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Birta se aproximó a la casa, bordeando los gajos de luz amarillenta que derramaban sobre la nieve las ventanas sin cortinas. Pensó que bajar las persianas o correr las cortinas nunca se te pasaría por la cabeza, pensó, en un sitio como este. Los árboles del bosque eran tus postigos. Nadie más podía verte.

No había nadie en las habitaciones iluminadas. Examinó también las ventanas oscuras: nada. Se deslizó hacia el flanco de la casa. Había una puerta hacia la mitad: cerrada. Llegó a la parte trasera, avanzando siempre pegada a la pared. Allí había otra puerta. Giró el picaporte y tuvo suerte: se abrió con toda facilidad. Daba a la cocina, una estancia grande, revestida de madera de pino, con accesorios caros y un grupo de sillones de cuero y de sillas tapizadas en un rincón. El frigorífico, enorme, estaba adornado con dibujos infantiles, notas garabateadas e imanes. Birta cerró la puerta con cuidado a su espalda y se quedó totalmente inmóvil, concentrándose para captar cualquier sonido del interior de la casa. Nada. Mierda. Quizá no estaba. Esto normalmente no habría constituido un problema: siempre podía planear otra vez el encuentro, reprogramarlo. Pero ahora ya había dejado allí su huella: un hombre de mediana edad yacía entre los árboles con el corazón desgarrado.

Entró con cautela en el salón. Ninguna señal de vida. Se dirigió al estudio. Había recorrido la mitad del camino, no sin examinar cada habitación que pasaba, cuando se abrió la siguiente puerta de la izquierda y el sonido de la cisterna del lavabo inundó el pasillo. El cliente salió distraído y pegó un brinco al ver a Birta. Ella alzó la pistola y le apuntó a la cabeza.

—La estaba esperando —dijo él, con una sonrisa vacilante.

—¿A mí? —replicó Birta.

—Bueno, no a usted concretamente. Pero sí a alguien como usted. —Miró al fondo del pasillo, por detrás de ella—. Supongo que esperaba más bien a un hombre.

—No soy un hombre —dijo Birta.

«No me hace falta mirar a mi espalda —pensó—. Su empleado no va a presentarse. No va a haber ninguna sorpresa desagradable para mí. Ni tampoco indulto para usted».

—Veo que… oiga, no tiene por qué…

El cliente no acabó la frase. La bala le dio en el centro de la frente y el hombre se volcó hacia atrás todo rígido, como un árbol caído. Birta se acercó a donde yacía. Sabía que estaba muerto: salían ciertos ruidos de su cuerpo —ruidos post mórtem—, tenía los pantalones manchados de orina y le pareció que olía incluso a excrementos. La muerte violenta, bien lo sabía, no era demasiado limpia, ni estaba desprovista de olores. Le salía un hilo de sangre —rojo oscuro, casi negro— por una narina y por la oreja izquierda. Aun así, Birta se agachó a los pies del cadáver, apuntó desde allí a la base de su mandíbula e hizo un segundo disparo. La cabeza del cliente se retorció, como si estuviera meneándola en señal de protesta, pero ella sabía que solo se trataba de la punta hueca de baja velocidad del proyectil, abriéndose paso en el interior de su cráneo y destrozándole el cerebro.

Se puso de pie y calculó mentalmente en qué punto del pasillo se encontraba y cómo había llegado allí. Midiendo la distancia forense.

Encuentro concluido.

Condujo de vuelta durante toda la noche. Caían ráfagas de nieve, pero las autopistas habían sido despejadas. Se arrellanó en el confortable asiento del vehículo y encendió el equipo de música. Quería relajarse, pero tampoco demasiado, no fuera a cometer un error que pudiera llamar la atención sobre ella. Volvió a cruzar la frontera sueca por una carretera sin aduana y se dirigió a Estocolmo. Por la mañana, devolvió el coche en el aeropuerto Estocolmo-Bromma y luego fue al parking del mismo aeropuerto, donde estaba su coche de matrícula danesa. Mientras lo hacía Birta Henningsen, que solo había existido como identidad durante poco más de treinta y seis horas, empezó a desvanecerse.