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Nada más cruzar la puerta del apartamento, Fabel notó que Susanne tenía algo en la cabeza. Había aprendido a captar sus humores desde que vivían juntos y sabía cuándo le preocupaba algo. Pero como la mayoría de los hombres, solo era capaz de leer los grandes titulares, no la letra pequeña.

—¿Cómo te ha ido tu charla con Gabi? —le dijo ella sonriendo, aunque sin que se borrase su preocupación.

—Bien. Ya conoces a Gabi, es una chica lista. Lo bastante para tomar sus propias decisiones. —Fabel le dio un beso a su novia—. ¿Qué sucede?

—He estado revisando los expedientes que me pasaste de los asesinatos de Westland y Lensch.

Había una energía contenida en su tono.

—Muy bien… —Fabel la siguió por el salón y fueron a sentarse al sofá. Los expedientes estaban esparcidos sobre la mesita de café—. ¿Y esa norma tuya de no hablar de trabajo en casa?

—Creía que era nuestra la norma… En fin, te lo dejo pasar por esta vez. Hay algo que no acaba de encajar aquí. No hay una pauta. Ni en el perfil de las víctimas ni en la cronología.

—No ha habido suficientes víctimas para que pueda aparecer una verdadera pauta.

—En los crímenes originales de los años noventa sí la había. Pero esta vez… No sé. —Frunció el ceño, repasando sus notas—. Tú apuestas por una imitadora, ¿no?

—Sí. Al menos por ahora.

—Muy bien, supongamos que es una imitadora —dijo Susanne—. ¿Qué tipo de asesina o asesinas estamos buscando? Dios sabe que eres casi tan experto como yo en psicología de asesinos múltiples, así que ya sabes que existen cuatro grandes grupos en los que pueden entrar las asesinas en serie.

—Sí —dijo Fabel, arrellanándose en el sofá con las manos en la nuca—. Ángeles de la muerte, viudas negras, asesinas vengadoras y asesinas dementes.

—Muy bien —dijo Susanne. Se levantó, fue a la cocina y volvió con una botella bien fría de vino. Sirvió una copa a cada uno.

—Qué maravilla —dijo Fabel, dando un sorbo—. No hay nada en esta vida como un buen Chardonnay fresquito mientras charlas sobre cuerpos desmembrados.

—¿Quieres que hablemos o no? —dijo ella con impaciencia.

—Vale. Cuatro grupos. ¿Intentas averiguar a cuál pertenece la nuestra?

—Lo intento, sí. Tomemos a los ángeles de la muerte: mujeres, normalmente enfermeras o de otras profesiones sanitarias, que matan a los enfermos más vulnerables, con frecuencia para aprovecharse o porque sienten que le están haciendo un favor a la víctima. Aunque lo que las impulsa en realidad es el chute que proporciona ese poder sobre la vida y la muerte que tienen en sus manos. La nuestra no es una de ellas.

—De acuerdo. —Fabel dio otro sorbo de vino.

—Luego están las viudas negras. Estas se dividen a su vez en dos categorías: las que actúan movidas por puro interés y las predadoras sexuales, inducidas por motivos de tipo psicosexual. Suelen conocer a sus víctimas íntimamente. Matan a sus parejas sexuales, o bien a hombres que han seducido.

—Esta noche me quedo en el sofá —dijo Fabel con una sonrisa, pero se apresuró a reprimirla al ver que ella fruncía el ceño—. Vale, quizá nuestra chica entra en esa categoría. Hace aproximaciones sexuales e interpreta el papel de una prostituta.

—Pero no saca ningún provecho de los asesinatos.

—Se llevó el teléfono, la agenda y la billetera de Westland.

Susanne meneó la cabeza.

—Ese no es el botín por el que suele matar una viuda negra. Y no veo que saque ningún beneficio sexual de los crímenes. A menos que tenga un orgasmo al cometer el crimen, por efecto de la violencia misma.

—Pero eso sería muy insólito en una mujer, ¿no? —dijo Fabel.

—Sí —dijo Susanne—. Es un rasgo muy común entre asesinos varones, pero extremadamente raro en mujeres.

—¿Aunque no totalmente desconocido?

—¿Has oído hablar de Irma Grese?

—¿Te refieres a la Perra de Belsen? —dijo Fabel, arrugando el ceño—. Claro que sí.

—Grese tenía solo veintitrés años cuando la colgaron por crímenes contra la humanidad, lo cual significa que había empezado a cometer aquellos crímenes con diecinueve o veinte. Menuda, escasamente atractiva y no demasiado avispada: una chica del todo vulgar que procedía de una familia en gran parte antinazi y que no obstante desarrolló un gusto, una verdadera avidez, por la crueldad extrema, tanto física como psicológica. Tenía un látigo entretejido con celofán que cortaba a los presos mientras los azotaba. A muchos los mataba a golpes o a tiros, y era obvio que obtenía una satisfacción al hacerlo. Todo indica que era una sádica sexual. Como caso psicológico, constituye una seria advertencia: muestra que es posible canalizar el impulso sexual femenino hacia la histeria política o religiosa. En el caso de Grese, era una fanática absoluta de la Liga de Muchachas Alemanas. Estaba totalmente obsesionada. Aquellas chicas habían sido adoctrinadas en la ideología nazi a la edad más impresionable y en un momento clave de su desarrollo sexual. Casi todas las guardianas de los campos de concentración fueron reclutadas de las filas de la Liga, y la maduración sexual de Grese se produjo precisamente cuando se encontraba en una posición de poder que le permitía abusar de los presos. Un contexto excepcional en un momento excepcional de la historia.

—Y el sadismo de Grese también era excepcional —dijo Fabel, completando la idea.

—Ahora bien, en estas dos series de crímenes encuentro que la violencia, la destreza con la que se ejerce, resulta totalmente atípica. Es un comportamiento que normalmente precisaría mucho, mucho tiempo para llegar a madurar.

—¿O sea que tú crees que podría tratarse de la misma asesina en ambas series? —dijo Fabel, desconcertado.