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El sobreático tenía acabados del mismo estilo y calidad que el piso de debajo. Era algo más grande y se había aprovechado mejor el espacio disponible, pero la gran diferencia estaba en el mobiliario. El piso en sí mismo era luminoso y ultramoderno como el otro, pero la mayor parte de los muebles eran tradicionales. Algunos parecían verdaderas antigüedades. Fabel pensó en el hombre que había ocupado aquel espacio y no fue capaz de relacionarlo con la masa de tejido sanguinolento que yacía en la encimera de la cocina de abajo.

—Tiene algunos muebles bonitos —dijo Vestergaard con una desenvoltura insólita en ella—. De nogal, la mayoría. Alguno de arce. Había visto otras veces este estilo; art decó húngaro en su mayor parte. De los años treinta. Algunas de las otras piezas son francesas.

Fabel le dirigió una mirada inquisitiva.

—Una afición —dijo Vestergaard. Él asintió.

Recorrieron lentamente el apartamento. Había un salón, un estudio, un dormitorio. La cocina y el comedor eran de planta abierta. Se detuvieron un momento en el estudio.

—Ningún signo de lucha —dijo Fabel—. No parece que él haya recibido ninguna visita reciente siquiera. Toda la fiesta debe de haberse desarrollado abajo. Aun así, haré que los técnicos forenses de Holger revisen el lugar a fondo.

Vestergaard tomó un bloc de dibujo del escritorio. Fabel reparó en que era de la misma marca y formato que los que usaba él para plasmar sus ideas durante la investigación. Mientras lo hojeaba, ella soltó un par de risotadas. Fabel la miró con curiosidad; Vestergaard giró el bloc para que lo viera.

—No sabemos a qué más se dedicaba —dijo—, pero tenía gracia para la caricatura. Esta pretende ser de su ilustre canciller, Angela Merkel, ¿no?

—Sí. Tiene razón, no era nada malo. —Fabel sonrió—. Ya sé que Frau Merkel desea establecer buenas relaciones internacionales, pero no me la imagino dispuesta a hacer eso con monsieur Sarkozy. Ni creo que él sea tan bajito.

—Debo decir que tenía gustos muy caros… —Vestergaard dejó el bloc y examinó una pieza art decó de bronce que había en el escritorio: un águila estilizada con base de nogal—. Para ser un maestro jubilado de Flensburg.

—Estaba pensando lo mismo —dijo Fabel—. Creo que deberíamos empezar aquí, en el estudio. Usted ocúpese del escritorio; yo registraré los archivadores y las estanterías.

Al cabo de tres cuartos de hora habían examinado cada carta, cada factura, el cuaderno de notas de la víctima, su dietario.

—O tenía una vida social muy limitada o era muy discreta —dijo Vestergaard—. Incluso con la correspondencia oficial y las facturas domésticas, aquí hay muy pocos documentos. Y ningún ordenador. O se trata de una vida vivida a medias o es una tapadera. Y por el aspecto de los muebles y los vinos del botellero, no parece que fuese un hombre de inclinaciones ascéticas.

Fabel se paseó por el salón mirando en derredor.

—Así que era aquí, comandante Drescher, donde se escondía. —Regresó junto a ella—. Contacté con la oficina de la Comisión Federal BStU en Berlín para buscar su expediente. No hay nada, solo alguna que otra mención dispersa. Se las arregló muy bien para esconderse. Creía que nunca lo encontraríamos. Y ahora, sin más ni más, nos ha caído en las manos.

—Aún sigue ocultándose de nosotros, Jan —dijo Vestergaard, abarcando el estudio con la vista.

Antes de volver al Präsidium, Fabel le pidió a Holger Brauner que su equipo acordonara y revisara a fondo el sobreático, una vez que hubiesen terminado con el escenario principal.

Mientras salía con Karin del bloque de apartamentos y caminaban hacia su BMW, Fabel advirtió que la calle tenía un aspecto totalmente distinto a la luz del día, incluso bajo la vacilante luz invernal. Inspiró el aire fresco varias veces. A lo largo de los años, había descubierto que, tras visitar la escena de un crimen, siempre quedaba un detalle, una imagen, que habría de perseguirle durante las semanas siguientes. En esta ocasión, lo que veía cada vez que cerraba los ojos era la mirada sin párpados de Drescher.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Vestergaard.

