8

Había sido un día extenuante. En parte porque había tenido que pasar muchas horas en compañía de Karin Vestergaard. Nunca se le habría ocurrido que estar junto a una mujer hermosa pudiera ser tan tedioso. Era muy guapa, sin duda, pero aún sentía que, si no estaba en su presencia, le era casi imposible recordar su cara. Y a Fabel se le daba muy bien recordar los rostros de la gente; al fin y al cabo, lo había convertido en su profesión. Antes de salir llamó a Susanne desde su despacho y le explicó que se había sentido en la obligación de llevar a cenar a Vestergaard y que iba a recogerla a las ocho.

—Por favor, acompáñame —le suplicó—. Esa mujer es un latazo, necesito tu ayuda.

—No. Sería abusar del dinero del contribuyente. Vas a incluirlo en tus gastos de trabajo, ¿no?

—Pero tú intervienes en la investigación de Sankt Pauli. Es un gasto legítimo. Y a ella le interesará conocer cómo trabajas con la brigada. Estoy dispuesto a pagarlo de mi bolsillo.

—Vaya. Debe de ser complicada de verdad.

—Voy a reservar una mesa en ese restaurante de pescado de Neumühlen, tu favorito.

—No creo…

—¿Te he dicho ya que esa dama de hielo nórdica es especialmente guapa? Y estaremos los dos solos si no vienes…

—Vale. Iré para poner a salvo tu honor. Pasa a recogerme por el apartamento.

Fabel era consciente de haberse convertido en objeto de envidia general. Todos los hombres del restaurante se volvieron cuando entró con Susanne y Karin Vestergaard. La verdad era que le encantaba ser visto en compañía de dos mujeres tan bellas. Al verlas a las dos juntas, le llamó la atención lo distintas que era: Susanne tenía el pelo negro azabache, los ojos de un castaño intenso y la piel con una ligera pátina dorada incluso en mitad del invierno. Por el contrario, Karin Vestergaard tenía el pelo de un rubio casi ceniza, la tez blanca y los ojos de un azul claro deslumbrante. En fin, la céltica meridional y la doncella vikinga.

Una vez más, Karin Vestergaard había modificado su maquillaje y ello le daba un aire totalmente distinto, suavizaba su aspecto. Susanne y Vestergaard empezaron a charlar cordialmente mientras ocupaban una mesa junto a la ventana. El restaurante mantenía las luces atenuadas para que los comensales pudieran contemplar el silencioso ballet de los barcos y buques de carga que se deslizaban frente a los ventanales que miraban al Elba. A Fabel le resultaba extraño oír a Susanne hablar en inglés: apenas le había oído cuatro palabras en ese idioma durante toda su relación. Advirtió que, aunque lo hablaba muy bien; su acento bávaro era bastante más evidente que cuando se expresaba en alemán.

Susanne y Karin Vestergaard congeniaron nada más conocerse, y Fabel no salía de su estupor ante la facilidad con que la policía danesa parecía cambiar de personalidad. No era la primera vez que la complejidad de la mente femenina lo dejaba perplejo. Había observado ese mismo fenómeno en otras ocasiones: a mujeres que se trataban entre sí de un modo completamente distinto al que utilizaban con él. Lo había observado otras veces, pero jamás lo había entendido. Allí sentado, se sentía como si hubiera conseguido el derecho de admisión en un club exclusivo para descubrir de golpe que no le habían dado más que un pase de un solo día.

—Así que ha pasado la mayor parte del día con Jan —dijo Susanne—. Debe de necesitar un trago.

Le hizo una seña al camarero y pidió una botella de vino blanco.

—Tampoco es tan malo —dijo Vestergaard. Le sonrió a Fabel y él advirtió que era la primera vez que lo hacía—. Lo que pasa es que cuesta un poco acostumbrarse.

—Dígamelo a mí —respondió Susanne, arqueando una ceja y sonriendo con complicidad—. ¿Qué le parece Hamburgo?

—Me gusta —dijo Vestergaard—. Es raro, pero no me resulta tan ajeno. Es como si tuviera un toque danés.

—Usted misma ha dicho hoy —observó Fabel—, cuando estaba hablando de las eurorregiones, que Hamburgo poseía un elemento nórdico. Bueno, este lugar en el que ahora estamos pertenece a Altona, que fue una ciudad por derecho propio hasta mil novecientos treinta y tantos, cuando pasó a formar parte de Hamburgo bajo la Ley del Gran Hamburgo. Todo esto fue tierra danesa durante más de doscientos años. Y la propia Hamburgo estuvo apretujada contra la frontera danesa durante la mayor parte de su historia.

