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Solo habían mantenido una breve conversación telefónica, pero Fabel percibió que la aflicción había empezado a adueñarse de Sara Westland. En apariencia se había expresado de un modo formal y sereno, pero él había detectado todo el tiempo cierta crispación, una nota tirante en su voz.

La aflicción, no obstante, no parecía haber disminuido su afición al lujo. Fabel había quedado en ir a verla a su hotel: uno de los más exclusivos de Hamburgo, con una vista al Alster interior. Sarah Westland había alquilado una suite en la planta más alta y, cuando llamó a la puerta, le sorprendió que fuera a abrirle Martina Schilmann.

—Hola, guapo —dijo con sonrisa pícara. Salió al pasillo y ajustó la puerta a su espalda—. No puedes mantenerte alejado, ¿no?

—¿Te encargas de vigilar a Sarah Westland?

—Sí. Siempre existe el peligro de que la acose la prensa.

—Sí, pero…

—Pero nosotros la cagamos con el marido. Lo sé. En realidad, fue ella quien nos contrató para nos hiciéramos cargo de la seguridad durante la gira de Jake por Alemania. Yo la llamé después y le dije lo mucho que lo lamentaba. Ella estuvo fantástica. Me dijo que la Polizei de Hamburgo le había explicado que Westland nos había dado el esquinazo adrede y parece que ha aceptado que no pudimos hacer nada. Tengo que darte las gracias. Obviamente, ahora me encargo gratis de su seguridad. También le dije que no le pasaríamos factura por la vigilancia de su marido. Para ser sincera, estamos tratando de limitar un poco los daños.

—¿Cómo se encuentra?

—Es dura. Pero le ha afectado, obviamente. No creo que ella y Westland fuesen compañeros del alma ni nada parecido, y me da la impresión de que no se hace ilusiones sobre la fidelidad de su marido, pero, a su manera, había una estrecha relación entre ellos. Quizás es para lo que sirve tener hijos juntos.

—Gracias, Martina. Si no te importa, preferiría hablar con ella a solas.

—No hay problema. Voy a avisarle de que estás aquí.

Parecía más un magnífico palacete veneciano que la habitación de un hotel de Hamburgo, y la primera impresión que sacó Fabel fue la de una colisión entre Vivalvi y Bang and Olufsen: una mezcla de suntuosa decoración barroca y de mobiliario imponente con accesorios electrónicos de última generación. Era la versión internacional vulgar del lujo de cinco estrellas, y había algo en ello que a Fabel le resultaba atractivo y repelente a la vez. Una reacción instintiva contra la ostentación. Una reacción noreuropea y luterana.

La viuda de Jake Westland era una mujer de belleza abrumada por la ansiedad y las preocupaciones. Fabel advirtió que debía de haber sido despampanante, pero que el tiempo la había desgastado y envejecido, y supuso que su reciente pérdida no había hecho más que acelerar el proceso. Estaba sentada en un sofá, bajo uno de los enormes ventanales desde donde se divisaban las aguas del Alster interior hasta Ballindamm, en la otra orilla del lago. Iba vestida lujosamente, aunque con cierta falta de estilo, a juicio de Fabel. También detectó en ella, cuando respondió a su saludo, un acento británico regional, aunque no fue capaz de precisar de dónde. El inglés era la única lengua de Europa que poseía acentos de «categoría social», además de los regionales, y a Fabel en su día se le había dado muy bien catalogar la procedencia y la clase de cualquier inglés a partir de su acento. Ahora, sin embargo, llevaba tanto tiempo alejado del país y de su cultura que había perdido gran parte de su destreza. Sarah Westland, en todo caso, pareció perpleja cuando Fabel se presentó a sí mismo.

—¿Es usted inglés? —dijo, frunciendo el ceño.

—No, soy alemán, pero también medio escocés. Me educaron de modo bilingüe y, de niño, pasé mucho tiempo en Gran Bretaña. Lamento mucho su pérdida, señora Westland.

—¿De veras? —La pregunta parecía sincera—. Quiero decir, me imagino que en su trabajo debe estar acostumbrado a la muerte. Y también a hablar con la familia que deja la víctima.

—Nunca te acostumbras —dijo Fabel—. Y lo lamento de veras.

—¿Cuándo podré llevarme a Jake, su cuerpo, a casa?

—Ya están arreglados los papeles. Siento que se haya demorado tanto; me temo que podemos llegar a ser un poco burocráticos. Supongo que ya ha concertado el transporte.

—Para pasado mañana. Desde el aeropuerto de Hamburgo.

—Señora Westland, ¿puedo hacerle unas preguntas sobre su marido?

—Ya suponía que querría hacerme alguna. —Se arrellanó en el sofá, como preparándose para una conversación más extensa de lo que había previsto—. Si sirve para encontrar a quien haya matado a Jake, desde luego que estoy dispuesta.

