Fabel había dejado a Vestergaard en el hotel para que se refrescara. Había prometido avisarla en cuanto averiguasen dónde había almorzado Jespersen, o si descubrían imágenes que probaran que lo habían seguido desde el aeropuerto. Tenía la impresión de que habían avanzado, pero la posibilidad de que se tratara de una búsqueda inútil no dejaba de atormentarlo.
Iba ya de vuelta hacia el despacho cuando Anna le telefoneó.
—He recibido una llamada —le dijo— de una comisaria avispada y súperansiosa de la comisaría número doce, en Klingberg. Quiere hablar con usted cuanto antes. Le he dicho que la llamará más tarde, pero ya que anda por la zona…
—¿De qué se trata?
—Un suicidio. Todo muy simple al parecer; el tipo dejó una nota. Se lanzó al vacío y cayó de morros. Por lo que me ha explicado la comisaria, ha quedado guapo…
—Anna… —Fabel imprimió un tono de advertencia a su voz.
—En fin, nos ha llamado porque cree que hay algo raro en el asunto. Reconoce que puede ser una sensación infundada, pero quiere hablarlo con usted.
—¿Ha preguntado por mí en particular?
—Diría que quiere mi puesto. No puede ser más oportuna.
Fabel dejó pasar la pulla.
—¿Está de servicio ahora mismo?
—Sí. He pensado en avisarle por este asunto de la Valquiria. Ya sabe, cualquier muerte sobre la que puedan caber dudas.
—¿Cómo se llama ella?
—Iris Schmale. Deduzco que con toda su exuberancia de colegiala no será difícil reconocerla.
La comisaría de policía 12, en Klingberg, era menos conocida que la Davidwache, pero desde el punto de vista arquitectónico resultaba quizás más impresionante. Uno de los edificios históricos más famosos de Hamburgo era el Chilehaus, en el Kontorhaus Quarter. El Chilehaus, como explicaban todos los guías turísticos, había sido diseñado para evocar la forma afilada de la proa de un barco. La comisaría de Klingberg había sido construida en 1906 en el flanco del Chilehaus y era, por sí misma, una magnífica obra de ladrillo.
Fabel reprimió una sonrisa cuando la comisaria criminal Iris Schmale lo recibió en la oficina principal. Era exactamente como Anna se la había imaginado: joven, lozana y llena de entusiasmo. Tenía una rebelde mata de pelo rojo recogida en una larga cola de caballo y su tez blanca estaba salpicada de pecas, lo cual le daba un aire aniñado.
—Me han dicho que tiene un suicidio que huele a chamusquina —dijo Fabel.
—Así es, Herr Kriminalhauptkommissar. El hombre se llamaba Peter Claasens. Poseía y dirigía una agencia de transporte marítimo junto al Kontorhaus Quarter. Por lo que he averiguado, lo tenía todo: esposa, hijos, un próspero negocio.
—Todos los días se suicidan personas con familia y negocios florecientes —dijo Fabel—. Y tengo entendido que el difunto dejó una nota.
—¡Exacto! —dijo Schmale. Fabel no pudo contener una sonrisa ante su vehemencia—. Es eso. Hay algo en la nota de suicidio que resulta… —Frunció el ceño, buscando la palabra apropiada—. Ambiguo.
—¿La tiene aquí?
Ella le entregó una hoja.
—Es una fotocopia. La nota apareció a bastantes metros del cuerpo. Sin manchas de sangre. Las únicas huellas que aparecen son las del difunto.
Fabel empezó a leer la nota en voz alta.
—«Querida Marianne…». —Alzó una ceja, inquisitivamente.
—La esposa.
—«Querida Marianne, lamento tener que hacer esto, y sé que ahora mismo estarás furiosa conmigo, pero quiero que comprendas que no me queda otro camino. Me resulta muy duro dejarte a ti y a los niños, pero lo mejor es que me vaya. Me he asegurado de que contáis con todos los medios necesarios y no quiero que me guardes rencor por haber tomado la única decisión que puedo tomar. Es una decisión mía y quiero que sepas que nadie más ha influido en ella. Me apena pensar que no estaré ahí todos los días para ver crecer a los niños, pero tal como estaban las cosas, ya no podía seguir así por más tiempo. Sé que lo comprenderás. Adiós… Peter». —Fabel le devolvió la hoja a Schmale—. ¿Ha hablado con la esposa?
