6

Se habían sentado en el salón del apartamento de Drescher, todos con la misma expresión frustrada.

—Ya hemos buscado aquí —le dijo Karin Vestergaard a Fabel.

—Tiene que haber algo —dijo él, suspirando.

—No estamos mirando en los sitios adecuados —dijo Werner—. No somos lo bastante taimados. Es lo que pasa cuando te has educado bajo una democracia.

Fabel chasqueó los dedos.

—Eres genial, Werner. Tienes toda la razón. No sabemos dónde buscar. O cómo buscar.

Sacó la cartera y encontró la tarjeta de Martina Schilmann. Le dio la vuelta para mirar el número que ella le había anotado a mano y lo marcó en su teléfono.

—Martina… Soy Jan Fabel.

—Hola, Jan. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Lorenz, tú colega sajón. Me dijiste que era un antiguo miembro de la Volkspolizei.

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Siguió en la policía al caer el Muro? ¿En alguno de los nuevos cuerpos?

—No —dijo Martina con suspicacia—. ¿A qué viene esto?

—¿Por qué no continuó su carrera como policía?

—Jan —dijo ella, suspirando—. Ya veo por dónde vas, dejémonos de rodeos. La respuesta es sí, estuvo vinculado a la Stasi. Por eso no pudo entrar en ninguno de los nuevos cuerpos policiales. ¿Para qué quieres saberlo?

—Tengo un apartamento aquí que se resiste a entregarme sus secretos. El ocupante era un antiguo miembro de la Stasi. Necesito saber por dónde buscar.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—Dame la dirección —dijo Martina al fin—. Te lo llevaré yo misma…

Martina Schilmann tardó media hora en llegar. Fabel había hecho retirar a los agentes de la calle para llamar la atención lo menos posible. En la era de los móviles capaces de sacar fotos y grabar vídeos, todo aparecía enseguida en la televisión o los periódicos. La ciudad ya nunca dormía, y una fuerte presencia policial en la calle habría salido a la luz de inmediato.

Los agentes del vestíbulo tenían instrucciones de acompañar a Schilmann y Lorenz Dühring directamente al sobreático.

Al ver entrar a Martina, Fabel supuso que debía de tener el día libre: iba con tejanos, un suéter grueso y una cazadora de cuero que le llegaba hasta medio muslo. Se había recogido el pelo rubio en una cola y no llevaba maquillaje, lo que, pensó Fabel, le daba un aire juvenil, más natural. No pudo evitar recordar por qué se había sentido atraído por ella en un principio. Martina pareció leerle el pensamiento y le sonrió tímidamente.

Lorenz se movía pesadamente tras ella. Alto, recio, moreno.

—Esta es la Politidirektør Karin Vestergaard de la policía nacional danesa —le explicó Fabel en inglés—. Estamos colaborando en este caso.

Las dos mujeres se estrecharon la mano un poco fríamente, al parecer de Fabel. La dinámica de las relaciones femeninas seguía siendo un misterio para él.

—Creo que Lorenz no habla inglés —dijo Martina—. El muy bobo se quedó atascado con el ruso en el colegio.

Fabel se volvió hacia Vestergaard.

—Lorenz era policía de la antigua RDA. En la Volkspolizei. No se le permitió entrar en las nuevas fuerzas policiales creadas tras la unificación, porque solo podían hacerlo los miembros de la Volkspolizei que no hubieran tenido relación con la Stasi.

—¿Es un antiguo agente de la Stasi?

—Era uno de sus colaboradores, digamos —respondió Martina—. Y recibió formación allí, que es lo que a Jan le interesa. Ah, por cierto. Para tu información, Jan, yo no sabía en qué había estado metido Lorenz. Suponía que había sido un informador extraoficial de la Stasi. Pero, en fin, hablemos claro, eso implica una serie de habilidades muy útiles para mi trabajo. Le he preguntado mientras veníamos hacia aquí si había participado en registros de casas y me ha dicho que sí.

—Frau Schilmann me ha dicho que aquí vivía un antiguo oficial de la Stasi —Lorenz metió baza en alemán.

—Así es —dijo Fabel—. Un comandante de la HVA.

—¿La HVA? —Lorenz se rascó su prominente mentón con el índice y el pulgar—. Esos tipos sabían lo que se hacían cuando se trataba de ocultar. ¿Seguro que hay algo aquí? Me parece más probable que el material sensible lo tuviera en otro sitio.

—Puede —dijo Fabel—. Pero yo más bien apostaría a que trabajaba desde aquí.

—Debía de sentirse bastante a salvo, supongo —dijo Lorenz—. Esto no es como la RDA; seguramente pensaba que nunca registrarían este apartamento. —Echó una ojeada a las estanterías de libros—. Resulta más rápido si no tengo que dejarlo todo ordenado después. ¿Hay algún problema?

—Adelante. Haz lo que tengas que hacer —le dijo Fabel.

Tardó menos de una hora.

—Lo que me suponía —dijo Lorenz, con su fuerte acento sajón, al volver a entrar en el salón—, se sentía seguro aquí. Tenía usted razón: usaba este apartamento como base de operaciones. Por eso he pensado que no valía la pena mover muebles pesados y librerías… A él le interesaba esconder sus cosas pero tenerlas relativamente a mano.

—¿Eso lo aprendiste en la Stasi? —preguntó Martina.

—Tratándose de periodistas y escritores, lo que nos enseñaron es que debían tener los manuscritos, las máquinas de escribir y demás siempre a mano. Con los disidentes de verdad y los agentes extranjeros, ya era harina de otro costal. Por eso he pensado primero que este tipo podía resultar difícil. Si había sido de la HVA. Pero lo cierto es que no podría haber resultado más sencillo.

Lorenz los llevó al estudio. Tomó el águila de bronce art decó del escritorio y giró la base de madera. Quedó al descubierto un compartimiento que contenía un pequeño utensilio de acero, algo así como una uña convertida en un gancho aplanado. Lorenz cogió el gancho y se agachó bajo el escritorio. Había en una tabla del suelo una pequeña muesca, o eso le pareció a Fabel a primera vista, aunque de hecho se trataba de un hueco donde el gancho encajaba a la perfección. Lorenz lo insertó, le dio dos cuartos de vuelta y levantó la tabla. Toda la operación le llevó menos de quince segundos.

—Es como un cajón secreto —dijo Lorenz—. Bastante seguro, pero de acceso fácil y rápido. No he tocado nada.

Fabel se colocó un par de guantes de látex y se arrodilló para examinar el contenido.

—Hay un portátil negro, con la fuente de alimentación correspondiente. Y un puñado de lápices de memoria. Nada más: ni cuadernos, ni carpetas. Solo esto… —dijo sacando un ejemplar de una revista doblada a lo largo.

—No me digas que escondía porno ahí —dijo Werner, soltando un bufido.

—Werner, ve al piso de abajo y dile a Holger Brauner o Astrid Bremer que suban con unas cuantas bolsas grandes de pruebas. —Fabel desplegó la revista y mostró la portada a Vestergaard y Martina Schilmann—. Podría equivocarme, pero no me imagino a Drescher como el típico feminista.

Muliebritas —dijo Vestergaard.

