Girando del todo el mando de temperatura de la ducha, dejó que el agua helada se deslizara por su cuerpo y que se le pusiera toda la carne de gallina. Sylvie Achtenhagen permaneció en la ducha, con los brazos extendidos y las palmas apoyadas sobre los azulejos de porcelana. Tenía un cuerpo firme y juvenil, y sabía que aún seguiría así durante años. Pero, con treinta y nueve ya, era consciente también de que el tiempo iba aumentando lenta e insidiosamente la presión sobre ella. ¿Dónde estaría dentro de diez años? Para entonces habría de competir con mujeres más jóvenes. Siempre estaría mirando de reojo a su espalda, vigilando por si alguien intentaba arrebatarle lo que tanto le había costado conseguir. Alguien como ella.
Alguien decidido a crear la noticia.
Cuando ya no pudo soportar más el frío y se sintió totalmente despejada, Sylvie cerró el grifo de la ducha, se envolvió en el albornoz, cruzó la habitación y abrió una botellita de ginebra del minibar. Se había alojado en uno de los viejos hoteles de Berlín: un establecimiento de raída y extenuada grandeza cuyas habitaciones tenían todavía el sistema de doble puerta: la interior, que se abría a la habitación, y la exterior, que daba al pasillo. Las ventanas eran antiguas y robustas también. Todo ello le confería al hotel un aire de otra época. Y de estar un poco dejado y en manos de la rutina.
Después de añadirle tónica a la ginebra, Sylvie se desplomó en el enorme lecho y empezó a considerar la información que le había sacado a Wengert, el impresionable funcionario que custodiaba en la BStU los archivos de la Stasi. Una vez descartadas las personas que habían fallecido desde la caída del Muro, le quedó una lista de una docena de nombres, todos relacionados de un modo u otro con Drescher. Pero, como le había dicho Wengert, las conexiones podían ser meramente fortuitas. Drescher, o alguien igualmente interesado, se había encargado de que los expediente principales no aparecieran. Sylvie estaba segura, sin embargo, de que la pista que buscaba estaba entre aquella docena de nombres. Y quizá, solo quizá, uno de ellos fuese Siegfried, aquel antiguo miembro de la Stasi que le había enviado las fotos y le había dado el nombre de Drescher. Sacó su cuaderno de notas y anotó los cuatro nombres más probables. Tenía la dirección de dos, unas señas parciales de un tercero y el nombre de una ciudad para el cuarto. Habría que ver si resultaba fácil dar con ellos. Cuanto más fácil fuera, menos posibilidades cabrían de que se tratara de Siegfried.
Acababa de sacar su Baedeker para comprobar las direcciones cuando sonó el móvil.
—Hola, soy Ivonne. Tengo más datos sobre Norivon, la empresa donde trabajaba la última víctima de Sankt Pauli.
—¿Alguna cosa interesante?
—La verdad es que no. No podría ser más aburrido, de hecho. Norivon es una compañía medioambiental de gestión de residuos que asesora a las empresas para cumplir las regulaciones federales y de la Unión Europea. Se encargan de hacerlos desaparecer, vamos. Pero he sacado más información a través de una chica que conozco en NeuHansa. Según ella, Armin Lensch, el tipo que se puso ciego y acabó muerto, era un gilipollas de primera y todo el mundo lo despreciaba. Un hijo de puta ambicioso, al parecer, que no tenía inconveniente en pisotear a quien fuese con tal de ascender. Se ocupaba de tratar con las demás empresas del grupo NeuHansa y tenía fama de ser un lameculos con los jefes.
—¿Algo más?
—Ah, sí. Esto es lo mejor. Su incursión en la Reeperbahn era algo habitual. Se iba allí con un grupo de compañeros de la oficina (ninguno de los cuales lo tragaba, por cierto) y se ponía como una cuba y más odioso de lo normal. El caso es que la noche en que lo mataron tuvo un rifirrafe con la policía. Dos agentes de paisano estaban deteniendo a una mujer en Silbersacktwiete y Lensch se puso faltón con ellos. Uno de los agentes, una mujer, le dio un rodillazo en los huevos.
—¿A quién estaban deteniendo?
—Eso no lo sé, pero eran de la brigada de homicidios.
—¿Qué aspecto tenía esa agente? ¿Bajita, guapa, pelo negro?
—Tampoco lo sé.
—Anna Wolff… —murmuró Sylvie para sí misma.
—¿Cómo?