—¿Había algún problema con admiradores insistentes, acosadores o cosas parecidas?

—Lo de siempre. Nada demasiado siniestro. Algunos excéntricos, nada más. Si me pregunta si podría tratarse de un acosador enloquecido, le digo que no es nadie que conozcamos. Presumiblemente fue un alemán quien lo mató y, que yo sepa, nadie de aquí se había dedicado a molestar a Jake.

—¿Ninguna disputa o cuenta pendiente que usted conozca?

—Nada para incitar a alguien a hacerle esto a Jake. —Sarah Westland se detuvo unos instantes, con los ojos vidriosos.

—Usted habló con él por teléfono la noche del concierto. ¿No le contó nada fuera de lo normal? ¿Algo que le hubiera pasado, alguien que lo hubiese dejado preocupado?

—No, solo hablamos del concierto. De los niños. De algunas cosas que teníamos que organizar a su regreso.

Sarah Westland había respondido con franqueza, pero parecía haber algo más en su expresión. Fabel decidió volver a abordar más tarde aquella llamada.

—¿Qué sabe de la organización a la que el señor Westland prestaba su apoyo? Sabinas Sin Fronteras.

—Jake estaba comprometido con muchas organizaciones benéficas, señor Fabel. Yo le ayudaba a gestionar las donaciones y demás. Abarcaban un amplio abanico de problemas, pero él se sentía especialmente cercano a tres de ellas: una organización británica para las víctimas de ataques sexuales, otra que atendía a los hijos de las mujeres violadas en Bosnia y, desde luego, trabajaba estrechamente con las responsables de Sabinas aquí en Hamburgo.

—¿Petra Meissner? —preguntó Fabel.

Sarah Westland lo miró con hastío.

—Sí, Petra Meissner. Trabajaban estrechamente. Tanto que la prensa inglesa empezó a especular sobre una relación entre ambos, lo cual, supongo, es el motivo de que haya sacado usted su nombre a colación. No soy ninguna ingenua, señor Fabel. Sé muy bien que hubo otras mujeres, que Jake tenía aventuras. Pero eran… —buscó la palabra exacta—… insignificantes. A pesar de su fama de mujeriego, Jake nunca entendió realmente a las mujeres. Nunca me entendió a mí. Esto implicaba que sus relaciones eran bastante sencillas: nos clasificaba según ciertas categorías y Petra Meissner caía en la de relación de trabajo, sin más. Jake nunca habría tonteado con una persona relacionada con algo tan importante para él. Y era importante de verdad: si vino aquí fue por Sabinas Sin Fronteras y nada más. Toda su gira alemana fue organizada con el fin de costear este concierto de Hamburgo.

—¿Y cómo se explica? Quiero decir, ¿por qué era algo tan importante para el señor Westland?

—¿Ustedes tienen leyes que regulen el derecho de los niños adoptados a conocer su origen biológico?

—Sí. —Fabel frunció el ceño, desconcertado por el brusco cambio de tercio—. Sí. Los hijos adoptados tienen ese derecho.

—En Gran Bretaña es diferente. Solo adquieres ese derecho al llegar a la mayoría de edad, o sea, a los dieciséis años. ¿Sabía que Jake era adoptado?

—Sí, lo sabía.

—Mantenía una relación muy estrecha con sus padres adoptivos, sobre todo con su madre. Jake sentía que habría sido casi como insultarlos ponerse a buscar a sus padres biológicos, así que se abstuvo. Hasta que murieron. Su madre falleció hace tres años y Jake dedicó de repente tres meses de su vida a localizar a su madre biológica. Pero cuando lo consiguió, le dijeron que ella no deseaba verlo. Era una mujer de setenta años y vivía en Manchester. De origen galés. —Sarah Westland soltó una breve risotada—. Jake se quedó alucinado al descubrir que era medio galés. Siempre se había considerado inglés al cien por cien. En todo caso, aunque ella dejó bien claro que no quería saber nada de él, Jake insistió. Ella se negó a ponerse al teléfono y jamás respondió a sus cartas. Él me dijo que lo entendía, que le constaba que a principios de los años cincuenta un hijo ilegítimo era un estigma terrible. Pero se moría de ganas de conocerla, así que fue a su casa sin más ni más y llamó a la puerta.

—¿Qué ocurrió?

—Ella le escupió. Esa mujer de clase media, de setenta años, elegantemente vestida, le escupió en la cara. Luego le cerró la puerta en las narices. Recuerdo que me dijo que se quedó allí plantado, en aquel pulcro jardín de un barrio residencial, con la saliva resbalándole por la cara. Aquello le afectó mucho. Contrató a un detective privado. Cuando el detective le pasó su informe, Jake se quedó destrozado. Él se había hecho toda una fantasía, ¿entiende? Que había sido concebido a raíz de un acto de amor prohibido en una época cruel y despiadada. Tenía razón en lo de la época era cruel y despiadada, pero resultó que había sido concebido a causa de una violación. Su madre biológica había sido atacada en un parque por un desconocido. Era solo una adolescente. La policía nunca atrapó al agresor y, no nos engañemos, en esa época la víctima de una violación era tan sospechosa como el violador. Como el aborto estaba descartado, tuvo que sobrellevar todo el embarazo y entregar a Jake en cuanto nació.