—Es una publicación feminista —explicó Fabel—. El título es una palabra latina. Significa «feminidad». En alemán sería Fraulichkeit. Supongo que habrá un equivalente en danés.

Kvindelighed —dijo Vestergaard.

Fabel observó la revista.

—Esto es, además, un ejemplo único de sincronicidad. La noche en que fue asesinado Jake Westland hubo una manifestación feminista de protesta en la Herbertstrasse que contribuyó a aumentar la confusión. Y fue organizada por Muliebritas.

Werner regresó con varias bolsas de pruebas. Fabel metió la revista en una de ellas y se la pasó a Vestergaard. Con cuidado, sacó el portátil y el alimentador del hueco y los guardó en una bolsa etiquetada; los lápices de memoria los metió en otra.

Se volvió hacia Vestergaard y Martina.

—Llevaremos este material a la división tecnológica y veremos si pueden acceder al portátil. Me figuro que estará codificado, pero seguro que se las arreglarán. Dios sabe a cuántos pedófilos hemos acabado atrapando precisamente porque creían tener a buen recaudo su material porno.

—Un pedófilo es una cosa —dijo Astrid Bremer, que había aparecido a su espalda—, y un espía profesional, otra muy distinta. Es eso lo que tenemos entre manos, ¿no?

—Creo que sí, Astrid —dijo Fabel—. Pero de una era predigital. Quizá no estuviera muy ducho en este terreno. ¿Cómo van las cosas ahí abajo?

—Aún tardaremos. Días, tal vez. Pero Holger ha dicho que podía prescindir de mí si usted necesitaba algo especial.

—Perfecto —dijo Fabel—. Tenemos detenida a una asesina, pero hay otra, o quizá sean dos, que sigue suelta. Y está relacionada con la víctima, con Drescher. Necesito algo, cualquier cosa, que pueda orientarnos en la dirección correcta.

—¿Cree que ella ha estado en este apartamento?

—No. Seguramente no. Pero si hay cualquier indicio de que alguien, aparte de la víctima, ha estado aquí quiero saberlo. Avísame también si tropiezas con algo insólito. Pero puedes empezar con esto. —Fabel le dio a Astrid el ejemplar de Muliebritas—. Esta revista no encaja aquí. Podría ser que se la hubiera dado la persona que buscamos. O eso, o es el mecanismo que utilizaba para contactar con ella. Necesito que la revises antes de que empecemos a estudiarla con un criptógrafo.

—Me pongo ahora mismo —dijo Astrid, sonriéndole.

Lo primero que hizo Fabel cuando volvió al Präsidium fue telefonear al Kriminaldirektor Van Heiden para que aprobase las horas extras de su equipo y los agentes de refuerzo que necesitaba reclutar. Van Heiden le dio la autorización de inmediato y sin hacerle preguntas, cosa que sorprendió a Fabel. Estaba acostumbrado a oírlo renegar por cualquier gasto extra que acarreara una investigación, como si tuviera que sufragarlo él personalmente. Pero, por otro lado, el caso se había complicado y ramificado en tres: la muerte de Jespersen, los crímenes del Ángel en Sankt Pauli y la tortura y asesinato de Drescher. El asunto se estaba embrollando demasiado: empezaba a adquirir tintes políticos y los medios lo tenían en su punto de mira. Si había algo que no le gustaba a Van Heiden eran las complicaciones. Fabel dedujo que su superior debía de estar sufriendo muchas presiones para aclararlo todo cuanto antes.

—¿Tú estás convencido de que todos estos crímenes está relacionados? —preguntó Van Heiden.

—Bastante, sí —dijo Fabel. Le hizo una seña a Karin Vestergaard, que acababa de entrar en su despacho, para que se sentara—. Creo poder afirmar que ese escuadrón de la muerte de la RDA integrado por las llamadas Valquirias ha estado actuando por dinero desde Hamburgo. Drescher lo dirigía y ha sido asesinado por una de sus antiguas discípulas.

—¿No la reconoció? —preguntó Van Heiden.

—Tengo la impresión de que ella fue rechazada en su momento, seguramente a causa de sus problemas mentales. Y ya había pasado mucho tiempo. Es probable que él le perdiera la pista y que la olvidase.

—Está bien —dijo Van Heiden—. Manténme al día. Para que pueda tener informados a los demás.

—Claro.

Fabel colgó y se volvió hacia Vestergaard. Una vez más advirtió que se había maquillado de un modo distinto que cambiaba sutilmente su aspecto. Y una vez más le llamó la atención lo atractiva que era su cara y lo olvidable que resultaba al mismo tiempo. Era algo que Margarethe Paulus tal vez compartía con ella. Quizá la apariencia de las Valquirias había sido un criterio para escogerlas: atractivas pero olvidables. Tal vez por eso Drescher no había reconocido a su asesina.

—¿Dice que ha recibido nuevos datos de los noruegos sobre el asesinato de Halvorsen? —le preguntó Fabel.

—La policía nacional noruega ha contactado conmigo a través de mi oficina. —Vestergaard se echó hacia delante y puso una nota sobre el escritorio—. Este hombre, Ralf Sparwald, estaba al parecer en contacto con Jørgen Halvorsen. Se cree que Halvorsen vino a Hamburgo a hablar con él.

—¿Quién es exactamente? —Fabel miró el nombre y la dirección anotados en el papel.

—Es médico o biólogo, parece. Su nombre apareció cuando la policía noruega obtuvo una orden para entrar en la cuenta de correo de Halvorsen. Solo pudieron rescatar los mensajes sin abrir de la bandeja de entrada. Y había una respuesta automática del tipo «estoy fuera de la oficina» remitida por el correo de este sujeto. Los noruegos saben que estoy en Hamburgo y creen que podría haber una conexión, así que me lo han pasado a mí.

Fabel consultó su reloj. Había consumido la mayor parte del día en la escena del crimen y en reuniones diversas. Eran las seis y media de la tarde.

—Entendido. ¿Entonces usted cree que tengo que hablar con Sparwald? Habrá de ser mañana ya.

—No, yo creo que tenemos que hablar con Sparwald, si no le importa.

Fabel se encogió de hombros.

—No me importa que me acompañe como observadora. Pero le ruego que no olvide quién dirige esta investigación.

—No creo que usted me permita olvidarlo —replicó Vestergaard, y sonrió.

La dirección de Sparwald que Vestergaard le había pasado a Fabel quedaba en el norte de la ciudad, en Poppenbüttel, en el distrito de Wandsbeck. Este formó parte en su día de Schleswig-Holstein y solo se incorporó a Hamburgo al mismo tiempo que Altona; e incluso ahora, Poppenbüttel, a la orilla del río Alster, parecía más bien un pueblo y no un barrio periférico.

En cuanto Fabel y Vestergaard llegaron vieron que la dirección que les habían facilitado no debía ser la residencia, sino el lugar de trabajo de Sparwald. SkK BioTech se encontraba en un edificio bajo y discreto rodeado de un jardín muy bien cuidado y flanqueado de árboles de ramas desnudas. En el jardín había cinco banderas pequeñas en hilera, al estilo Naciones Unidas: el logo de SkK BioTech flameaba al viento junto a las banderas de la UE y de Alemania. También estaba la cruz nórdica blanca sobre fondo rojo de Dinamarca, advirtió Fabel.

