Ya habían acordonado el bloque y colocado barreras en uno y otro extremo de la calle, a unos cincuenta metros de la entrada, pero la turba de la prensa no se había materializado todavía. No había dado tiempo a que corriera la voz. Fabel tardó solo diez minutos en llegar desde su apartamento. Aparcó junto a la barrera y mostró su identificación a los agentes de uniforme que vigilaban ese lado.
Un tipo rubio, espigado y de tez pálida, de unos treinta años, abrigado con una chaqueta de cuero marrón y una bufanda, le aguardaba en la entrada del bloque. Fabel oyó que se sorbía la nariz y advirtió que la tenía toda roja.
—Deberías estar en cama, Thomas —le dijo.
—Ojalá hubiera pedido la baja. Si no hubiera estado de servicio no habría visto esto —dijo Glasmacher, señalando el edificio.
—¿Duro?
—Uf, sí… De los peores de mi vida. La víctima ha sido torturada durante horas. He pedido refuerzos, por cierto. Dirk Hechtner está también en camino.
—¿Has dicho que tenemos al Ángel?
—Hay similitudes en el modus operandi tanto con los últimos asesinatos como con los antiguos. Fuera cual fuese el objetivo de esa mujer, ya lo ha cumplido. Al acabar, ha llamado al 110 y ha dicho que había matado a este tipo y que quería entregarse.
—¿Quién es la víctima?
Glasmacher sacó su bloc de notas del bolsillo de la cazadora, junto con un montón de pañuelos de papel usados.
—Perdón, Chef… Robert Gerdes, sesenta y tres años, maestro retirado de Flensburg, en Schleswig-Holstein. Llevaba quince años viviendo en Hamburgo. Su apartamento está en el sobreático y ha sido asesinado justo en el piso de abajo, alquilado por la mujer que dice ser autora del crimen.
Fabel levantó la vista hacia el edificio.
—¿El sobreático has dicho? Daba mucho de sí su pensión de maestro. ¿Cómo se llama la mujer?
—Ute Cranz. Acababa de mudarse a ese piso, por lo visto. He hecho que se la llevaran dos agentes al Präsidium.
Se oyeron sirenas al fondo de la calle y dos coches sin distintivo se detuvieron junto a la barrera, detrás del BMW de Fabel. Este se puso a hacer gestos frenéticos, pasándose la mano por la garganta, y las sirenas enmudecieron en el acto. De uno de los vehículos se bajaron Anna Wolff y Werner Meyer y del otro, Dirk Hechtner y Henk Hermann.
—Por el amor de Dios —les dijo cuando se acercaron—. Todavía no tenemos aquí a la prensa. Tratemos de mantener cierta discreción… o al menos tanta como sea posible con una calle bloqueada en mitad de la noche.
—Perdone, Chef —dijo Anna—. A decir verdad, para mí siempre ha sido una de los mayores atractivos de este trabajo. Si no puedo poner la sirena, casi me da igual ser taxista.
—Nadie subiría a tu taxi con tanto pedo —masculló Werner.
—Oíd, Laurel y Hardy —dijo Fabel sin sonreír—. Cuando hayáis terminado el numerito, me gustaría entrar y ver el escenario.
—Perdón, Chef —dijo Anna, no muy arrepentida.
—Ah, otra cosa —dijo Glasmacher—. La mujer no ha parado de decir disparates sobre la víctima. Es evidente que está loca de remate. Dice que el tipo vivía con nombre falso y unos antecedentes fabricados; que en realidad era uno de los altos mandos de la Stasi. Dice que él le destrozó la vida a su hermana.
—¿De la Stasi? —Fabel reaccionó como si le hubiera pasado la corriente por la columna—. ¿Ha dicho que era un antiguo miembro de la Stasi? ¿Ha mencionado su nombre auténtico?
Glasmacher volvió a consultar su bloc.
—Sí… Ha dicho que era un comandante de la HVA y que se llamaba Georg Drescher.
Fabel sintió una descarga eléctrica aún más intensa.
—Anna, Werner… venid conmigo —dijo con firmeza—. Thomas, tú vuelve al Präsidium y redacta el informe. Luego vete a casa y descansa. Voy a necesitarte en plena forma durante los próximos días. Dirk, Henk, llamad a la Politidirektør Karin Vestergaard; decidle que pasáis a buscarla por su hotel para llevarla al Präsidium. No… mejor traedla aquí.
Cuando Fabel ya se iba hacia la puerta, Glasmacher le puso una mano enguantada en el brazo.
—Prepárese, Chef. Lo digo en serio esta vez. Cuando vea lo que le ha hecho al tipo…
Holger Brauner le pidió a Fabel y a su gente que esperasen unos minutos antes de entrar. Además, en vez de los guantes de látex y las bolsas en los zapatos habituales, se empeñó en que todos se pusieran mascarilla y traje forense completo.
—Hay un montón de fluidos corporales —explicó—. Tenemos que hacer muchos análisis. Sé que todos sois detectives con experiencia y demás, pero debo pediros que, si creéis que vais a vomitar, salgáis rápidamente.
—¿Tan terrible es? —preguntó Fabel.
—Tan terrible, Jan —dijo Brauner.
Fabel no puedo por menos que advertir lo sofisticado y espacioso que era el apartamento. No había tabiques de separación entre el salón y el comedor. Al fondo, una amplia puerta corredera daba a una estrecha terraza. Los muebles parecían caros y Fabel supuso que se alquilaba amueblado. Uno de los hombres de Brauner, vestido con el mono forense, estaba sacando fotos de la mesa del comedor, donde aún se veían platos y copas para dos personas. Había un díptico numerado en el suelo, al lado del sofá, marcando el punto donde se había hecho añicos una copa de brandy y se había derramado el contenido sobre la madera de haya pulida.
