—¿Es usted de la tele? —La vieja sonrió al preguntarlo; Sylvie Achtenhagen habría preferido que no hubiese sonreído. Sus dientes en ruinas parecían reclamar la atención de un arqueólogo, no de un dentista—. ¿Es eso lo que ha dicho? ¿Es de la tele?
—Sí, eso es… HanSat.
Sylvie sonrió con dulzura, como había aprendido a sonreír cuando quería sonsacar a alguien. Echó un vistazo más allá del solar cochambroso rodeado por una valla vencida. Estaban en el puerto, en el límite sur de Sankt Pauli. Al otro lado del Elba, unas máquinas enormes izaban los contenedores de una flota de buques de carga. El aire frío se veía surcado por el rítmico pitido de las grúas.
—No me suena de nada. No tengo tele.
La vieja hizo un amplio gesto con el brazo (tan amplio como lo permitían las numerosas capas de ropa que llevaba), abarcando el pavimento resquebrajado, los matojos de hierba, las botellas esparcidas por el suelo, un condón usado en un rincón.
—Me parece que arruinaría el ambiente que he conseguido crear. —Se rio entre dientes de su propio chiste—. Entonces, ¿está haciendo un reportaje sobre el Kiez?, ¿sobre esos asesinatos? Aquí fue donde encontraron al último, ¿sabe?
—Algo parecido. Y sí, ya sé que encontraron aquí a la última víctima. Por eso he venido a hablar con usted. ¿Este es su sitio habitual?
—Los polis ya me estuvieron preguntando. Se pusieron como locos cuando lo encontraron.
—¿Es su sitio habitual? —repitió Sylvie. «Ten paciencia. Sonríe. Ofrece dinero»—. Escuche, puedo pagarle la información. Pero solo si es buena. ¿Este es su sitio habitual?
—Es mi casa —anunció la vieja solemnemente—. ¿Cuánto?
—Depende. ¿Duerme en un albergue?
—A veces. Cuando hace frío. Otras veces duermo aquí.
—Hay sitios mejores que este, desde luego. En asuntos sociales la ayudarían a buscar un sitio.
—Ah, ya sé… —Otra risotada de dientes corroídos—. Me ofrecieron una villa en Blankenese, pero yo les dije que era demasiado vulgar para una persona de mi categoría.
Sylvie se encogió de hombros.
—Vale, la policía la interrogó. ¿Qué querían saber?
—Me preguntaron si vi algo la otra noche, cuando mataron a ese tipo. Les dije que no. Hacía demasiado frío, así que fui a dormir al albergue de la Cruz Roja. Estuve aquí bebiendo hasta eso de las once. Pero no vi nada. Luego me preguntaron si había visto un taxi por aquí. Conducido por una mujer.
—¿Un taxi?
—Sí.
—Dijeron que igual no llevaba letrero, de todos modos.
—¿Le explicaron por qué andaban buscando un taxi?
—Sí, a mí la policía siempre me explica las cosas. Comentan los casos conmigo. Soy como una asesora especial.
—Oiga, puede hacerse la lista o sacarse una pasta. Pero no ambas cosas.
La indigente encogió sus hombros acolchados de ropa.
—Solo bromeaba. No… no dijeron por qué.
—¿Algo más?
—Me enseñaron una foto. Digo yo que sería del tipo que habían matado. Nunca lo había visto, y eso contesté.
—¿Le dijeron el nombre del muerto?
—No. Dijeron que tenía unos treinta años y que no era muy alto.
—¿Hay alguien más que duerma por esta zona?
—No, queda demasiado lejos. Yo duermo aquí porque soy mujer. En otras partes no es muy seguro.
Sylvie miró a la indigente. Parecía tener ochenta años, pero quizá solo fueran cuarenta; un par más que ella. Se preguntó cómo podía terminar una mujer en semejante situación. Suponía que aquella vagabunda había visto —y experimentado— toda clase de horrores. Sylvie le tendió un billete de cincuenta euros.
—Gracias… —La mujer parecía encantada con el botín, bruscamente entusiasmada—. Oiga, venga mañana. Les preguntaré a los demás si vieron algo.
—Eso estaría bien. —Sonrió—. Hágalo.