—Por supuesto. Sé que a la familia le cuesta aceptar la idea del suicidio, pero Marianne Claasens se niega en redondo a creer que su marido se haya arrojado al vacío. Y no me parece una mujer trastornada por la conmoción que ha sufrido. No parece en un estado de negación. Está completamente segura de que su marido no se ha quitado la vida. Y esta nota…
—¿Qué pasa con la nota?
—Bueno, podría significar cualquier cosa. He intentado imaginármela fuera de contexto, como si no hubiera aparecido en el escenario de un suicidio. Hace pensar más bien en alguien que está dejando a su esposa, no a punto de suicidarse. «Quiero que sepas que nadie más ha intervenido en mi decisión». ¿Cómo iba a intervenir nadie más en su decisión de matarse? A mí me suena como si estuviera a punto de largarse con otra y quisiera mantenerla al margen.
Fabel reflexionó unos instantes mientras Schmale lo observaba con ansiedad, como el acusado que aguarda el veredicto del jurado.
—Una buena ocurrencia —dijo, sonriendo—. Lo de imaginarse la nota en un contexto neutro. Pero si no se trata de un suicidio, es un asesinato. Y si, como usted sospecha, él estaba a punto de dejar a su mujer, eso la convierte en la principal sospechosa. ¿Ha comprobado su coartada?
—Sí, Herr Kriminalhauptkommissar. Ella no estaba en las inmediaciones de la oficina. Y tiene una docena de testigos para demostrarlo. Se encontraba en una recepción en el hospital St. George, donde trabaja como especialista. Es oncóloga.
—¿Y Claasens?
—Como le decía, era agente marítimo. Tenía su propia empresa de transporte y trabajaba para grandes compañías de importación-exportación con sede en Hamburgo. Estaba especializado en el comercio con Extremo Oriente.
—¿Amistades sospechosas?
—No en su actividad profesional. Por lo visto, era uno de los hombres de negocios más respetados de Hamburgo. Y tenía ambiciones políticas, según parece. Estaba pensando en presentarse al senado. Esa es la otra cuestión: los suicidas no suelen tener planes de futuro.
—Dice que no había nada sospechoso en su actividad profesional. ¿Había algo en su vida privada?
—Por lo que he sabido, Claasens era un poco mujeriego. Otro motivo para darle una interpretación diferente a esta nota.
—Déjeme verla otra vez… —Fabel volvió a leerla de cabo a rabo—. Bueno, creo que quizá tiene algo entre manos. Pondré a un equipo para que trabaje con usted en el caso.
Fabel salió de la comisaría Klingberg dejando a Iris Schmale con una sonrisa radiante, como si le hubiera tocado la lotería. Era una chica lista, sin duda, aunque, a juzgar por las apariencias, nada indicaba que la muerte de Claasens no pudiera ser lo que parecía: el caso de un ejecutivo quemado que se lanza al vacío desde lo alto de su oficina. Sin embargo, mientras iba a recoger su coche bajo un cielo invernal que se cernía amenazador sobre el Kontorhaus Quarter, Fabel no podía librarse de un pálpito interior idéntico al que había sentido Iris Schmale. Un instinto de policía. Empezaba a oscurecer. Consultó su reloj y decidió llamar a Gabi. Ya habría vuelto del colegio.
—¿Qué tal, dad? —Su hija siempre lo llamaba «papá» con el término inglés. Le habría sonado extraño si lo hubiera hecho de otra manera.
—¿Estás libre?, ¿vamos a tomarnos un café?
—¿Cómo?, ¿ahora?
—A mí me iría bien hacia las seis. Podríamos comer algo. Si a tu madre no le importa.
—Ella trabaja hasta tarde. Le dejaré una nota. ¿En el Arkaden, como siempre?
—Sí, como siempre. Nos vemos allí.