—Debían de saber que venía usted —le dijo a Vestergaard, señalando la bandera danesa. Luego se fijó en la última, que no era una enseña nacional: un campo blanco con una pequeña cruz roja acampanada.

La recepcionista, bajita y regordeta, tardó en acudir al mostrador desde un despacho que quedaba detrás. Por su actitud quedaba claro que en SkK BioTech no estaban acostumbrados a recibir visitas, especialmente sin cita previa. Fabel le mostró su identificación de la policía.

—Tenemos que hablar con Herr Sparwald, si es que está disponible.

—Herr doctor Sparwald —lo corrigió la mujer, paseando la mirada de Fabel a Vestergaard. Mostraba el típico nerviosismo y la expresión de culpa infundada de quien no está habituado a tratar con la policía—. Me temo que no está aquí. Está de vacaciones. Todavía dos semanas más.

—Veo… —Fabel sopesó la situación—. ¿A qué se dedica…?

—Trabajo en el departamento administrativo. Me encargo de la correspondencia y de atender el teléfono.

Fabel se echó a reír.

—Perdone. No me refería a usted. Quería decir a qué se dedica SkK BioTech exactamente.

—Ah… —Los carnosos mofletes de la recepcionista se colorearon—. Trabajamos para empresas de investigación médica. Herr doctor Lüttig podría explicárselo mejor. ¿Lo llamo?

—Si no es mucha molestia.

Fabel miró a Vestergaard cuando la recepcionista desapareció. Volvió enseguida con un hombre alto, flaco y lúgubre de unos cuarenta y tantos. Iba con bata blanca, pero tenía más bien, a los ojos de Fabel, el aire de un pastor luterano de alguna isla remota de Frisia.

—Soy Thomas Lüttig. Creo que buscan a mi colega Ralf Sparwald. ¿Hay algún problema?

Fabel volvió a sacar su identificación.

—Soy el Kriminialhauptkommissar Jean Fabel, de la brigada de homicidios de la Polizei de Hamburgo. Esta es la Politidirektør Karin Vestergaard de la policía nacional danesa.

—¿Homicidios? —La sombría expresión de Lüttig se volvió aún más tétrica—. ¿Qué tiene eso que ver…?

Fabel alzó la mano.

—No se apure, por favor. No hay ninguna relación directa. Solo estamos ayudando a nuestros colegas noruegos en unas pesquisas. El doctor Sparwald está de vacaciones, ¿no?

—Sí. No volverá, eh, vamos a ver… Lleva fuera una semana, así que no regresará hasta dentro de otras dos semanas y media —dijo Lüttig.

—Unas largas vacaciones —comentó Fabel.

—Sí, en efecto. Supongo que había de ser así… tratándose de China. Me imagino que si viajas tan lejos hay que aprovechar. Aunque no me vendría mal tenerlo aquí… El doctor Sparwald es mi adjunto, ¿entiende?, además de ser el analista más veterano que tenemos.

Fabel comenzó a traducirle a Vestergaard lo que Lüttig había dicho.

—Yo estudié en Cambridge, entre otros lugares —lo interrumpió Lüttig—. No me importa hablar en inglés para facilitar las cosas.

—Gracias —dijo Vestergaard, sonriendo—. ¿No ha podido encontrar un sustituto? Un viaje a China requiere muchos preparativos… Debió de avisarle con bastante antelación, me imagino.

—Esa es la cuestión, que no lo hizo. Me lo soltó de buenas a primeras, inesperadamente. Él es así, un ecologista muy comprometido. Por eso trabaja aquí: el grupo con el que colaboramos está muy implicado en la limpieza medioambiental. De todos modos, incluso avisando con antelación habría sido casi imposible encontrar a alguien para sustituirlo. Al menos a alguien con una preparación remotamente parecida.

—¿Podría explicarme qué es lo que hacen aquí?

—Básicamente, esto es un laboratorio de análisis —dijo Lüttig—. Somos una empresa subsidiaria de un grupo medioambiental y biotecnológico. Nosotros hacemos todo el trabajo analítico: pruebas toxicológicas y muestras de todo tipo, desde tierra hasta tejido humano. Nos especializamos en la evaluación de impactos medioambientales y en la identificación de riesgos sanitarios relacionados con la contaminación.

—Ya veo —dijo Fabel—. ¿Sabe qué parte de China está visitando el doctor Sparwald?

—No, lo lamento.

—¿Sabe si viaja solo? —preguntó Vestergaard.

—No estoy seguro tampoco. Creo que dijo algo de un amigo noruego. —Fabel y Vestergaard se miraron—. ¿No me ha dicho que estaban ayudando a la policía noruega? —Lüttig frunció el ceño—. ¿Está Ralf en peligro?

—No, no —dijo Fabel—. En absoluto. Es solo que tal vez tenga información que podría resultarnos útil. ¿Sabe usted el nombre de ese noruego?

—No. Ralf solo dijo que tal vez viajaría con un amigo noruego. ¿Seguro que no corre peligro? Las autoridades chinas no siempre reciben amablemente a los ecologistas extranjeros.

—¿Tiene usted el número de móvil del doctor Sparwald? —dijo Vestergaard—. Quizá podríamos localizarlo así.

—Desde luego —dijo Lüttig—. Ahora se lo doy.

—Ha dicho antes que esta es una empresa subsidiaria de un grupo más grande —dijo Fabel—. ¿No será el grupo NeuHansa?

—En efecto.

Fabel le tendió a Lüttig una tarjeta de la Polizei de Hamburgo.

—Si tiene noticias del doctor Sparwald, le agradecería que le dijera que me gustaría hablar con él con la máxima urgencia. Y si se le ocurre alguna cosa que le parece que puede interesarnos, haga el favor de llamarnos.

—Desde luego. —Lüttig se volvió de nuevo hacia Vestergaard—. Voy a buscarle el número y la dirección de Ralf.

—¿Cómo ha sabido que SkK BioTech era propiedad del grupo NeuHansa? —le preguntó Vestergaard cuando volvían al coche.

—Eso. —Fabel señaló con el mentón la última de las banderas que ondeaban al viento—. La pequeña cruz roja. En alemán la llamamos Tatzenkreuz: la cruz de brazos acampanados que se ve en los vehículos militares alemanes. La de esa bandera es menos acampanada y es de color rojo sobre fondo blanco. Es una cruz hanseática, deduzco que una especie de logo corporativo. Eso, y la bandera danesa, me han hecho pensar en Gina Brønsted, la propietaria del grupo NeuHansa.

—¿Le parece significativo?

—No. Es una coincidencia. La víctima más reciente del Ángel de Sankt Pauli también trabajaba para una empresa del grupo. Pero tampoco es tan raro. Hay mucha gente trabajando allí.

—Son curiosas las coincidencias —dijo Vestergaard—. Yo tiendo a desconfiar de ellas. —Antes de subir al coche, le dio a Fabel el papel donde Lüttig había anotado la dirección de Sparwald.

—Yo también —respondió él.

Al volver de SkK BioTech, Fabel encontró en su escritorio un grueso sobre oficial. Acababa de cogerlo cuando entró Werner. Karin Vestergaard se disculpó diplomáticamente y los dejó solos.

