Era más joven que la mayor parte de las mujeres con las que últimamente había estado. Más joven y más atractiva.
Suspicaz como era por naturaleza, se sorprendió preguntándose por qué habría tomado ella la iniciativa. Pero tampoco era tan insólito, se dijo. Ya se sabía que a las mujeres jóvenes les gustaban los hombres maduros. Sobre todo aquellos que parecían superiores desde un punto de vista intelectual o económico. Hipergamia, lo llamaban. Se echó a reír al pensarlo.
—¿Tiene usted familia, Herr Gerdes? —le preguntó Ute Cranz al regresar al salón para servir la sopa.
—No una familia propia —dijo, sonriendo—. Tengo tres sobrinas, y las quiero mucho. ¿Y usted, Frau Cranz? ¿Tiene familia?
—No. —Sonrió con tristeza—. Solo mi difunto marido. Sí tengo una hermana, pero está muy enferma en un hospital. De forma permanente.
—Ah… Lamento saberlo —dijo Gerdes.
—Llámeme Ute, por favor. ¿Un poco más de vino?
—Entonces usted ha de llamarme Robert. Sí, por favor. ¿No va a acompañarme?
—Quizá más tarde. Yo apenas bebo, Robert. Me marea, aunque solo sea un poquito. Pero le ruego que lo disfrute usted.
Gerdes tomó un buen trago.
—Es excelente.
Gerdes comió, bebió y escuchó a Ute Cranz. Ella poseía aquella extraña habilidad típica de las mujeres para hablar mucho sin decir nada. Y él sonreía, asentía y respondía cuando tocaba. Desde luego, pensó, era una mujer atractiva. Tenía unos grandes ojos oscuros y el pelo castaño corto. También una figura llamativa: delgada, pero con cierto toque voluptuoso que se percibía a través de los brillos de su vestido. Y no obstante, había algo en ella que le inquietaba. Estaba seguro de que se habían visto en otra parte.
—¿Ha vivido en Hamburgo toda su vida? —preguntó Ute.
—Lo bastante como para considerarme un hamburgués nativo —dijo él, tomando otro sorbo de vino—. ¿Y usted?
—Ah, no. Yo vine del Este. De Mecklemburgo, de una ciudad llamada Zarrentin. Es pequeña pero muy bonita, junto a un lago, el Schaalsee. Antes de caer el Muro quedaba justo en la frontera con el Oeste y tenía un horrible puesto fronterizo con alambrada y demás. Pero todo eso ha desaparecido.
—Si no le importa que lo pregunte, ¿cuánto hace que falleció Herr Cranz? —dijo Gerdes. Le molestaba que su voz sonase, o le sonara a él, un tanto pastosa; pero ese era el efecto que le había producido el vino—. Si me permite que se lo diga, parece usted trágicamente joven para ser viuda.
—Tres años. Casi cuatro. —Ute volvió a llenarle la copa.
La cena consistió en una sopa de anguila, típica de Hamburgo, seguida de pechugas de pato con salsa de naranja picante y una mousse de fresa de postre. Una cena muy bien preparada, Gerdes debía reconocerlo. Después Ute sirvió café y brandy Asbach y lo invitó a sentarse en el sofá.
Él notó las piernas flojas al ponerse de pie y tuvo que sujetarse en el borde de la mesa para no perder el equilibrio. ¿Qué le pasaba? Tampoco había bebido tanto. Ute Cranz advirtió su traspié, pero no hizo ningún comentario. Era embarazoso, aun así. Se sentó en el sofá y dio un sorbo a su copa de brandy.
Ella regresó de la cocina y se sentó a su lado. Gerdes sonrió débilmente.
—Me temo que no me encuentro bien… —Las palabras acudían a sus labios con dificultad. Se sentía entumecido. Y por algún motivo, asustado. Decidió dejar de beber el brandy y trató de colocar la copa en el brazo del sofá, pero resbaló y se hizo añicos en el suelo—. Lo siento —trató de decir, pero las palabras le salieron convertidas en un gemido incoherente.
—No importa —dijo Ute, entendiendo con claridad lo que quería decir, pero totalmente impasible ante su estado—. No es culpa suya. Es por el metaxolone.
Gerdes trató de formular una pregunta, pero esta vez ni siquiera le salió un gemido.
—He tenido que pensarlo muy bien. Quería inmovilizarle sin que se produjera un efecto analgésico o sedativo excesivo. La gran ventaja del metaxolone es que su eficacia se incrementa enormemente cuando se ingiere por vía oral.
Gerdes hizo un intento de moverse, pero sintió las piernas y los brazos de plomo.
—Ah… y también hay un poco de succinilcolina —dijo, como recordando los ingredientes de un pastel—. Ya sabe, cloruro de suxametamonio. Le inyectaré un poco más dentro de un rato.
Gerdes sintió que le crecía un grito en las entrañas, pero sin llegar a abrirse paso hasta la superficie. Notaba que la cabeza se le iba hacia atrás. La apoyó en el respaldo acolchado.
