Ute Cranz consultó su reloj antes de echarle una última mirada a la mesa cuidadosamente preparada. Robert Gerdes llegaría en unos minutos. Todo estaba listo, la mesa puesta y cada plato programado para llegar en el momento justo. Y la cocina, desde luego. Todo estaba preparado allí también.
Se acercó al espejo de cuerpo entero que había en el vestíbulo, junto a la puerta. Llevaba su pelo castaño rojizo recogido, los labios perfectamente pintados y un maquillaje impecable. Se había puesto un vestido sencillo y elegante: un modelo verde oscuro con un leve brillo lustroso. Por un momento le inquietó que pudiera darle aire de reptil, pero enseguida se rio de su inseguridad. El color y el brillo del vestido armonizaban con el tono cobrizo de su pelo y lo realzaban. Alisó la tela a la altura de las caderas y los muslos. Estaba espléndida.
Y si necesitaba una confirmación, se la brindó el propio Gerdes cuando llegó con exquisita puntualidad.
—Frau Cranz —dijo, en cuanto le abrió la puerta—, está usted radiante. —Recorrió con la vista su figura antes de detenerse en su rostro. Había en sus ojos una expresión risueña. De complicidad—. He traído esto… —Alzó un sobre grande de papel manila—. Los detalles del contrato. Seguro que no difieren de los suyos.
Tomando el sobre y dejándolo en la mesita del vestíbulo, Ute cogió la copa que había dejado allí a la espera de su llegada. Se la ofreció con una sonrisa.
—Una copita de Prosecco… Me ha parecido que estaría bien.
—¿Usted no me acompaña?
—Lo haré en un minuto —dijo, separando sus rojos labios y exponiendo una dentadura perfecta—. ¿Le importa ponerse cómodo? He de terminar un par de cosas en la cocina.
—Desde luego —respondió él con una graciosa reverencia.
Ute pensó que Gerdes tenía un aspecto casi aristocrático. Llevaba una americana cruzada, una camisa blanca de cuello almidonado y una corbata azul con finas rayas rojas. Había algo en él que le confería un aire de otra época, de un tiempo ya pasado.
Ella extendió el brazo hacia la mesa del comedor para indicarle que se sentara y, excusándose una vez más, cruzó el salón, entró en la cocina y cerró la puerta. Desde donde estaba sentado, Gerdes no podía ver nada de la cocina cuando ella entreabrió la puerta; ya lo tenía previsto. Ahora se detuvo un instante para repasar mentalmente todo lo que tenía que hacer. Luego abarcó la cocina de una ojeada, asegurándose una vez más.
Sí, estaba todo listo.
Permaneció un momento escuchando el borboteo de la sopa en el fogón y el leve zumbido del ventilador del horno. A su alrededor las baldosas, las encimeras, incluso las paredes hasta media altura estaban cubiertas con un grueso plástico azul.
Para protegerlas de las salpicaduras de sangre.