—Se ha convertido en tu sombra —dijo Werner—. ¿No te pone de los nervios?

—La verdad es que no. Yo también metería las narices en todo si te mataran en Copenhague y me desplazara allí a investigar.

—¿Qué voy a decirte? —Werner sonrió—. Me has llegado al alma. —Le señaló el sobre con un gesto—. Lo recibimos hace una hora y me he limitado a dejarlo ahí. Son los detalles de las inversiones de Westland, correspondencia, ese tipo de cosas. Lo ha enviado la viuda, tal como le pediste.

—Gracias. Luego le echaré un vistazo. ¿Alguna novedad?

—Sí, de hecho, hay una.

Werner abrió la puerta y llamó a Dirk Hechtner, que entró con una bolsa de pruebas y la dejó sobre el escritorio. La bolsa contenía una hoja curva adosada a un extraño dispositivo de cuero, a medio camino entre un guante y una muñequera antiestática.

—La cosa se pone aún más interesante —dijo Dirk Hechtner—. Este es uno de los instrumentos que encontramos en el apartamento de Margarethe Paulus. Hemos detectado rastros de sangre en la correa, aunque, por desgracia, demasiado insignificantes y degradados para identificarlos. Sí hemos logrado sacar una muestra de sangre de la base de la hoja. Bueno, lo ha hecho Astrid Bremer, para ser exactos. Pero todavía no hemos podido obtener una identificación.

—Una identificación, ¿con quién? —dijo Fabel—. No hay indicios de que utilizase esta hoja en el asesinato de Drescher.

—No, no con Drescher. He investigado un poco para descubrir qué demonios es esto. Tiene un nombre: srbosjek. Se me ha ocurrido que podría ser el arma utilizada para matar a Goran Vujačić en Copenhague. Aquel gángster serbio, ¿recuerda?

—¿Vujačić? —Fabel frunció el ceño—. ¿Qué te ha hecho pensar en él?

Hechtner señaló la bolsa con un gesto.

—Esto es un utensilio particularmente horrible ideado con un solo propósito: asesinar. Fue diseñado por los Ustaše, los fascistas que gobernaron durante la Segunda Guerra Mundial en Croacia. Los Ustaše creían en una Croacia étnicamente pura, libre de serbios, de gitanos y judíos… Construyeron su propio campo de concentración, Jasenovac, y asesinaron allí a un millón de personas o más. Lo hacían con sus propias manos: mataban a golpes, a cuchilladas o hachazos, cosa que suponía un trabajo intensivo. Así pues, inventaron el srbosjek. Se usaba para rebanar pescuezos con un máximo de velocidad y un mínimo esfuerzo. Por eso me he acordado de Vujačić: srbosjek significa en croata «cortador de serbios». Se me ha ocurrido que alguien trató tal vez de hacer justicia poética.

—Es como si quisieran decirnos algo. —Fabel tomó la bolsa de pruebas. El srbosjek parecía de por sí un objeto desagradable y cruento, incluso ignorando su historia—. Pero no; esta no es el arma que utilizaron para matar a Vujačić. A él no le cortaron la garganta. La hoja que emplearon para matarlo era como un fino estilete o una lima de uñas. Se la clavaron por debajo del esternón hasta atravesarle el corazón. Pero buen trabajo, Dirk. Quizás hayas descubierto algo.

Fabel almorzó con Susanne en la cantina del Präsidium. Ella se había pasado una hora al teléfono con Köpke, el psiquiatra en jefe del sanatorio estatal de Mecklemburgo. Karin había telefoneado a Fabel y le había explicado que tenía que hablar con su oficina para ponerse al día sobre varios asuntos. Algo en su tono le había producido la impresión de que no era del todo sincera. Pero enseguida desechó la idea. Vestergaard sabía muy bien que si le ocultaba algo, él la dejaría fuera en la investigación sobre la muerte de Jespersen.

—Pareces cansada —dijo Fabel, mientras recogían sus bandejas y avanzaban lentamente tras una cola de agentes uniformados. Susanne llevaba bajo el brazo un grueso bloc de notas con tapas de cuero. Él se fijó en los Post-it que asomaban por los márgenes y vio que tenía metidas entre las páginas varias hojas dobladas.

—He tenido que asimilar un montón de cosas —dijo, agobiada—. ¿Dices que hablaste con Köpke?

—Tuve ese placer —dijo Fabel, irónico.

—No creo que me hayan hablado así desde que era alumna de primer año —dijo Susanne. Se interrumpió para hacerle su pedido a la empleada de la cantina—. No es que sea una persona muy paciente, ¿no crees? Para ser psiquiatra, de hecho, no parece tener mucho don de gentes.

—Si sugieres que es gilipollas —respondió Fabel—, coincido con tu valoración profesional. Pensaba que las personas del sur erais más directas.

—Me estoy aclimatando. Uno o dos años más aquí y ya podré reprimir todas mis emociones hasta que se me pudran dentro, como os pasa a vosotros. En fin, gilipollas o no, he tenido que tomar una cantidad infernal de notas mientras hablábamos. Estaba bien preparado, y cree que nosotros también deberíamos estarlo antes de volver a hablar con Margarethe Paulus.

—Tiene razón —dijo Fabel.

—¿Qué tal tu cabeza? —preguntó Susanne.

—Bien. Tampoco fue tan grave. Ha sido mi orgullo más bien el que ha quedado magullado.

—¿Sí? ¿Porque te vapuleó una mujer?

Habían encontrado un sitio junto a la ventana, relativamente alejado del resto de las otras mesas.

—Porque manejé mal la situación. ¿Qué has sacado en claro?

Susanne dejó caer el bloc, que se estampó sobre la mesa con un golpe sordo; se metió detrás de la oreja un mechón oscuro y, poniéndose las gafas, empezó a hojear sus notas.

—Es una psicópata, eso seguro. Pero, en todo caso, no es una asesina en serie. Köpke afirma taxativamente que ella no puede ser la responsable de ninguno de los demás asesinatos.

—No es cierto. Se fugó del sanatorio antes de que fueran asesinados Jake Westland y Armin Lensch. Y Jespersen. Podría haber cometido esos crímenes. De lo único que está libre de sospecha es de los asesinatos originales del Ángel.

—No, no es eso lo que Köpke quiere decir. Margarethe podría haber estado en condiciones de cometer esos otros asesinatos, pero Köpke está convencido de que ella pensaba exclusivamente en matar a Drescher. Habría asesinado a otros sin el menor escrúpulo, pero ella se veía a sí misma como entregada a una misión. Únicamente habría matado quien se hubiera interpuesto en su camino para acabar con Drescher.

—A lo mejor descubrió que Jespersen estaba sobre la pista de Drescher —dijo Fabel entre dos bocados.

—¿No te parece muy improbable? Déjame resumir lo que Köpke me ha contado. Margarethe es una psicópata, aunque es difícil precisar si es una psicópata primaria o secundaria. Los primarios suelen nacer así o tienen una predisposición genética a la psicopatía, mientras que los secundarios se vuelven a causa de la experiencia, del entorno, del consumo de drogas, etcétera. Margarethe sufrió obviamente un trauma neurológico por la operación cerebral que se le practicó en su infancia. Tal vez su psicopatía sea yatrógena, un efecto adverso de la intervención médica, pero es difícil asegurarlo. La psicopatía solo se manifiesta realmente en el curso de la adolescencia. Todos somos egocéntricos de niños: va incluido en la definición. Pero nosotros maduramos y llegamos a vernos como seres sociales, mientras que los psicópatas no. Lo más espeluznante es que hay muchas posibilidades de que una de cada cien personas sea un psicópata.