—Sí… estoy bien. —Fabel suspiró—. Esto no es más que un día cualquiera en la carnicería.

Al llegar al Präsidium, pidió que les trajeran café y se sentaron a tomarlo en su despacho.

—Tal vez deberíamos darnos un respiro antes de interrogar a Cranz —dijo—. Tenemos para rato con ella.

Sonó un golpe en la puerta y entró Werner. Algo en su expresión le dijo a Fabel que se había acabado el recreo.

—Esto es un embrollo fenomenal, Jan —dijo, sin molestarse en hablar en inglés en honor a Vestergaard.

—¿Qué pasa?

—La mujer que hemos detenido alquiló el apartamento bajo el nombre de Ute Cranz. Pero ella dice que en realidad se llama Ute Paulus y que es la hermana de Margarethe Paulus…

—Un momento —dijo Fabel. Todo el cansancio desapareció de su rostro—. ¿Hablas de la mujer que se escapó del sanatorio de Mecklemburgo?

—La misma.

—¿Así que Ute Paulus ha asumido la tarea de su hermana de despedazar cuerpos masculinos? Eso, desde luego, explicaría que Margarethe haya podido mantenerse oculta. Si ha contado con la ayuda de Ute…

—Bueno, aquí es donde se complica la cosa. —Werner sonrió con ironía y se frotó el pelo casi rapado al cero—. He llamado al hospital estatal de Mecklemburgo y he hablado con un tal doctor Köpke, psiquiatra principal, que era quien se ocupaba de Margarethe Paulus. Según él, no existe ninguna Ute Paulus. Ninguna hermana. Solo Margarethe.

Werner puso la copia de una foto en el escritorio.

—Es Margarethe Paulus un año antes de la fuga. Le he echado un vistazo a la detenida. El color del pelo es distinto; pero aparte de eso, si es la hermana, tendrían que ser gemelas.

—Mierda. —Fabel se volvió hacia Vestergaard y le resumió lo que Werner acababa de contarle—. ¿Qué más ha dicho Köpke? —le preguntó luego a su subordinado.

—Dos cosas. Primero, que tiene que hablar con usted urgentemente. Necesita conocer la identidad de la víctima y cómo ha muerto. El doctor Köpke dice que podría tener una información indispensable para nosotros. También desearía hablar con el psiquiatra o psicólogo criminal que presencie o supervise el interrogatorio. Cosa que recomienda encarecidamente.

—¿Y segundo?

—Que utilicemos medidas extremas de seguridad para tratar con Margarethe Paulus. Dice que es la persona más peligrosa que ha tratado en su vida.

Cuando se dirigían a la sala de interrogatorios, Karin Vestergaard recibió una llamada en su móvil. Tras una breve conversación en danés, se detuvo a tomar unas notas.

—Era de mi oficina en Copenhague —dijo, mientras seguían por el pasillo—. El departamento de Investigación Criminal noruego ha seguido investigando los asuntos de Jørgen Halvorsen y ha descubierto un contacto que tenía aquí, en Hamburgo. Lo podemos hablar luego, cuando termine de interrogar a esa mujer. ¿Cree que fue ella la que mató a Jens?

—No lo sé. Hay un montón endiablado de coincidencias, por lo visto, y ella encajaría a la perfección en el perfil de la mujer que estamos buscando como responsable de todos estos asesinatos… si no fuera por el pequeño detalle de que sabemos con toda seguridad que estaba encerrada en el sanatorio. Es imposible que sea nuestro Ángel o nuestra Valquiria.

—Pero ya había escapado cuando mataron a Jens —dijo Vestergaard.

—Cierto. Vale la pena investigarlo. Averiguaré su paradero en esas fechas… si puedo. —Fabel se detuvo en el pasillo y se volvió hacia ella—. Escuche, Karin, este será un interrogatorio inicial para determinar los hechos básicos. No durara tanto. Quiero que luego lo repasemos todo detalladamente. Hay un par de muertes más que han salido a la luz y que, estrictamente, no han sido tratadas como asesinato. Están ocurriendo tantas cosas que temo que se nos pase algo por alto.