—¿Así que no llegó a hablar con su madre biológica?

—No.

—¿Por eso prestaba tanto apoyo a las organizaciones contra la violación?

—Jake nunca lo superó. De entrada, la idea de que su madre lo hubiera rechazado de un modo absoluto e irreconciliable le enloquecía. Luego, cuanto más pensaba en ello, más le obsesionaba la idea de que al menos la mitad de su ADN fuera de un pervertido violador. Comprendió que ella le había escupido porque no había visto allí a su hijo, sino al hijo del pervertido que la había violado. Entonces empezó a identificarse con todos esos niños bosnios no deseados que fueron el producto de una violación. Y con las víctimas de la violación. Jake parecía sentirse vinculado a ellos. A mí siempre me daba la sensación de que identificaba a cada víctima con su madre biológica.

—Ya veo.

—Era un asunto que la prensa nunca logró destapar. Aunque tampoco es que pusiera tanto interés como antes…

Se vieron interrumpidos por unos golpes en la puerta. Martina Schilmann abrió desde fuera para dar paso a una camarera de uniforme, que fue a dejar en la mesita una bandeja con una cafetera y dos tazas.

—¿Qué hay de las inversiones de su marido? —dijo Fabel cuando la camarera se hubo retirado. Sirvió una taza de café para Sarah Westland y otra para él—. Parece que les sacaba mucho partido y que tenía algunas aquí, según creo.

—Sí, unas cuantas. Especialmente en Hamburgo. Jake era curioso en este sentido. Veía cosas, en la gente y en los lugares, que los demás no veían. Supongo que por eso eran tan rentables sus inversiones.

—¿Y por qué especialmente en Hamburgo?

Sarah Westland soltó una risa seca.

—Como estaba en el mundo de la música, Hamburgo venía a ser la Meca para Jake, por los Beatles y toda esa historia. Pero recuerdo que había venido aquí de negocios. En un viaje de reconocimiento, supongo. Decía que Hamburgo era el lugar donde había que invertir, que los hamburgueses y las hamburguesas (¿se dice así?) eran empresarios natos, gente dotada para los negocios. Y no paraba de hablar de la liga no sé cuántos…

—¿La Liga Hanseática?

—Sí. Decía que ustedes aún conservaban el tino comercial de esa época. Todo estaba relacionado con Extremo Oriente, según él. Con China e India. Decía que Hamburgo iba a convertirse en el gran socio comercial europeo de Oriente. ¿Es cierto lo que decía sobre ustedes?

—Bastante. —Fabel sonrió—. Hay un chiste que dice que el negociante medio alemán vendería a su madre, pero que un político de Hamburgo lo haría además sin gastos de envío.

—Hum… —Sarah Westland no pareció verle la gracia. Quizá no era momento para chistes, por otro lado.

—¿Puede conseguirme los detalles de las inversiones de su marido? —dijo Fabel—. ¿Podría enviármelos al Präsidium de policía? O haré que pasen a buscarlos.

—Puedo encargarlo. Pero gran parte de la información habrá que enviársela desde Inglaterra. Tardará un día o dos.

—Gracias por atenderme, señora Westland.

Fabel se puso de pie. Ella lo acompañó a la puerta y, mientras le daba la mano, observó su expresión.

—¿Quería preguntarme algo más?

—Es solo un detalle sobre la noche en que el señor Westland murió. Cuando le he preguntado si le dijo algo fuera de lo normal durante la conversación por teléfono que mantuvieron, usted me ha dicho que no. Pero no parecía muy convencida.

—No hubo nada fuera de lo normal —respondió ella—. Al menos en lo que dijo, en lo que hablamos. Solo que… parecía distraído. Distante. Le pregunté si pasaba algo y me dijo que estaba cansado.

—Eso explicaría que se hubiese negado a asistir a la fiesta prevista para después del concierto.

—Jake tal vez no me entendió nunca, pero yo sí lo entendía a él a la perfección. Nunca estaba demasiado cansado para una juerga. Yo conocía bien sus humores, pero aquel en concreto no supe dónde situarlo. Me inquietó.

»Una cosa más —añadió Sarah Westland cuando Fabel ya se iba—. Sé lo que piensa la gente, lo que dicen los periódicos sobre los motivos de Jake para estar en la Reeperbahn y sobre cómo encontró la muerte. No era ningún santo y, como le he dicho, no me hago ilusiones sobre su fidelidad. Pero estoy segura de una cosa. Jake no fue allí en busca de sexo. Fue por otro motivo. Para reunirse con alguien. Estoy convencida.