—Bromeas.

—Para nada. Y muchos más están en el límite. Todos conocemos a alguien totalmente ególatra: el marido que planta después de veinte años a su esposa y también a sus hijos sin pensárselo dos veces; el ejecutivo que despide a empleados leales sin ningún remordimiento… Muchos de los que consideramos gilipollas egocéntricos tienen un perfil psicopático. Les falta una pieza esencial en su personalidad. La mayoría de los psicópatas consiguen adaptarse a la sociedad y no se ven implicados en actividades criminales ni en conductas abiertamente antisociales. —Susanne dio un sorbo de café—. ¿Recuerdas que estuvimos hablando de Irma Grese, la Perra de Belsen? Pues ese es quizás el ejemplo perfecto de una persona que podría haber llevado una existencia normal toda su vida. Ahí está el peligro, Jan, que cuando aparece alguien como Hitler puede aprovecharse de ese uno por ciento de la población. Si tienes a un grupo de personas incapaces de sentir culpa o remordimientos, totalmente desprovistas de piedad, de compasión o empatía hacia los demás, puedes convencerlas para que hagan prácticamente cualquier cosa.

—¿Y Margarethe es una de esas personas?

—No exactamente. Margarethe no es un caso límite, al contrario. Köpke dice que es una auténtica sociópata; y lo más insólito es que sufre un trastorno de personalidad disocial, no un trastorno de personalidad antisocial.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Fabel.

—Básicamente que puede funcionar, o parecerlo, de un modo más normal. Los sociópatas disociales no se meten en líos en la misma medida (delincuencia, conducta criminal, etc.) que los sociópatas antisociales. Y se las arreglan mejor para disimular su comportamiento. Ella no buscará actuar de modo antisocial, pero se comportará despiadadamente para conseguir lo que quiera. Lo esencial es que no siente la menor empatía por los demás seres humanos. Es sencillamente incapaz de ponerse en el lugar del otro, de imaginarse que los demás tienen sentimientos o una conciencia como la suya.

—Ideal para una asesina profesional —dijo Fabel.

—No creas. Como tú mismo has experimentado, el típico individuo con trastorno de personalidad disocial completo tiene un umbral de violencia extraordinariamente bajo. Lo mismo que un antisocial, si vamos a eso. Si lo que ella ha contado sobre su entrenamiento en la Stasi es cierto (y ten presente que todos los sociópatas son muy inventivos, mentirosos compulsivos), sus instructores sin duda debieron de detectar su inestabilidad y la eliminaron del programa. Otro rasgo del trastorno, por desgracia para Drescher, es la tendencia a descargar en los demás las culpas por los propios fracasos. Combinas eso con su tendencia a la obsesión y tienes a la acosadora más infernal que quepa imaginar. Köpke cree que en el caso de Margarethe la sociopatía coexiste con otro trastorno de personalidad, incluso con una patología esquizoide… O tal vez tenga que ver con el daño neurológico que sufrió en su infancia. Es algo que la vuelve aún más obsesiva y persistente. La convicción de que su hermana existe, y el hecho de que esta hable y actúe a través de ella, no es psicopático, es psicótico. Delirante. En Margarethe hay un elemento extra añadido al cóctel: es una sociopatía con un sesgo particular.

Fabel miró por la ventana, más allá de las copas de los árboles. El cielo estaba cargado y gris.

—¿Tú crees que las otras Valquirias serán parecidas? ¿Sociópatas?

Susanne se encogió de hombros.

—Quitarle la vida a la gente por dinero no demuestra una gran empatía por los demás. Pero los sociópatas son ególatras, narcisistas, extremadamente impulsivos. En cambio, yo me imagino que esas mujeres que fueron adiestradas como asesinas profesionales poseían un alto grado de autodisciplina y estaban dispuestas a subordinar su voluntad a la de sus mandos. Lo cual no las hace menos peligrosas. Al contrario, de hecho.

—No quiero que entres en la sala de interrogatorios, Susanne —dijo Fabel—. Puedes mirar desde la habitación contigua a través del circuito cerrado.

—No me parece bien, Jan. Deseo poder observarla de cerca. Y quiero contar con la posibilidad de hacerle preguntas. Supongo que esta vez la tendrás reducida, ¿no?

—Está bien… pero si vuelve a las andadas abandonas la sala de inmediato. Haré que entren más agentes con nosotros.

La perfecta sonrisa de Susanne adquirió esta vez un tinte malicioso.

—No sé, Jan… Tendrás que aprender a dominar tu temor a las mujeres, o me acabaré convirtiendo en tu carabina permanente.

Fabel, Susanne y Anna Wolff ya estaban sentados en la sala de interrogatorios antes de que apareciese Margarethe Paulus. Karin Vestergaard, Werner y otros miembros de la brigada de homicidios se encontraban en la habitación de al lado, con los ojos fijos en el monitor del circuito cerrado.

Dos agentes uniformados trajeron a Margarethe. Llevaba esposas rígidas en las muñecas, y su rostro firme y atractivo parecía tan impasible como la otra vez.

—Siéntese, Margarethe —dijo Fabel, indicándole la silla atornillada al suelo. Un agente le quitó una esposa para enganchar la mano derecha al asa metálica de seguridad de la mesa. Al lado de Margarethe tomó asiento una mujer alta de unos cuarenta años. Era Lina Mueller, la abogada de oficio.

—Esta es Frau doctor Eckhardt —dijo Fabel, señalando a Susanne—, del Instituto de Medicina Legal. Es psicóloga criminal y ha hablado con el doctor Köpke, a quien usted sin duda conoce. Frau doctor Eckhardt le hará algunas preguntas. Usted ya habrá hablado con Frau Mueller, que está aquí para defender sus intereses.

—No necesito un abogado —dijo Margarethe. Una vez más, una simple afirmación formulada sin ira ni rencor.

—Nosotros consideramos que tiene que haber uno presente —le dijo Anna—. Es un derecho suyo.

Margarethe no reaccionó; ni siquiera cambió de expresión.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Fabel.

—Margarethe Paulus.

—Pero usted le dijo a Herr Fabel anteriormente que era Ute Paulus —dijo Anna.

—Me confunde con mi hermana —dijo Margarethe—. Es mi hermana quien se llama Ute.

—¿Dónde está ahora su hermana? —preguntó Susanne.

Margarethe miró la ventanita, que tenía cristal reforzado.

—Mi hermana está descansando. Esperándome.

—¿Dónde la espera? —dijo Susanne.

Margarethe se quedó callada. Como inanimada.

—Margarethe —dijo Fabel, cambiando de tercio—. Hay una serie de asesinatos que se han producido en Hamburgo desde que usted se fugó del sanatorio. Me gustaría preguntarle qué sabe de ellos. ¿Me comprende?

