. —Hizo un gesto hacia el tejado—. Y esos paneles solares son nuevos; diría que no están conectados. Sparwald estaba obviamente en mitad de un importante proyecto de reformas domésticas.
Fabel se acercó a la puerta principal, llamó al timbre y, por si fuera poco, dio unos golpes con los nudillos. Tal como esperaba, no hubo respuesta. Se volvió hacia Vestergaard.
—Voy a echar un vistazo detrás. Mire a ver si hay alguna ventana donde no estén echadas las persianas.
Fabel rodeó la casa por un lado. También allí se veían signos de una obra en marcha: materiales de construcción apoyados contra la pared, herramientas tiradas en el suelo. Trató de abrir la puerta trasera. Estaba cerrada con llave.
—¡Jan!
Vestergaard lo llamaba desde el otro lado de la casa. La rodeó a toda prisa, resbalando entre el barro removido para cavar la zanja de la bomba de calor.
—Eche un vistazo aquí —dijo Vestergaard—. Hay una rendija entre la persiana y el alféizar.
Fabel atisbó por la rendija, pero no vio nada. Sacó una linternita del bolsillo y enfocó hacia el interior.
—¿Lo ve? —dijo Vestergaard.
—Sí, sí —respondió. Por un instante trató de convencerse de que era solo un zapato. Pero no. Sabía muy bien que lo que había visto, asomando desde detrás del sofá: era un pie.
Llamó al Präsidium con el móvil y ordenó que enviaran un coche patrulla de la comisaría 35 de Poppenbüttel.
—Y vaya avisando también al departamento forense. Da la impresión de que tenemos aquí el escenario de un crimen.
—Esto es otra cosa —dijo Vestergaard sin el menor asomo de ironía.
La primera unidad de agentes uniformados había tardado menos de dos minutos en presentarse y derribar la puerta de la casa con un ariete. Lo que primero les llamó la atención al entrar fue el olor, el inconfundible hedor de la muerte. Encontraron el cuerpo de Sparwald en el salón, detrás del sofá, con un pie asomando por un extremo, como habían visto a través de la ventana. Aquel horror era distinto del que habían presenciado en el caso de Drescher, y Fabel comprendió a qué se refería Vestergaard. El olor se debía a que Sparwald había permanecido allí durante días, o tal vez semanas, sin que nadie lo descubriera, pero el método utilizado para matarlo había sido mucho más limpio que con Drescher. Sin simbolismos ni rituales. Sin pasión.
Fabel y Vestergaard se habían puesto protectores en los zapatos y guantes de látex antes de entrar en la casa, y ordenaron a los agentes que hicieran lo mismo. Cubriéndose la boca y la nariz con un pañuelo, Fabel se agachó y examinó el cadáver de Sparwald, que yacía boca arriba, con la piel de la cara lívida y salpicada de manchas. Tenía un orificio de bala en mitad de la frente y otro debajo de la mandíbula. Una forma profesional y eficiente de acabar con una vida.
—¿Se da cuenta de que es exactamente el mismo modus operandi que con Halvorsen?
Vestergaard también se tapaba la nariz con el dorso de la mano para mitigar el hedor de la muerte, pero, por lo demás, advirtió Fabel, parecía impasible frente a aquel panorama. Tenía la frente ligeramente arrugada, pero se trataba más bien de la concentración de una profesional mientras analizaba los datos que se le ofrecían.
—Sí —dijo él—. Juraría que lo han matado con un proyectil de punta hueca de baja velocidad.
—La Valquiria —dijo Vestergaard en voz baja, como para sí.
La comisaría de policía de Poppenbüttel formaba parte de la división este de la Polizei de Hamburgo y no podría haber sido más distinta de Davidwache o de Klingberg. Situada en Wenzelplatz, junto a la estación de metro, la comisaría 35 era un imponente edificio nuevo compuesto por una serie de bloques macizos modernos. Había algo casi intimidante en la severidad de aquella construcción, pensó Fabel; la Davidwache debía de resultarle mucho más accesible a la gente.