La mujer que aguardaba en la sala de interrogatorios no tenía aspecto de asesina. Ni a sueldo ni en serie. El departamento forense se había quedado su ropa para examinarla y ahora iba con una informe bata desechable de color blanco. Era de complexión delgada y también —Fabel no pudo dejar de notarlo— extraordinariamente atractiva. Al verlo entrar, levantó la vista con aire inexpresivo y sin el menor interés, como si le diese igual todo y su irrupción no tuviera nada que ver con ella. Fabel la reconoció por la foto que habían enviado desde el sanatorio de Mecklemburgo. Había entrado en la sala solo, sin Vestergaard, dejando que ella se reuniera con Werner y Anna en la habitación contigua, desde donde podían seguir el interrogatorio por un monitor.

Fabel le hizo una seña al agente uniformado que la había estado vigilando; se sentó frente a ella, dejó sus papeles sobre la mesa metálica y la informó de sus derechos.

—Quiero que entienda una cosa, Margarethe —dijo—. La interrogaré de nuevo más tarde en compañía de otro agente y en presencia de un psicólogo y de un abogado que represente sus intereses. Entonces podremos entrar en detalles. Por ahora, solo quiero que me confirme su identidad.

—Yo soy Ute Paulus, y no Margarethe como usted me ha llamado. Margarethe Paulus es mi hermana.

—Pero eso no es así, Margarethe. No hay ninguna Ute Paulus. Usted no tiene ninguna hermana. Así figura en los registros.

Ella se rio con frialdad.

—Los registros se falsifican. En el Este, los expedientes de la gente se cambiaban o falsificaban continuamente. Yo no soy Margarethe, soy Ute.

—¿Quién es esta? —le preguntó Fabel, deslizando por encima de la mesa la copia de la foto del sanatorio.

—Es Margarethe.

—Es usted. Óigame, es inútil que lo niegue. Hemos tomado las huellas dactilares y coinciden con las de esta paciente —dijo, señalando la foto—. Margarethe Paulus, treinta y ocho años, natural de Zarrentin, al noroeste de Mecklemburgo. Usted no tiene hermanas ni hermanos, y sus padres han muerto. Esta foto es suya. La encerraron en el sanatorio de seguridad de Mecklemburgo en mayo de 1984. —Paulus no respondió. Fabel inspiró hondo—. ¿Por qué le ha hecho eso a Robert Gerdes?

—Su nombre no era Gerdes. —No había ira en su voz, ni ninguna otra emoción. Tampoco en sus ojos mientras continuaba hablando—. Se llamaba Georg Drescher y era comandante de la Stasi.

—¿Por qué le ha hecho todo eso?

—Creía que había dicho que hablaríamos luego —dijo. Puso las manos en la superficie metálica. Tenía los dedos largos y delgados. Fabel se fijó en lo limpias que estaban sus uñas y solo entonces recordó que los forenses de Brauner se las habrían raspado por debajo para buscar restos. Le costaba imaginar que aquellos dedos hubieran podido perpetrar los horrores que acababa de ver en su apartamento.

—Quiero volver —dijo.

—¿Adónde? ¿Al apartamento?

—Al sanatorio.

—¿Cómo va a volver al sanatorio si usted no está internada allí? —preguntó Fabel. Volvió a señalar la foto—. La paciente es esta, Margarethe. Y usted dice que no es Margarethe.

—En el sanatorio es donde veo a mi hermana. Donde hablo con ella. La voy a visitar. Ahora podré visitarla continuamente.

Fabel suspiró y recogió sus papeles.

—Me parece que habremos de esperar hasta más tarde.

—Quiero volver ahora —repitió sin énfasis—. Al sanatorio.

—Me temo que no podrá volver de inmediato. Tendrá que quedarse con nosotros un tiempo —dijo Fabel, poniéndose de pie.

—Quiero volver. Al sanatorio. —Margarethe también se puso en pie. Fabel alzó una mano para detenerla.

—Tiene que permanecer sentada, Margarethe. Quédese aquí. El agente la acompañará otra vez a su celda.