—Tengo un coeficiente intelectual de ciento cuarenta —le dijo Margarethe—. El doctor Köpke se lo habrá dicho seguramente. Es difícil formularme ninguna pregunta que no sea capaz de comprender.

—Muy bien, Margarethe. Confieso que me siento impresionado, si eso es importante para usted. Empecemos con el asesinato más reciente. Robert Gerdes.

—Usted ya sabe a estas alturas que su verdadero nombre no era Robert Gerdes, sino Georg Drescher. Y no fue un asesinato; fue una ejecución. Ya se lo dije a sus compañeros cuando llamé para informar de que lo había ejecutado.

—Así que fue usted quien lo torturó y mató. ¿No fue su hermana? —preguntó Susanne.

—Lo hicimos las dos. Ute le siguió la pista y lo localizó. Cumplió su promesa. Me había prometido que lo arreglaría todo y así lo hizo. Pero para matarlo actuamos juntas. Como una sola.

—¿Y por qué la tortura? —dijo Susanne—. ¿Por qué todo ese terrible dolor? ¿Qué le hizo él para merecerlo?

Margarethe permaneció en silencio. Fabel repitió la pregunta, pero era como si no lo oyese. Él tenía años de experiencia en los silencios de los interrogatorios; había aprendido a leerlos, a interpretarlos. A veces la negativa a hablar de un sospechoso decía más que sus respuestas. Pero esto era distinto. No era un silencio; era un cerrarse por completo a cualquier respuesta, y Fabel comprendió con toda claridad que Margarethe solo respondería a las preguntas que le convinieran. Esperaba únicamente sacarle lo suficiente como para empezar a situar lo sucedido en un contexto inteligible.

—Hace una semana —continuó Fabel, rompiendo el silencio—, un joven llamado Armin Lensch fue asesinado en el Kiez de Hamburgo. Le abrieron el vientre con una hoja afilada. ¿Qué puede decirme al respecto?

—No puedo decirle nada. No tuvo nada que ver conmigo. Yo no lo maté. —Su expresión vacía, de un vacío espeluznante, estaba desprovista de astucia. De emoción. De cualquier cosa.

Fabel puso en la mesa el srbosjek, todavía metido en la bolsa de pruebas transparente, aunque manteniéndolo sujeto y fuera de su alcance.

—¿Utilizó esto con Armin Lensch? ¿Le abrió el vientre con este instrumento?

—Nunca lo había visto —dijo Margarethe, mirando el arma sin interés—. Y no lo usaría para abrirle a alguien las tripas. Eso es para cortar gargantas.

—Si no lo había visto nunca —dijo Fabel, echándose hacia delante—, ¿cómo sabe para qué se utiliza?

—Yo nunca he visto su coche, pero si lo viera sabría cómo se conduce. Y sé que esto es un cuchillo graviso. O un srbosjek. Lo usaban los Ustaše croatas. Es sencillo y altamente eficaz, pero no un arma particularmente apropiada para un asesino. Es para matar a grandes cantidades de personas. Aunque debo añadir que, usada con destreza, podría servir para silenciar y matar eficazmente a un encuentro.

—¿Un encuentro? —preguntó Susanne.

—Así es como lo llamamos —dijo Margarethe—. Un encuentro es cuando el agente y el objetivo entran en contacto y se ejecuta la misión. Lo llamamos encuentro porque no debe producirse ninguna relación con el objetivo antes de la ejecución, de manera que ese momento sea el primer y último encuentro. Por eso nosotras también llamamos encuentro al objetivo.

Fabel colocó una segunda bolsa de pruebas en la mesa, con la pistola automática que habían encontrado Dirk y Henk.

—¿Es suya? —preguntó.

—Nunca la había visto.

—La encontraron en su apartamento. De nuevo hay una conexión croata.

—Lo sé. Es una PHP MV-9 automática croata. Tiene unos dieciocho años de antigüedad. Fue un modelo desarrollado a toda prisa para utilizarlo en la guerra de independencia.

—Muy bien —dijo Fabel—. Una vez más me deja impresionado con su erudición sobre armas y técnicas de asesinato. Pero el hecho de que conozca esta arma podría explicarse sencillamente porque es suya. Porque la tenía lista por si las drogas que le administró a Drescher no funcionaban según lo previsto.

Aquella expresión vacía otra vez. Margarethe era atractiva, pensó Fabel. Tenía unos rasgos perfectamente proporcionados. Pero había algo en su manera de mirarlo que le recordaba las fotos que había visto de Irma Grese. El mismo aire vacuo en sus ojos, en su expresión. No podía saber si Margarethe le estaba mintiendo. Después de casi veinte años investigando asesinatos y dirigiendo interrogatorios como aquel, se encontraba perdido en un terreno extraño, completamente desprovisto de referencias conocidas.

—¿Quiénes son «nosotras»? —preguntó Susanne, rompiendo el silencio—. Usted ha dicho: «Nosotras llamamos encuentro al objetivo».

—Mis hermanas y yo. Las Valquirias.

—¿Cuántas Valquirias había? —preguntó Anna Wolff. Margarethe la miró un instante, aún inexpresiva, antes de responder.

—Solo tres de nosotras fuimos escogidas para el entrenamiento definitivo.

—Pero usted no lo terminó —dijo Fabel—, ¿verdad?

—Yo fui escogida con las otras dos. De entre docenas de chicas que eran, a su vez, las mejores de entre las mejores. Solo nos eligieron a tres para convertirnos en Valquirias. Fue Drescher quien me apartó del programa.

—¿Por eso lo mató? ¿Por eso lo mantuvo vivo para que sufriera primero?

Margarethe esbozó una leve sonrisa. Era la primera vez que Fabel la veía sonreír, aunque la sonrisa no llegó a sus ojos gélidos e impasibles. Luego sacudió la cabeza.

—No lo maté porque me hubiera descartado. Lo maté porque me escogió… porque me seleccionó en principio para ese tipo de vida. Mi cabeza… —Hizo una mueca, como si la atormentara una terrible migraña—. Las cosas en mi cabeza. Él las puso allí. Y no puedo sacármelas.

—¿Qué cosas? —preguntó Susanne.

—Ya se las he mostrado. Estaban allí bien a la vista, en el apartamento. No creo haber actuado con ambigüedad. —Hubo un leve atisbo de impaciencia en su expresión. Habría pasado desapercibido en otra persona, pero resaltaba en el lienzo vacío de su rostro—. Él me enseñó a matar. Eso por encima de todo. Él y los demás me enseñaron todas las maneras de matar. Cómo aplastarle a alguien la nariz e incrustarle los fragmentos de hueso en el cerebro. Cómo cortar el riego sanguíneo al cerebro con un abrazo y matar sin que el encuentro se dé cuenta siquiera de lo que sucede. Cómo seducir a un hombre, o a una mujer, y follar con ellos de tal modo que queden totalmente obsesionados contigo. Cómo desconectarte de tu propio cuerpo, de manera que puedas hacer cualquier cosa con cualquiera. Cómo seguir a alguien sin que se dé cuenta; cómo darle caza, acorralarlo y matarlo en un instante. Nos dijeron que podíamos aprender de cualquier cosa; que, por espantoso que fuera, podíamos beneficiarnos de ello. Cada guerra, cada crimen encerraba una lección que aprender. —Hizo un gesto hacia la parte de la mesa donde Fabel había expuesto antes la bolsa con el cuchillo—. Ahí fue donde aprendí todo lo que sé del srbosjek. Y más cosas. Muchas más. Y lo malo… lo más demencial era que pretendían enseñarte que podías desconectar de todo y llevar una vida normal entre un encuentro y otro.

