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Sylvie Achtenhagen decidió no ir en coche a Berlín. Tomó el metro desde Altona hasta la estación principal de Hamburgo y aprovechó el reluciente y novísimo tren de alta velocidad que conectaba las dos mayores ciudades de Alemania.

Se tardaba poco más de hora y media en llegar. El tiempo se había mantenido despejado y frío, y Sylvie contempló cómo se deslizaba junto a ella el paisaje llano del norte de Alemania, repasando de vez en cuando las notas que había tomado.

Igual que el tren en el que había viajado, la Estación Central de Berlín era toda una declaración de principios: una promesa de futuro. Con solo dos años de antigüedad, la estación venía a ser ahora el principal punto de referencia de Berlín: una estructura de metal y vidrio entrelazados a una escala monumental, proclamando a los cuatros vientos que aquello era, a fin de cuentas, el corazón de la nueva Europa. Sylvie se abrió paso hasta el vestíbulo principal y salió a la parada de taxis.

—¿Adónde, cielo? —dijo el taxista, con fuerte acento berlinés.

—A la Oficina Birthler.

—Para ver su expediente, ¿no, guapa?

Oficina Birthler, o BStU, era el apodo abreviado de la sede de una institución de nombre interminable: la Comisión Federal para Preservar los Archivos del ministerio de Seguridad del Estado de la República Democrática Alemana. La fórmula abreviada procedía de la comisionada federal en activo, Marianne Birthler.

Solo tardó quince minutos en llegar a la Oficina Birthler. Tras esperar otros diez, Sylvie fue recibida por un hombre demacrado de cincuenta y pocos años que se presentó como Max Wengert. Según explicó él mismo, trabajaba en el departamento encargado de atender las solicitudes de los medios para acceder a los archivos. Sylvie, siendo un rostro conocido de la tele, ya estaba acostumbrada a que la gente reaccionara hacia ella de un modo distinto a como lo habría hecho en circunstancias normales. Había algo en la amplia sonrisa de Wengert al saludarla que indicaba que sonreír no era para él una cosa de todos los días. Y solo por ese saludo, Sylvie reconoció a una persona a la que probablemente podría manipular para que revelase más información de lo que debía.

—Es muy amable de su parte tomarse la molestia de ayudarme, Herr Wengert. —Sylvie sonrió con dulzura mientras él la hacía pasar a una sala de entrevistas—. Personalmente, por así decirlo.

—Debo reconocer que soy una especie de fan suyo —dijo él, volviendo a sonreír y mostrando una dentadura manchada de tabaco.

Sylvie se lo imaginó solo en un minúsculo apartamento berlinés, mirándola por la tele. Adornó la imagen un poco más de la cuenta y sintió un escalofrío de repulsión. Pero se las arregló para disimularlo.

—¿Ha conseguido encontrar algo sobre el nombre que le di… Georg Drescher? —preguntó.

Wengert apartó una silla de la mesa y la invitó a tomar asiento. Su cara gris y alargada adoptó una expresión confidencial.

—De hecho, Frau Achtenhagen, se da una curiosa coincidencia: es usted la segunda persona que se interesa esta semana por ese nombre.

—¿De veras? ¿De quién procedía la otra solicitud? ¿Era otra cadena?, ¿o un periódico?

—Ninguna de las dos cosas. —Wengert pareció vacilar un instante—. Bueno, supongo que no hay ningún mal en decírselo. No, no era una solicitud de los medios. Venía de la policía. De la Polizei de Hamburgo.

—Ya veo… —dijo Sylvie—. ¿Dijeron por qué les interesaba Drescher?

—No. No pude ayudarles, de todos modos. Y me temo que tampoco puedo ayudarla a usted. Nos consta que existió por otros expedientes donde se cita su nombre, pero no hemos localizado ningún archivo personal del comandante Georg Drescher. Tampoco otros expedientes importantes que se refieran a él o a sus actividades. Todas las menciones de su nombre aparecen en documentos menores; a veces únicamente en notas a pie de página.

—¿No es eso, hum… un poco raro?