Había reunido allí a todos los efectivos que necesitaba: Holger Brauner y su equipo forense, Anna, Werner, Henk y Dirk. La comisaría de Poppenbüttel había retenido a los agentes de servicio al llegar los del turno siguiente, doblando así el número de policías disponibles. Fabel había llamado también a Van Heiden, cuyo tono de desaprobación parecía indicar que lo responsabilizaba a él personalmente por el hallazgo de otro asesinato. Pero, por lo demás, no había mostrado reticencias a la solicitud de refuerzos de Fabel.
Con los primeros que habló fue con los forenses. Brauner se había presentado con un convoy de furgonetas compuesto por doce especialistas equipados con todo el material técnico necesario para estudiar a fondo la casa.
—Si no te importa —le dijo Brauner—, me gustaría que Astrid entrara sola primero. Tiene un don especial para rastrear los escenarios antiguos.
—Tú decides, Holger —dijo Fabel—. Es asunto tuyo. Aunque debe de ser muy buena, porque normalmente ya habríais entrado todos corriendo en un caso como este.
—Lo es, créeme. Una de las mejores con las que he trabajado nunca.
Fabel mantuvo una concurrida sesión informativa en la sala de reuniones de la comisaría. Su estrategia era simple: llamar a todas las puertas, sonsacar a todos los testigos, anotar todos y cada uno de los detalles. Al mismo tiempo, se aferraba a la esperanza de que el análisis forense de la escena revelase algo que los orientara en dirección a la Valquiria. Con la ayuda de Vestergaard calculó cuándo había estado la asesina en Oslo y cuándo podía haber muerto Sparwald, de acuerdo con las primeras estimaciones de Astrid. Una vez establecido un calendario aproximado de la asesina, puso a un equipo de agentes a revisar vuelos, trenes y ferris. Era una búsqueda muy improbable, sobre todo porque se las veían con alguien que no dejaba huellas ni cometía errores. Nunca.
Fabel volvió a casa hacia las diez y le explicó a Susanne lo que el día había dado de sí.
—Pareces agotado —dijo—. ¿Has comido?
—He tomado algo en Poppenbüttel. —Suspiró—. Nos hemos pasado horas tratando de rastrear sus pasos. No sé, Susanne… esta asesina, y toda la historia de Margarethe Paulus, a veces creo que me supera. Por primera vez en diez años me siento totalmente perdido con un caso.
Susanne sonrió y le apartó un mechón de pelo de la frente.
—¿Quieres que te diga lo que pienso?
—Claro. Siempre me interesa tu opinión, ya lo sabes.
—No hablo de mi opinión profesional. Me refiero a mi opinión personal.
—Muy bien.
—Los hombres siempre estáis tratando de averiguar cuál es el secreto para tener éxito con las mujeres. Siempre os lo preguntáis unos a otros. Y la verdad es que el hombre que más éxito tiene con las mujeres no posee ningún secreto. Simplemente no las trata como si fueran de otro planeta.
—¿Pretendes mejorar mis dotes para ligar?
—No, Jan. Tú te las apañaste en ese aspecto. Ahora, en este caso… justamente porque estás lidiando con mujeres, con una asesina en serie o con una asesina profesional, crees que no tienes ningún marco de referencia. Es cierto que existen diferencias en el comportamiento delictivo de cada género. Pero si estás enfocando las cosas equivocadamente es porque quieres enfocarlas de modo diferente. Haz lo que siempre haces, Jan. Olvídate del género y céntrate en los crímenes.
Fabel reflexionó en lo que Susanne había dicho.
—Quizá tengas razón —dijo.
—Venga —le dijo ella—. Vamos a la cama. Necesitas una buena noche de sueño. Verás las cosas de otra manera mañana.
Le costó dormirse y, cuando lo hizo al fin, tuvo sueños fragmentarios. Imágenes vagas. Irma Grese. Margarethe Paulus. Y otra mujer cuya cara no consiguió distinguir.