Fabel se arrellanó en la silla y permaneció un momento callado, como haciendo un punto y aparte.

—Debo decir que me tiene impresionado por encima de todo con sus dotes organizativas. Planearlo todo, alquilar un apartamento debajo del de Drescher… Impresionante. Pero es imposible, totalmente imposible, que pudiera organizarlo todo en el tiempo del que dispuso desde su fuga de Mecklemburgo. ¿Quién la ha ayudado, Margarethe?

Otra mirada vacía, otro silencio.

—De acuerdo —suspiró Fabel—. Jens Jespersen. Politiinspektør Jens Jespersen de la policía nacional danesa. Una mujer se lo ligó en un restaurante, en el Hanseviertel, y lo convenció para encontrarse con ella más tarde. Luego, cuando estaban juntos en la cama, lo mató con una inyección de cloruro de suxametamonio. Exactamente el mismo sistema que utilizó usted para inmovilizar a Georg Drescher. Acaba de describirnos cómo la adiestraron el comandante Drescher y sus colegas de la Stasi en técnicas de ocultación, de disimulo y seducción. A mí me parecen exactamente las mismas técnicas que empleó usted para colocar a Jespersen en una posición vulnerable y matarlo. Supongo que va a decirme que no sabe nada de eso.

—No.

—No le creo. —Fabel le dirigió a Margarethe una mirada penetrante, o que pretendía ser penetrante sin serlo.

—Me tiene sin cuidado que me crea o no.

—Tengo a una colega de Jespersen en la habitación de al lado, presenciando el interrogatorio. Su inmediata superior. Ella me ha explicado que el Politiinspektør Jespersen vino aquí para tratar de encontrar a Georg Drescher. También porque le había llegado el rumor de que una asesina a sueldo llamada la Valquiria trabajaba desde Hamburgo. Son un montón de coincidencias, Margarethe. —Ella no hizo comentarios ni se encogió de hombros siquiera—. Vino aquí para localizar al hombre al que usted quería dar caza. Y a la vez, quería darle caza a una asesina llamada la Valquiria, y acabó muerto bajo los efectos de la misma droga que usted empleó con Drescher. Mató a Jens Jespersen, ¿no es así? Él se interponía en su camino. Un objetivo secundario. ¿O cómo lo llamaría usted: un «encuentro imprevisto»?

Margarethe no le hizo caso y se volvió hacia Susanne.

—¿Es usted psicóloga criminal?

—Ya se lo dicho antes.

—¿Y ha hablado con el doctor Köpke?

—Sí.

—Así que cree que soy una psicópata.

—Creo que padece un trastorno disocial de la personalidad, sí. Pero creo que en su caso se añade algo más. No es solo psicópata, sino también psicótica. Delirante.

—¿De veras? —dijo Margarethe—. Entonces sabrá que me mantendrán seguramente en una institución el resto de mi vida.

—No creo que pueda volver a integrarse en la sociedad, no. Ni que pueda curarse. Quizá la psicosis, con la medicación adecuada. Pero no: pasará el resto de su vida encerrada.

—Aunque disiento de su diagnóstico, Frau doctor Eckhardt, coincido con su previsión. Nunca quedaré en libertad. Y si soy una psicópata, no tengo ninguna noción de responsabilidad. Y el castigo carece de significado para mí. Así pues, ¿podría explicarle a Herr Fabel que para mí no tiene absolutamente ningún sentido mentirle sobre qué asesinatos he cometido o no?

—Existen otros motivos para mentir —dijo Fabel—. Para proteger a otros, por ejemplo. Quizá no trabajaba usted sola. Quizá decidió celebrar una reunión de exalumnas con las otras Valquirias. Lo cual explicaría todo el dinero y los recursos que tenía a su disposición. Tal vez fue una de sus hermanas la que mató a Jespersen.

—Tal vez —dijo Margarethe—. Pero no sé nada sobre eso; ni tendría por qué ocultarlo si lo supiera. No les debo ninguna lealtad. Ellas me abandonaron. Solo mi hermana permaneció a mi lado. Me prometió que lo arreglaría todo.

«Ahí —pensó Fabel—; ahí hay algo». Por primera vez en todo el interrogatorio vislumbró una brecha: apenas una fisura, pero algo que se podía trabajar, agrandar haciendo palanca.

—Sí, Margarethe —dijo, comprensivo—. Ellas la abandonaron. La traicionaron. Siguieron adelante para convertirse en verdaderas Valquirias mientras a usted la rechazaban y la dejaban tirada. Después de todo el horror, de todo el dolor, de todas aquellas cosas terribles que le metieron en la cabeza. ¿Es esa la verdadera razón por la que torturó y mató a Drescher? ¿Para alcanzar una realización que a usted le había sido negada? ¿Se hace una idea del dinero que deben de haber ganado gracias a sus encuentros? Ah, sí… Tras la caída del Muro, Drescher y ellas abrazaron con entusiasmo el capitalismo. Se han dedicado a matar como una empresa privada.

—Ella… —dijo Margarethe.

—¿Cómo?

—Ella; no ellas. Georg Drescher tenía una favorita. Trabaja solo con una mujer. La otra no toma parte en ello. Lleva otra vida.

Hubo una pausa electrizante. Fabel sintió que se le aceleraba el pulso. Notó que Anna y Susanne se habían quedado totalmente inmóviles.

—Nombres, Margarethe —le dijo—. ¿Cómo se llaman? La mujer con la que trabajaba Drescher, la asesina profesional, ¿cómo se llama?

—Éramos amigas —dijo Margarethe. Ahora había algo de emoción; no mucha, solo un atisbo de tristeza—. Tan amigas como podíamos llegar a serlo. Las tres éramos solitarias; era una de las cosas que se requerían de nosotras. Pero a nuestro modo éramos amigas.

—La abandonaron, Margarethe. No les debe nada.

—No hace falta que me diga eso ni que intente manipularme. Yo le diré lo que quiera decirle. No lo que usted cree que puede inducirme a decir. —Hizo una pausa—. Una de las reglas era que no sabíamos nuestros nombres. Eran muy estrictos en este punto. Nos conocíamos como Una, Dos y Tres. Yo era Dos.

Fabel sintió que se desvanecían sus esperanzas. Suspiró.

—Congeniábamos —continuó Margarethe—. Nos supervisaban la mayor parte del tiempo. Nos observaban y monitorizaban. Nuestros dormitorios estaban separados. Pero nos entrenaban juntas para la mayoría de las cosas.

—¿Las otras chicas le dijeron algo que le diera un pista sobre su verdadera identidad?

—Ellos creían que podían controlarnos por completo. Convertirnos en máquinas. Pero no podían. —Margarethe sonrió. Ya no con una sonrisa postiza, ni con una mueca que le hubieran enseñado a usar en los momentos adecuados, no. Con su sonrisa. A Fabel lo dejó helado—. Liane Kayser. Anke Wollner. Era nuestra manera de rebelarnos, de mantenernos un poco fuera de su control. Nos dijimos nuestros verdaderos nombres.