—No importa. Buen trabajo, Ivonne. Tengo algunos nombres y varias direcciones incompletas. Mira a ver si puedes localizarlos y sacar toda la información posible.
—Claro —dijo Ivonne.
Sylvie le facilitó la información que Wengert le había dado.
—Estamos buscando a un funcionario de la Stasi, varón, seguramente perteneciente al personal administrativo destinado en el cuartel general de Lichtenberg.
—Muy bien —dijo Ivonne—. Quería comentarle una cosa más… Pero se me ha olvidado.
—Llámame si lo recuerdas.
Sylvie colgó. Estaba ordenando los documentos que había esparcido sobre la cama cuando el móvil volvió a sonar.
—Qué rápida —dijo Sylvie—. ¿Ya lo has recordado?
—Espero que ya esté instalada en su hotel, Sylvie. —En cuanto oyó la voz entrecortada, supo que era Siegfried.
—¿Qué le hace pensar que estoy en un hotel? —dijo.
—No diga estupideces. Usted no es una mujer estúpida. ¿Todavía detrás de ese gran reportaje? Supongo que cree que ya tiene mi nombre, que puede localizarme y conseguir lo que quiere sin pagar nada… Sí, sí. Estoy al corriente de su conversación con Herr Wengert.
—Ah. Ustedes, la escoria de la Stasi, todavía tienen tentáculos por todas partes, ¿verdad?
—La Stasi ya no existe, Sylvie. Y me duele que me llamen escoria. Hicimos lo que hicimos porque creíamos en ello. Creíamos en la igualdad, en la liberación de la pobreza y la explotación. Y por eso ahora nos comparan con los nazis. Pero sí, algunos aún trabajamos juntos para protegernos. —Le entró un acceso de tos—. En fin, no tengo ningún interés en justificarme ante usted. Especialmente ante usted. ¿Tiene mi dinero?
—¿Se cree que puedo hacer aparecer de la nada un cuarto de millón de euros, simplemente por tres fotografías y por el nombre de alguien que no existe?
—Que parece no existir… Drescher y esas chicas estaban metidos en una operación tan secreta y ambiciosa que se hizo todo lo posible para mantenerla oculta incluso ante una parte de la estructura de mando del MfS. En fin, he decidido darle algo más. A cuenta. Sencillamente para demostrarle que de verdad tengo la información que digo poseer. Eche un vistazo debajo de la almohada.
Sylvie se acercó a la cabecera y deslizó el brazo bajo las almohadas hasta tropezar con algo. Un gran sobre marrón.
—¿Cómo ha…?
—Vamos, Sylvie —la interrumpió aquella voz ronca—. No sea ingenua. Estamos entrenados para entrar y salir inadvertidamente de cualquier lugar. Seguiremos en contacto.
La comunicación se cortó. Sylvie revisó el móvil para identificar la llamada, pero la habían hecho con número oculto.
Abrió el sobre. Dentro había una revista y cuatro fotocopias. Primero echó un vistazo a la revista. Se llamaba Muliebritas, lo cual, dedujo, debía de ser un título feminista. La hojeó rápidamente, por si habían metido algo dentro o señalado alguna página en concreto. Nada. Tendría que dedicar luego un rato a examinarla con detalle. De momento, lo único que le llamó la atención fue que Muliebritas formara parte de Brønsted Publishing, una empresa del grupo NeuHansa.
Se centró en las cuatro fotocopias. En las tres primeras figuraban las fotos que Siegfried ya le había enviado por email. Pero esta vez había un nombre debajo de cada cara: Margarethe Paulus, Liane Kayser, Anke Wollner. En la cuarta fotocopia aparecía el nombre de Georg Drescher, aunque en esta ocasión acompañado de una imagen: un hombre de cuarenta o cuarenta y cinco años, de rostro recio y atractivo, con profundos surcos en las mejillas y esas arrugas alrededor de los ojos propias de alguien acostumbrado a sonreír. Su aspecto amigable parecía reñido con las insignias de las solapas de su uniforme, que indicaban que era un oficial del MfS. A diferencia de las otras fotografías, la suya estaba en blanco y negro, y no era fácil distinguir si tenía el pelo rubio o gris. Considerando que hacía veinte años que nadie llevaba un uniforme de la Stasi, Sylvie trató de deducir su edad.
Volvió a mirar las fotos de las chicas. Eran todas guapas, pero miraban a la cara de un modo inexpresivo y desprovisto de emoción. Una vez más, le llamó sobre todo la atención aquella chica de mirada tan terriblemente vacía.
Liane Kayser. Su nombre era Liane Kayser.