—Por Dios, no vaya a darle cuerda —le dijo Susanne a Vestergaard—. Es capaz de convertirlo todo en una lección de historia. Ya entiendo a qué se refiere, Karin. Yo soy del sur, de Baviera. Cuando vine por primera vez a Hamburgo tuve la sensación de que era una ciudad muy escandinava. Aunque aquí siempre te están machacando con la idea de que son medio ingleses. ¿Sabe cuál es el apodo de Jan?

—Uf, eso es un chiste muy viejo —dice Fabel—. Algunos me llaman der Englishe Kommissar porque soy medio británico. Escocés, de hecho.

Susanne se echó a reír.

—No, eso no. Juraría que ni siquiera tú conoces ese apodo: Lord Gentleman.

—¿Quién me llama así? —Fabel mirando acusadoramente.

—¿Lo ve? —le dijo Susanne a Vestergaard—. Ahora se ha ofendido. ¿Sabe que se compra todas sus cosas en las tiendas inglesas de Hamburgo? Yo creía que Harris Tweed era un novelista romántico hasta que lo conocí a él.

Vestergaard se echó a reír.

—Es gracioso —le dijo a Fabel—. Cuando lo vi por primera vez pensé que parecía danés. Pero es lo que me pasa con mucha gente de aquí.

—Ajá. —Jan la apuntó con el tenedor—. Lo entendió todo al revés. El pelo rubio se lo debo al lado escocés de la familia.

—Creía que todos los escoceses eran pelirrojos, con una barba poblada y una borrachera permanente.

—Eso solo las mujeres —dijo Fabel.

—Le contaré a tu madre lo que has dicho. —Susanne sonrió.

—¿Cómo se conocieron ustedes dos? —preguntó Vestergaard—. Si no les importa que lo pregunte. ¿Por el trabajo?

—Estuvimos juntos en un caso hará unos cuatro años. Me persiguió más implacablemente a mí que al asesino.

—Según recuerdo, no hiciste grandes esfuerzos para escapar. —Fabel sonrió y tomó un sorbo de vino.

—¿No se interpone el trabajo? Me refiero a que debe de ser difícil mantener una relación personal y profesional a la vez —preguntó Vestergaard.

—Procuramos que no —dijo Fabel—. Antes teníamos la norma de no hablar de temas de trabajo fuera de la oficina. Y todavía la respetamos en buena medida. Pero, naturalmente, a veces no puedes evitarlo. Además, Susanne solo interviene en un porcentaje reducido de los casos que yo investigo. Como ahora el de esta asesina que anda suelta por Sankt Pauli.

—Me parece que fue eso lo que no funcionó entre Jens y yo. —Vestergaard clavó la vista en el mantel.

—¿Jespersen y usted? —Fabel bajó la copa—. ¿Tenían una relación? Ay, Dios, lo siento. No lo sabía.

Ella sonrió débilmente.

—Rompimos hace unos cuatro años. Como ya le he dicho, a él le costó aceptar que yo le hubiese adelantado en mi carrera. Todo el mundo sabe que Dinamarca es un país muy liberal; junto con Suecia y Finlandia, tenemos los índices más elevados de igualdad de género. Pero las estadísticas no toman en cuenta el carácter danés. Jens era jutlandés, muy anticuado. A veces pienso que le escoció demasiado que yo, una mujer, fuese ascendida antes que él.

—¿No resultaba incómodo trabajar juntos en esas circunstancias? —dijo Susanne—. Quiero decir tras la ruptura.

—Estuvimos una temporada en divisiones distintas. Solo durante el último año empezamos a trabajar juntos otra vez. Y sí, era complicado. Aunque eso tenía más que ver con la manera de trabajar de Jens y con su actitud general hacia la autoridad.

—Jespersen, por lo visto, era parecido a Maria Klee —le explicó Fabel a Susanne.

—¿Maria Klee? —Vestergaard alzó las cejas.

—La agente de la que le he hablado. La que sufrió una crisis nerviosa tras emprender una cruzada personal.

Se hizo un silencio. Lo interrumpió el camarero, que llegaba con los platos.

—Lo lamento —dijo Vestergaard—. He estropeado el clima de la cena. —Alzó la copa con una sonrisa forzada—. Basta de hablar de trabajo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Susanne.

La conversación regresó lentamente a aguas más tranquilas, a esas cosas intrascendentes de las que habla la gente que no se conoce mucho. Pero, mientras charlaban, Fabel observó a Karin Vestergaard. Recordó la rabia que había mostrado al ver el cuerpo de Jespersen en el depósito. Rabia dirigida a su colega muerto. A su examante muerto. Empezaba a comprender un poco mejor a la detective danesa. ¿Por qué motivo le daba entonces mala espina?