Fabel mantuvo la mirada fija en Margarethe, pero oyó a su izquierda que Anna Wolff anotaba los nombres en su cuaderno y salía precipitadamente de la sala de interrogatorios.

—Había algo más. Sabíamos que nos enviarían a lugares distintos. Que tal vez no volveríamos a vernos. Así que ideamos un plan, un lugar donde nos reuniríamos.

—¿Dónde? —Fabel trató de mantener un tono desapasionado.

—Debe recordar que vivíamos en el Este. No sabíamos que el Muro caería. No sabíamos que una o más de una sería enviada al Oeste para infiltrarse de incógnito. Así que escogimos un lugar que las tres conocíamos. Halberstadt.

—¿En Sajonia-Anhalt?

Margarethe asintió.

—Una de las chicas, Liane, procedía de Halberstadt. Ella propuso que si nos necesitábamos nos encontráramos en la catedral de Halberstadt.

—¿Cómo sabrían que habían de acudir?

—A través de dos periódicos, uno de la RDA y otro de Alemania Occidental. Publicaríamos en ellos un anuncio con una cita de la Saga de Njál: «Los cielos están manchados con la sangre de los hombres mientras las valquirias cantan su canción». Si veíamos el anuncio sabríamos que debíamos de encontrarnos en Halberstadt, a las ocho de la mañana, el primer lunes después de su publicación.

Fabel se echó hacia delante.

—O sea que si sacáramos ese anuncio en los periódicos adecuados, ¿podríamos conseguir que las otras dos Valquirias fueran a Halberstadt?

Margarethe meneó la cabeza.

—Descubrieron nuestro secreto. Nos pillaron hablando de ello. Fuimos estúpidas. Era la Stasi quien nos adiestraba y no se nos ocurrió que podían grabar nuestras conversaciones.

—¿Así que usted cree que las otras no responderían al anuncio? —preguntó Fabel.

—No. Y no acordamos otro código. Inmediatamente después de aquello nos separaron. No volvimos a vernos.

—¿Y no ha tenido contacto con ninguna de las otras dos Valquirias?

—Ninguno.

—Dice que Drescher tenía una favorita. Sería la mujer con la que usted cree que ha continuado trabajando. ¿Cuál, Margarethe? ¿Quién era su favorita? ¿Liane Kayser o Anke Wollner?

—Anke Wollner. Liane… bueno, era diferente. Ella no se sometía tan fácilmente a la disciplina; quería hacer las cosas a su modo. Era Anke la protegida de Drescher.

Anna Wolff volvió a entrar y ocupó su sitio. Ante la mirada inquisitiva de Fabel, respondió meneando la cabeza.

—Se lo pregunto otra vez —dijo Fabel, volviéndose hacia Margarethe—. ¿Fue una de las otras dos Valquirias la que le facilitó todo lo necesario para matar a Drescher? —Volvió a descender la máscara vacía sobre el rostro de la mujer—. ¿Fue otra persona de la Stasi? ¿Quizá alguien que trabajaba con Drescher y que lo consideraba una amenaza?

Nada.

—¿Le dice algo el nombre Thomas Maas? ¿Ulrich Adebach?

Fabel repasó, uno por uno, todos los nombres que había obtenido de la Comisión Federal BStU. Era obvio que se encontraban en un punto muerto, como si Margarethe se hubiera dado cuenta de que se había abierto demasiado y estuviera cerrándose otra vez. No, pensó Fabel. Tenía demasiado control para eso. Toda la información la había suministrado de forma controlada.

Al concluir el interrogatorio, Margarethe fue trasladada a su celda entre grandes medidas de seguridad. Una celda con cámara de vigilancia, tal como había ordenado el propio Fabel.

—¿Así que nada sobre esos dos nombres? —le preguntó a Anna en cuanto salieron al pasillo.

—Nada. Aunque tampoco es de extrañar, Chef. Si esas chicas fueron escogidas por la Stasi, sobre todo si eran huérfanas o de hogares rotos, me figuro que lo primero que debió de hacer la Stasi fue borrar de los registros públicos cualquier rastro de su verdadera identidad. Algo muy fácil de hacer si eres tú mismo quien controla esos registros.

—Vuelve a ponerte en contacto con la Comisión Federal BStU en Berlín. —Fabel se recostó contra la pared—. Dales los nombres y a ver qué sale. La gente de la Stasi se creía invulnerable. A lo mejor pensaron que la mención de la identidad real de las chicas en algún expediente del cuartel general de la Stasi no representaba ningún peligro.

—Me parece muy improbable, Chef —dijo Anna.

—Es lo mejor que tenemos, por ahora.

Se les unieron Karin Vestergaard y Werner Meyer, que habían presenciado el interrogatorio desde la habitación contigua.

—¿Y bien? —le preguntó Fabel a Vestergaard.

—No sé —dijo ella, suspirando—. Es difícil descifrar la expresión y el lenguaje corporal a través de un monitor de televisión.

—No había nada que descifrar, se lo aseguro. Le falta un buen pedazo de humanidad a Margarethe Paulus. Pero ya ha oído lo que ha dicho sobre la muerte de Jespersen. Según ella, no tuvo nada que ver. Y no deja de tener razón cuando sostiene que no gana nada mintiendo al respecto.

—En efecto —dijo Vestergaard—. Y me inclino a creerla.

—Y yo —dijo Fabel—. Lo cual… ¿en qué punto nos deja?

—Bueno —dijo Anna—, tenemos un asesinato profesional en Noruega, el de Jørgen Halvorsen, y la muerte de Jens Jespersen en Hamburgo. Parece bastante seguro deducir que están directamente relacionados.

—Luego tenemos los asesinatos cometidos en el Kiez: el británico Westland y Armin Lensch —dijo Werner—; el llamado regreso del Ángel de Sankt Pauli. Tienen que estar conectados.

—Y el asesinato de Georg Drescher —dijo Anna—. Tanto si Margarethe estuvo implicada en la muerte de Jespersen y Halvorsen como en el caso contrario, existe una conexión. Así que tenemos, de hecho, tres grupos de asesinatos con un vínculo común, y ese vínculo es la conspiración de la Stasi para enviar a las Valquirias asesinas al Oeste.

—Quizás haya uno más —dijo Fabel—. Peter Claasens: el suicidio que tal vez no sea un suicidio en el Kontorhaus Quarter. Quizás el vínculo esté ahí. —Se volvió hacia Karin Vestergaard—. Y creo que usted y yo deberíamos echarle otro vistazo a ese analista medioambiental, el tal Sparwald, que tenía cierto tipo de relación con Halvorsen.

—He estado pensando en eso —dijo Vestergaard—. Si se suponía que ambos se iban a China, y Halvorsen no llegó a emprender el viaje, ¿quién dice que Sparwald sí lo hizo?

Fabel se apartó de la pared, enderezándose de golpe.

—¿Todavía tiene la dirección?

Karin Vestergaard le enseñó la nota que el jefe de Sparwald le había dado.

—Vamos —dijo Fabel.