—Ni mucho menos, Frau Achtenhagen. La Stasi tenía montañas de expedientes, millones. Cada informe de un colaborador extraoficial era redactado, clasificado y archivado. Tome usted por ejemplo los expedientes personales sobre particulares: hay seis millones. De una población total de, ¿cuántos? ¿Dieciséis millones? Eso significa que hay muchísimo material intrascendente. En cuanto a los documentos relevantes, los grandes secretos, muchos fueron triturados o retirados del archivo. A finales de 1989 y principios de 1990 la Stasi se olió lo que se avecinaba. Tampoco hacía falta mucho olfato, si me permite el juego de palabras: había miles de activistas de los derechos civiles esperando fuera para arrasar el lugar entero y apoderarse de los expedientes, cosa que hicieron el 15 de enero. Me imaginó que en el cuartel general de la Stasi debió de desatarse el caos en los días y horas previas, antes de que los manifestantes irrumpieran allí. Cuando ellos lograron entrar, detuvieron la destrucción de archivos, pero muchos de los documentos más comprometedores ya habían sido triturados. Recuperamos unos diecisiete mil sacos que contenían casi cincuenta millones de páginas trituradas. Y aún estamos tratando de reconstruirlas. Pero hay más todavía. Entre todos aquellos activistas de los derechos civiles que irrumpieron en el primer momento había miembros de la CIA que se apoderaron de una parte de la información más delicada. Querían obtener las listas de los agentes que trabajaban en Occidente. Y yo me atrevo a suponer también que entre los manifestantes había no pocos agentes e informadores de la Stasi decididos a sustraer sus expedientes antes que se les adelantase nadie.

—¿Y usted cree que fue eso lo que ocurrió con los archivos de Drescher? —dijo Sylvie—. ¿Que consiguió borrar todo lo relativo a su persona?

—Tal vez, aunque no es seguro. Todavía estamos tratando de reconstruir los documentos triturados o rotos a mano. Hace solo un año que desarrollamos un software capaz de recomponer digitalmente las páginas y de acelerar sensiblemente el proceso. Aun así, tenemos trabajo hasta el 2013. Pero ya puede estar segura de que se producirán sorpresas desagradables entre tanto. Muchos antiguos agentes e informadores de la Stasi no deben de conciliar el sueño fácilmente, se lo digo yo. Quizá los expedientes de Drescher estén por ahí, en algún rincón, y solo falta que los reconstruyamos.

—Suponiendo que estén aquí. —Sylvie soltó un largo suspiro de decepción.

—Hay algo más… —Wengert se inclinó, bajando la voz—. ¿Sabía que la BStU va a ser absorbida por la Oficina de Archivos del Estado? Es una consecuencia de la investigación Hans Hugo Klein, que demostró hasta qué punto la BStU ha sido infiltrada por antiguos elementos de la Stasi: gente que podría estar trabajando aquí dentro para esconder o destruir los archivos que supuestamente debemos preservar y reconstruir.

—¿Así que Drescher igual tiene un cómplice aquí dentro?

Wengert se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Siento no poder ser de más ayuda.

—¿Qué me dice de los otros nombres que le di?

—Verá, ese tipo de información, a menos que esté relacionada con su expediente personal, si es que tiene usted uno aquí, o a menos que pueda probarse que es de interés público, no puedo facilitársela.

—Herr Wengert… —Sylvie le sonrió al funcionario y observó cómo se derretía. Los hombres eran tan fáciles de manipular—. ¿Acertaría si digo que usted fue uno de los activistas de los derechos civiles que tomaron la Bastilla de Lichtenberg?

Wengert sonrió con orgullo.

—Sí. En efecto.

—Entonces es usted un hombre decidido a defender lo que es justo. Un hombre al que le importa la verdad. Y acaba de decirlo usted mismo: este sitio está seguramente infestado de escoria de la Stasi. ¿Cómo vamos a llegar a la verdad si nosotros cumplimos las normas y ellos no? Le prometo que las personas de la lista que le envié no son las que quiero desenmascarar. Solo pretendo hablar con ellas, nada más. Pero puede que me sirvan para llegar a Drescher. Y él sí es un elemento de cuidado. No le estoy pidiendo que ponga en peligro sus principios, Herr Wengert. Le pido que los defienda una vez más.

Wengert miró a Sylvie. Tras sus ojos insulsos se desarrollaba a todas luces una lucha interna. Finalmente, se levantó con determinación.

—Espere aquí un momento, por favor —dijo, y salió de la sala.