Fabel siguió el consejo de Glasmacher y trató de prepararse antes de entrar en la cocina con los demás.
Descubrió que no podía apartar los ojos ni un segundo. Era como si su cerebro estuviera tratando de encontrarle sentido a lo que veía; o mejor, como si intentara negar que pudiera haber sido humano lo que tenía delante. Estaba sobre la gruesa capa de plástico azul que cubría la encimera de la cocina. La cabeza había sido apuntalada y las órbitas blancas de los ojos sin párpados miraban fijamente a Fabel. Las capas de plástico se extendían por todo el suelo y estaban pegadas con cinta adhesiva a las paredes. Había salpicaduras de sangre por todas partes, pero alrededor del cuerpo y en la zona del suelo junto a la encimera se veía en pinceladas, como si hubieran pasado una fregona. Había ido limpiando a medida que trabajaba.
A su espalda, Fabel oía la respiración entrecortada de Anna a través de la mascarilla. Werner soltó una obscenidad. Holger Brauner se deslizó junto a las figuras petrificadas de los dos subordinados y se acercó a Fabel.
—Nunca había visto nada igual, Jan —dijo—. Esa mujer tiene un conocimiento asombroso de la anatomía humana. ¿Has visto los torniquetes de la parte alta del muslo? Los ha utilizado para restringir el flujo sanguíneo mientras trabajaba en las piernas. Y como puedes ver, para dejar al descubierto el hueso ha cortado el tejido muscular sin tocar la arteria femoral. Del mismo modo, ha usado una grapa quirúrgica en la ingle para cortar la hemorragia provocada por la castración.
Fabel oyó que Anna jadeaba con más fuerza y que finalmente salía corriendo de la cocina.
—No cabe la menor duda en cuanto a la premeditación —dijo Brauner—. Lo ha preparado todo por anticipado; ha forrado de plástico las superficies, ha inmovilizado a la víctima de algún modo… Incluso tenía una solución salina para aplicarle en los ojos, una vez que le ha arrancado los párpados. Es obvio que para ella era importante que él la viese trabajar. Pobre infeliz.
—¿Cuánto tiempo crees que habrá tardado en morir?
—¿La verdad? No lo sé, francamente. Herr doctor Möller podrá darte una aproximación después de la autopsia. Pero yo diría que ha resistido vivo esta tortura tal vez una hora. Qué parte de ese tiempo habrá permanecido consciente… cualquiera sabe. —Brauner señaló una bandeja metálica junto al cuerpo—. Está llena de ampollas rotas. Por el olor, yo diría que eran cápsulas de carbonato de amonio. Obviamente, se las ponía bajo la nariz para despertarlo cuando se desmayaba del dolor.
Anna volvió a entrar en la cocina, cabizbaja y con la vista fija en el suelo.
—Dirk y Henk ya han vuelto, Chef —dijo—. Con la danesa.
—Muy bien. —Fabel le pasó el brazo por los hombros y girándola de espaldas al cadáver, la observó. Por encima de la mascarilla, y enmarcada por el gorro elástico del mono forense, la cara se le veía tremendamente pálida y con los ojos enrojecidos—. ¿Estás bien, Anna?
—No es mi punto fuerte, ya lo sabe. Pero bueno, no importa. Pronto me tendrá expidiendo tickets de aparcamiento.
—Ya basta, Anna —dijo Fabel sin enfado. Se daba cuenta de que estaba con los nervios de punta—. Vuelve a la brigada y repasa todos los datos que tenga Thomas antes de que se marche a casa. Werner, ve con ella. Yo voy a echar una ojeada arriba, al piso de la víctima.
Fabel dejó el mono y la mascarilla en la puerta del apartamento, aunque conservó los guantes y las bolsas de los zapatos. Al salir al rellano, vio que Karin Vestergaard subía con Dirk Hechtner y Henk Hermann.
—Sus colegas me han dicho que esto podría tener que ver con la muerte de Jens —dijo ella sin preliminares. La sombría determinación de su rostro le recordó a Fabel que Jespersen había sido para ella algo más que un compañero.
—La verdad es que aún no lo sé, Karin. La propia asesina nos ha avisado, y la hemos trasladado al Präsidium. Podría tratarse sin duda de nuestra asesina de Sankt Pauli. Pero lo más interesante es la historia que ha contado. La víctima es un varón de sesenta y tres años, un maestro jubilado de Flensburg llamado Robert Gerdes. Pero, no se lo pierda, la mujer que lo ha torturado hasta matarlo dice que en realidad es un antiguo alto mando de la Stasi y que se llama Georg Drescher.
Vestergaard pareció anonadada un instante.
—¿Puedo ver a la víctima?
—Créame, mejor que no. Se ha ensañado a base de bien con él y, además, tendría que ponerse todo el equipo forense. He enviado a buscarla porque he de registrar el apartamento de la víctima, que vivía encima, y he pensado que tal vez le gustaría echarme una mano. A lo mejor identifica algo relacionado con Jespersen. —Fabel se volvió hacia Hechtner y Hermann—. Encargaos de registrar a fondo el piso de la asesina. Todo, salvo la cocina. Y metedlo todo en bolsas. —Se dirigió a Vestergaard de nuevo—: Cuando acabemos de mirar arriba, me gustaría que presenciara mi interrogatorio a la sospechosa.
—Adelante… —dijo ella con aire sombrío.