Sylvie volvió a la Reeperbahn y aparcó cerca de la parada de taxis de Spielbudenplatz. A diferencia de la vagabunda, los taxistas que esperaban una carrera o se tomaban un descanso en el puesto de comida sabían perfectamente quién era Sylvie. Estaban deseosos de echar una mano, especialmente cuando ella insinuó que si sabían algo que valiera la pena volvería con una cámara para grabar sus declaraciones. Pero lo cierto era que no tenían mucho que ofrecer, aunque uno o dos le explicaron abiertamente todo lo que les había dicho la policía.
Con los fragmentos que había reunido, Sylvie dedujo que el tipo asesinado había sido recogido por un Mercedes clase E de color beis marfil, aunque la policía creía que se trataba de un falso taxi. Un montaje semejante, pensó, parecía casi cosa de profesionales. Los taxistas le contaron que ahora todos andaban buscando al falso taxi y a su conductor.
Ya que estaba en Spielbudenplatz, Sylvie pensó que valía la pena pasarse un momento por la Davidwache. Cuando preguntó si podía hablar con Herr Kaminski, la agente uniformada que había detrás del mostrador le dijo que estaba ocupado. Todo el día. Sylvie intentó sacarle alguna información adicional a la agente, pero fue en vano.
Al volver a subirse al coche sonó su móvil. Era Ivonne, su secretaria. La llamaba para decirle que la policía había revelado la identidad de la última víctima: Armin Lensch, de veintinueve años, empleado del grupo NeuHansa.
—¡Madre mía!, eso nos queda bastante cerca —dijo Sylvie.
El grupo NeuHansa era propiedad de Gina Brønsted, la senadora de Hamburgo que se presentaba para la alcaldía. A través de NeuHansa, Brønsted tenía un pie en todos los puntos estratégicos de Hamburgo. Uno de ellos era HanSat TV, la cadena de Sylvie. Según decían, Brønsted había proporcionado financiación a Andreas Knabbe para arrancar el proyecto.
—Sí —dijo Ivonne—. Por lo visto, Lensch trabajaba para una empresa filial, Norivon. Es la división de tecnología medioambiental de NeuHansa.
—Qué interesante…
Sylvie se quedó mirando la calle a través del parabrisas, aunque sin ver nada. Su mente repasaba a toda velocidad una docena de conexiones. Además de ser una política de éxito, Gina Brønsted era multimillonaria. Se presentaba al cargo de alcaldesa de Hamburgo aduciendo que ella dirigiría la ciudad como una corporación. Que un empleado de una de sus empresas estuviera vinculado con los asesinatos, aunque fuera como víctima, no era el tipo de publicidad que le convenía.
—Ivonne, consígueme todo lo que puedas sobre el grupo NeuHansa y sobre Gina Brønsted. Pásame unos cuantos nombres de gente del grupo y averigua si el fallecido era importante. Envíame a mi dirección personal de correo todo lo que encuentres, o mándamelo con mensajero esta noche. Volveré a casa sobre las ocho.
—Ahora mismo. Por cierto, Herr Knabbe la estaba buscando.
Sylvie se sonrió. Ivonne era una gran secretaria. Y lo más importante: odiaba a su jefe común tanto como ella. La pequeña rebeldía de Ivonne consistía en rechazar su informalidad americana y en no dirigirse ni referirse a él como Andreas.
—¿Qué le has dicho? —preguntó.
—Que usted estaba detrás de una pista importante. Que tenía el móvil casi sin batería, que lo había apagado provisionalmente y no podía localizarla.
—Eres un sol, Ivonne.
—Eso dicen. Ah, ha habido otra llamada. Un tipo que decía que tenía que hablar urgentemente con usted, pero que no ha querido dejar su nombre. Ha dicho que volvería a llamar. Sonaba un poco siniestro, si quiere mi opinión.
Sylvie le dijo a Ivonne que informara a Knabbe que estaría en su despacho al día siguiente, a primera hora, y que por lo demás no se preocupase por el anónimo comunicante. Algún excéntrico, seguramente. Colgó, se incorporó al tráfico de la Reeperbahn y volvió a adentrarse en la ciudad.