Hacía muchísimo tiempo que Fabel no tenía un sueño como aquel. A lo largo de su carrera como detective de homicidios se había visto atormentado por las pesadillas: la muerte lo visitaba por la noche. Las víctimas de los asesinatos que no había sido capaz de resolver lo miraban acusadoras, mostrándole sus heridas para que las viese bien. Esos sueños habían sido uno de los motivos por los que, un año y medio antes, había considerado seriamente la posibilidad de dejar la policía. Entonces, después de tomar la decisión de seguir en la Mordkommission, los sueños habían cesado.
Pero este sueño era distinto de los demás.
Estaba en el centro de un patio enorme cercado con vallas de alambre de espino. En un extremo había una fila de barracones de madera. No le hacía falta un cártel ni un rótulo encima de la verja para saber dónde estaba. Era alemán: el simbolismo estaba grabado a fuego en su conciencia. No había nadie más en el patio. No llegaba ningún ruido de los barracones. El viento silencioso levantaba un poco de polvo del suelo de tierra apelmazada. Se volvió lentamente 360 grados.
Ella estaba allí, delante de él.
—¿Me buscabas? —preguntó Irma Grese. Una chica joven, de solo diecinueve o veinte años, baja y fornida, con un amorfo vestido gris. Llevaba las botas de montar que, según había leído, se ponía habitualmente cuando torturaba a los presos. Tenía unos rasgos duros, anchos, casi masculinos, y una boca de labios finos con las comisuras torcidas hacia abajo. El pelo rubio lo llevaba peinado hacia atrás, dejando despejada una frente totalmente desproporcionada.
—No —dijo Fabel, que se había distraído mirando la marca de soga que se le veía en el cuello—. No te busco a ti. Busco a otra que se te parece.
—Si es como yo —dijo Grese— es que alguien la volvió como yo. ¿Entiendes? —Su amplia frente se arrugó. Parecía muy importante para ella que la entendiera—. Alguien la volvió como yo.
—Lo entiendo —dijo Fabel.
Grese lo miró de arriba abajo.
—¿Te doy miedo?
—No, no me das miedo. Me das asco. Aborrezco todo lo que tenga que ver contigo, todo lo que hiciste. Especialmente porque lograste que me alegrara de que te hubieran colgado.
—Sí que te doy miedo. En el fondo, a todos los hombres les asustan las mujeres. Te doy miedo porque te asustan todas las mujeres. Te da miedo que en el fondo de cada mujer arda algo parecido a lo que ardía en mí.
—No es cierto —dijo Fabel—. Tu género no tiene nada que ver. Tú, y todos los de tu especie, erais monstruos. Vulgares, grises, ordinarios, pero monstruos. Solo estabais aguardando a que alguien abriera vuestras jaulas y os dejara sueltos.
—Hemos salido de nuestras jaulas por ti, Jan. ¿No es cierto? —Por un instante, Fabel creyó que estaba mirando a Christa Eisel, luego a Viola Dahlke, el ama de casa a la que habían detenido en Sankt Pauli; pero enseguida volvió a ser Irma Grese—. Hemos sido tu vida durante veinte años.
De pronto, sin moverse, sin dar un paso, Grese estaba más cerca. Tenía la cara casi pegada a la suya, alzada hacia él. Soltó un alarido estridente e inhumano, con los ojos enloquecidos y las cejas arqueadas sobre aquella frente enorme coronada de pelo rubio. Era terrorífica y cómica a la vez. Levantó el brazo derecho y, a la lívida luz del sol, Fabel vio destellar el látigo de celofán.
Entonces despertó.
Se volvió para comprobar que Susanne seguía dormida. No quería que se enterase de que había tenido otra pesadilla. Había pasado mucho tiempo desde la última. Susanne era su amante y, como tal, le había suplicado que dejase la policía para librarse de aquellos sueños; pero también era psicóloga, y su inquietud tenía además una base profesional. Lo que le inquietaba no eran los sueños en sí mismos, le había explicado, sino la perturbación secreta que los motivaba. A Renate nunca le habían preocupado esos sueños. A decir verdad, Renate nunca se había preocupado por él.
Se levantó, fue a la cocina y se preparó una taza de té. Todavía le costaba un poco encontrar las cosas en el nuevo apartamento; en el interior de su mente, y sobre todo de madrugada, aún seguía viviendo en su piso de Pöseldorf.
Sonó el teléfono. Miró el reloj y vio que eran las cinco y media de la mañana.
—Será mejor que sea importante —dijo al teléfono.
—Lo es… —Era Glasmacher, uno de los miembros del equipo de la brigada—. Estoy justo a la vuelta de la esquina de su casa, en Altona. La tenemos, Chef. Tenemos al Ángel.