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Ute Cranz se examinó en el espejo. Venía a ser como mirar a una extraña.

Era alta y delgada. Bajo aquellas ropas caras se ocultaba un cuerpo ágil y estilizado. Había pasado horas y horas trabajándolo, volviéndolo fuerte, flexible, airoso. Pero se sentía desconectada de él, totalmente ajena a la persona que le devolvía la mirada —inexpresiva y fríamente— desde el espejo.

De niña, Ute, al igual que su hermana, había destacado como gimnasta. Podría haber llegado lejos, incluso a las competiciones internacionales, pero sus padres no lo habían aprobado, lo veían como un maltrato a su propio cuerpo. «Disfruta del deporte en sí mismo —le había dicho su padre una vez—, pero no permitas que violenten tu cuerpo, que dañen tu salud por algo que no es más que una mentira». No lo había entendido entonces, pero ahora sí lo entendía. Había visto lo que habían hecho con su hermana. Margarethe se lo había ido contando poco a poco. En cada visita un poco más. Un nuevo horror cada vez.

Le habían arrebatado la vida. Lo que le habían hecho a su hermana era como una violación. No, peor. La habían destruido, la habían despojado de su humanidad. Después, cuando quedó claro que no estaba dispuesta a hacer lo que querían, la abandonaron.

Ute le dio la espalda al espejo y cruzó el salón hasta la ventana desde la que se dominaba la calle. Ni rastro aún. Miró su reloj: unos minutos más. Regresó frente al espejo, se aplicó un poco más de maquillaje y se echó el pelo hacia atrás.

Había planeado su atuendo con todo cuidado: elegante pero sin que resultase tampoco excesivo para aquella hora de la tarde de un miércoles. Era exactamente a esta hora de la tarde cuando Herr Gerdes regresaba los miércoles a casa. Vivía en el sobreático: el que tenía la terraza de la azotea. Ute había deducido que Herr Gerdes vivía solo, aunque no sabía si era divorciado, viudo o un solterón empedernido. Realmente era un vecino muy tranquilo. El único sonido que había llegado de su apartamento era la música que escuchaba: Brahms y algo de Bruch, creía. Y eso solo alguna vez mientras ella subía por la escalera a su propio apartamento.

Ute puso la mano en el pestillo de latón, entreabrió la puerta y aguzó el oído. Al cabo de un momento, oyó el golpe de la puerta de la planta baja y un ruido de pasos en la escalera. Salió al rellano justo cuando llegaba Herr Gerdes.

—Ah, hola, Frau Cranz —dijo, sonriendo. Llevaba un grueso jersey de cuello alto bajo un abrigo de tweed de aspecto caro. En la mano tenía unos guantes de piel de cerdo de color claro—. Hace mucho frío hoy. ¿Va a salir?

—Me alegro de encontrarlo, Herr Gerdes —le dijo ella con formalidad, eludiendo la pregunta—. Como sabe, no hace mucho que me he mudado a este apartamento y tengo un problema con el contrato. Me preguntaba si podría usted aclarármelo.

—Bueno —dijo él, frunciendo el ceño—. Me encantaría, pero ahora mismo…

—No. Ahora, no. —Hizo un gesto de disculpa—. No me atrevería a abusar de su amabilidad sin previo aviso. Estaba pensando… Bueno, me preguntaba si querría usted cenar conmigo el sábado por la noche. —Se hizo un silencio y ella se apresuró a llenarlo—. Verá, no se me presentan muchas ocasiones de cocinar para nadie y tengo unos filetes…

Él la acalló acercándose y ensanchando su sonrisa.

—Frau Cranz, me encantaría.