Margarethe lo agarró de la muñeca y Fabel notó con asombro el vigor de aquellos dedos delgados. Iba a intentar zafarse con la otra mano cuando se quedó aturdido por el golpe que le dio en la frente con el canto de la mano libre. Oyó que el agente corría hacia ellos. Margarethe agarró a Fabel del pelo, le estrelló la cara contra la mesa metálica y, usándolo para tomar impulso, le lanzó una patada en la cabeza al agente uniformado, que se estampó contra la pared de la sala y se quedó allí jadeando. Fabel notó que ella le hurgaba con los dedos bajo el brazo para sacarle la SIG-Sauer automática, pero la funda con mecanismo antihurto resistió sus tirones. Aprovechó para darle un empujón a Margarethe con todo su peso y la derribó en el suelo. A pesar de toda la adrenalina, no se le escapó la elegancia con la que ella caía y rodaba por el suelo para levantarse otra vez de un salto. El otro policía también se estaba levantando y se lanzó a la carga desde la pared, una torpe maniobra que ella esquivó con facilidad mientras le daba con la palma de la mano en la garganta. Fabel hizo ademán de sacar la pistola, pero ella saltó por encima de la mesa y le propinó un rodillazo a la altura del pecho que lo mandó contra la pared. Mientras se daba un doloroso golpe en la cabeza, Fabel oyó que su automática caía tintineando por el suelo. Entonces la puerta a su lado se abrió bruscamente e irrumpieron Werner y Anna y dos agentes más.

—¡Coged mi pistola! —gritó Fabel.

Se puso de pie justo a tiempo para ver cómo Margarethe le estampaba a Werner un puñetazo en toda la cara. Anna Wolff se situó detrás de ella y le pasó el brazo por el cuello con una llave férrea. Margarethe le lanzó un codazo a las costillas, pero Anna no la soltó y, dejándose caer, la arrastró al suelo con su peso. Werner y los otros dos se echaron sobre ella y, tras unos instantes de lucha desesperada, esposaron a Margarethe.

—Es suya, supongo… —Fabel levantó la vista y vio a Karin, que lo miraba desde lo alto con la automática en la mano.

—Gracias —dijo, y le dejó que lo ayudara a levantarse—. Menos mal que… —Notó que algo le goteaba por la frente y, cuando se puso la mano con cautela, se le llenaron los dedos de sangre.

Entre Werner, Anna y los otros dos pusieron de pie a Margarethe. Ella miraba fijamente a Fabel, que se quedó helado al ver su expresión. No había rabia ni odio en sus ojos, solo esa mirada vacía que ya le había llamado la atención al entrar en la sala de interrogatorios. Como si la explosión de violencia de un momento antes ni siquiera se hubiese producido.

—Llevadla otra vez a su celda —dijo Fabel—. Y mantenedla controlada.

Los agentes flanquearon a Margarethe, que ni siquiera parecía respirar con agitación, y la sacaron de allí. Anna y Werner permanecieron en la sala. A este le salía un hilo de sangre por la nariz.

—Debería hacérselo mirar —le dijo Vestergaard a Fabel, señalándole la frente.

—Sí, debería… —dijo Fabel, tomando el pañuelo doblado que le ofrecía y aplicándoselo a la herida—. Buen trabajo, Anna. Ha costado lo suyo reducirla.

—Hacía falta un toque femenino. Y me ha parecido que usted y el abuelo necesitaban ayuda. —Sonrió a Werner con complicidad—. ¡Una chica pateándoles el culo a todos!

—¿Y el otro agente? —preguntó Fabel.

—Se repondrá —dijo Werner, apretándose la narina con el dorso de la mano para frenar la hemorragia—. Le va doler la garganta a base de bien, eso seguro.

—Llevadlo al hospital —dijo Fabel—. Un golpe en la tráquea puede resultar muy peligroso, esa mujer sabía lo que se hacía. —Se apoyó en la pared e inspiró hondo—. Joder, vaya si lo sabía…

—Supongo que era eso lo que quería decirte el doctor Köpke, el psiquiatra del sanatorio de Mecklemburgo —dijo Werner—. Ha vuelto a llamar… mientras estabas aquí con esta psicópata.

—Ya le llamaré —dijo Fabel—. Pero antes, ¿podría traerme alguien un poco de codeína y una tirita…?