—Usted, claro está, conoce bien el cloruro de suxametamonio —prosiguió ella—. Es un relajante muscular altamente eficaz y un excelente instrumento para un asesino. Puedes hacer que parezca que alguien ha muerto por causas naturales; por paro cardíaco. A menos, claro, que un patólogo diligente detecte la hipercalemia. Pero no se preocupe, la dosis que ha absorbido usted no le paralizará el corazón. Es mucho más eficaz por vía intravenosa, pero la gran virtud del cloruro de suxametomonio es que es incoloro, inodoro y soluble en agua y en alcohol. Usted ha ingerido, junto con el metaxolone, una buena cantidad a lo largo de la noche, Robert. Bueno, ¿le importa si dejo ya esta comedia absurda y lo llamo por su nombre, Georg? Sí, sé quién es usted, comandante Drescher. Lo sé todo sobre usted.
Ute desapareció un momento en la cocina y volvió con una bandeja metálica donde había una aguja hipodérmica desechable. Él quería gritar, luchar, agarrarla con sus manos y estrangularla hasta dejarla sin vida. Pero no podía, estaba completamente inmovilizado. Descubrió que aún podía parpadear, solo eso. Un inmenso terror lo recorrió como una oleada. Era claustrofobia: el pánico provocado por la conciencia de que estaba atrapado en su propio cuerpo. Sin ningún cuidado, Ute le clavó la hipodérmica en el antebrazo. Él notó agudamente el pinchazo en la piel. Lo sintió, pero ni siquiera se estremeció.
—Sí, ya sé, comandante Drescher… Esto solo ha sido un pequeño aperitivo de lo que vendrá a continuación. La succinilcolina no es anestésica y únicamente posee efectos analgésicos en el tejido muscular. Le prometo que sentirá absolutamente todo lo que le haga. En Estados Unidos forma parte de la inyección letal que se administra en muchos estados como sistema de ejecución. Es algo muy polémico… Según cierta teoría, Dios sabe cuántos condenados han muerto entre espantosos dolores porque el anestésico de la inyección no ha funcionado. Pero puesto que están totalmente inmovilizados por la succinilcolina, no hay signo exterior de que sufran los más atroces dolores. Como morir quemado en la hoguera, pero empezando por dentro: de dentro afuera. En fin como digo, usted ya sabe todo esto, ¿no? Es lo que enseñaba a sus chicas, ¿verdad? ¿Se refería a eso cuando me ha dicho que tenía tres sobrinas?
¿Cómo podía saber ella que su verdadero nombre era Drescher? Había borrado concienzudamente sus huellas. Solo un profesional —un profesional de primera— podría haberlas descubierto. ¿Quién era esa mujer? ¿Dónde la había visto antes?
Su mente trabajaba a cien por hora, su corazón palpitaba enloquecido. Lo que más le aterrorizaba era que Ute desaparecía todo el rato de su campo visual. Incapaz de mover el cuello, no podía seguir sus movimientos. Tenía la cabeza recostada y solo veía lo que le quedaba justo delante. Ella reapareció un momento y le pareció ver un abultado rollo de plástico azul. Se agachó enseguida y la perdió de vista, pero dedujo que estaba extendiendo el plástico por el suelo.
Ute dio la vuelta, se puso a su espalda y, pasándole los brazos por las axilas, lo arrastró fuera del sofá. Acabó rodando y se dio un golpe brutal en la cara sobre el piso de madera forrado de plástico. Tenía la nariz aplastada contra el suelo. Oyó el silbido de su respiración, el burbujeo de la sangre en sus narinas. Ella le volvió la cabeza de lado, con la mejilla sobre el plástico. Ahora estaba de cara al sofá y veía un pendiente que se le debía haber caído y que había rodado debajo. Sería surrealista, pensó, que esa fuera una de las últimas cosas que veía: un pendiente perdido bajo un sofá. Supuso que ella lo encontraría muy pronto: en cuanto hiciera limpieza, después de matarlo.
Ahora lo giró, lo dejó boca arriba y lo arrastró por el salón hasta la cocina. Drescher quizá no logró verla entera, pero se hizo una idea muy clara de lo que iba a sucederle allí dentro. Casi todo lo que veía de la cocina estaba cubierto con el mismo plástico azul para que no se manchase de salpicaduras de sangre y de otros fluidos corporales. Así no quedaría después ningún estropicio. Tampoco habría gritos durante todo el proceso, ningún alarido que alertara a los vecinos. Todos los chillidos de Drescher resonarían únicamente dentro de los confines de su propio cerebro.
Ute se agachó y pegó el rostro contra el suyo.
—Yo no habría sido buena alumna desde su punto de vista, ¿verdad, comandante Drescher? Aquí no hay distancia forense, ¿cierto? Pero ¿sabe una cosa?, me da igual. Me da igual que me atrapen. Me va a chorrear todo por encima, Drescher. Su sangre, su sudor, su miedo… Y voy a dejar que me empape del todo. Pero antes, camarada comandante, haremos una sesión de diapositivas…