Anna Wolff se había pasado tres noches rastreando los pasos ebrios de Armin Lensch. También había dedicado bastante tiempo a pensar en la situación en la que se había metido. Ella había intervenido en diecisiete casos de asesinato desde que Fabel la había escogido para su equipo. Diecisiete muertes diferentes provocadas en su mayoría por motivos tan banales como un berrinche de borracho o unos celos sexuales.
Algunas, como las más recientes, habían obedecido sin embargo a motivos tan retorcidos y abstractos que Anna estaba segura de que por mucho tiempo que pasara en la brigada jamás llegaría a hacerse una idea cabal de las mentes que había detrás. Fabel sí, en cambio. Era sin duda un pensamiento espeluznante: Fabel entendía a esa gente. Quizás era cierto lo que él pensaba, a fin de cuentas: tal vez ella no estaba hecha para ser agente de la Mordkommission.
Anna aún no lograba asimilar que el tipo al que le había propinado el rodillazo en la ingle estuviera muerto. Por algún motivo indefinido, sentía como si ella hubiera contribuido a provocar su muerte. O no tan indefinido. Por lo que había averiguado entre sus amigos, todos se habían puesto a burlarse de su encuentro con la mujer policía y él se había largado por su cuenta y había desaparecido en la noche. A continuación alguien lo había asesinado. El último eslabón de una secuencia de hechos que —podría decirse— ella había desencadenado.
Todo demasiado seguido para quedarse tranquila.
—¿Adónde quiere ir ahora, comisaria? —le preguntó Theo.
Anna se volvió hacia él. Theo Wangler era el agente uniformado de la Davidwache que le habían asignado para acompañarla mientras hacía su ronda por los bares y clubes. El uniforme le sentaba bien: Wangler medía dos metros y era evidente que hacía ejercicio. Pesas, supuso Anna. Poseía una mandíbula ancha y poderosa, y cuando se quitó la gorra para echarse el pelo hacia atrás con los dedos, ella advirtió que lo tenía espeso, oscuro y ondulado. Los tipos tan atractivos como él solían ser unos gilipollas. Cuando lo vio por primera vez decidió que no le caía bien, pero que no descartaría un revolcón con él. Aquella primera impresión, sin embargo, resultó equivocada: Wangler era un tipo silencioso, casi tímido. Pero a medida que habían ido de un bar a otro, había observado en él una callada firmeza que lograba mantener en su sitio a los revoltosos, y sin ser agresivo, lo cual le permitía hacer entrar en razón a todo el mundo, salvo a los borrachos perdidos o a los que tenían fobia a la policía. Era el temperamento ideal para un agente, pensó Anna. Un temperamento que ella —lo sabía muy bien— no poseía. Decidió de nuevo que Wangler le caía mal.
La Reeperbahn era una calle larga, ancha y recta: ideal para tejer reep, «cuerda» en bajo alemán, cosa que la había convertido en una cordelería durante varios siglos y que explicaba el origen de su nombre. Durante el día tenía un aire gris y chabacano; por la noche se convertía en una de las calles más iluminadas de Alemania. Había algo, no obstante, en los enormes y destellantes neones de la Reeperbahn, por donde ahora avanzaban los dos, que resultaba profundamente deprimente: una animación forzada, malsana. Anna y Wangler habían visitado un bar tras otro, a cual más sórdido, sin sacar gran cosa de los empleados. La mayor parte de las veces hablaban con los encargados de seguridad apostados en la puerta y la mayoría, igual que los camareros y las chicas, recibían a Wangler con un caluroso apretón de manos o al menos con un gesto de saludo.
—Trabajé aquí cuatro años —le explicó Wangler, mientras recorrían la calle y pasaban frente a un sex shop en cuyos escaparates se exhibían consoladores de proporciones improbables—. Acabas conociendo a la gente.
—¿Te gustaba trabajar en esta zona? —preguntó Anna.
—No estaba tan mal… La gente tiene una idea equivocada del Kiez. Una idea anticuada, supongo. Incluso el superintendente Kaminski. Él hacía la ronda por aquí en los viejos tiempos, y me da la sensación de que es de los que piensa que la zona se está echando a perder porque los burdeles cierran y los bares de moda, los teatros musicales y los pisos de lujo cada vez abundan más. Una agencia de publicidad va a abrir aquí sus oficinas.
—Eso está bien, ¿no?
—Bueno, también tiene su lado malo. La Reeperbahn ofrecía antes sexo barato: ahora ofrece bebida barata. Todo el Kiez se ha infectado con la Enfermedad Británica: beber a lo loco, a toda prisa, hasta perder el sentido. Especialmente en los clubes. Eso ha cambiado el tipo de delito con el que nos enfrentamos. Menos robos, más violencia.
—¿No funciona la prohibición?
Anna se refería a la reciente orden judicial que prohibía llevar armas en la Reeperbahn y en toda la zona del Kiez. Se había delimitado una zona libre de armas, con carteles amarillos que marcaban el perímetro.
—Un poco. Pero parece que tu Ángel se la está saltando…
Anna se echó a reír. Interrumpieron su conversación al acercarse a otro club. Había dos neandertales de cuello de toro plantados frente a la puerta, con las manos cruzadas delante, en la típica pose de los empleados de seguridad.
—¿Por qué se ponen siempre así? —le preguntó Anna a Wangler—. Ya me entiendes, como protegiéndose los huevos.
—Quizás hayan oído hablar de ti —dijo él con una risotada.
—¿Estás enterado?
—Todo el mundo lo sabe. —Wangler abordó al primer portero—. Hola, Heiner.
—¿Qué tal, Theo? —El gigantón hablaba con una voz de una suavidad llamativa, un poco aguda—. ¿Cómo va eso?
—Como siempre. Oye una cosa, Heiner, esta es la comisaria criminal Wolff, de la brigada de Homicidios. Quiere hacerte un par de preguntas.
—Lo que quiera y cuando quiera… —dijo él, dedicándole una sonrisa a Anna.
Su compañero lo imitó, aunque ella tuvo la impresión de que era una acción refleja; no parecía lo bastante evolucionado para poseer pensamiento independiente. Anna correspondió a la sonrisa con una mueca cansada y le mostró al portero una foto de Armin Lensch.
—Supongo que no habrás visto a este tipo, ¿no?
El portero miró la foto, encogió sus hombros de coloso y se la devolvió. Pero de repente pareció vacilar.
—Espera un momento. Déjame verla otra vez… —Anna le tendió la fotografía de nuevo—. Sí… sí, le he visto. Lo vi el viernes… no, el sábado noche. Ahí. —Señaló el otro lado de la calle—. Subiéndose a un taxi.
—¿Te acuerdas de cada persona que se sube a un taxi? —le dijo Anna.
—No. Pero me acuerdo de este tipo porque no me pareció que fuera un taxi. O un taxi de servicio, vamos. Tenía pinta chunga.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, era el modelo que tenía que ser, un Mercedes clase E, y del color correcto, beis marfil. Pero no tenía el rótulo del techo. Me fijé porque vi que el coche se acercaba por detrás de él. No creo que el tipo se diera cuenta de que no era un taxi. He de estar pendiente de esta clase de mierdas, ya me entiendes, pervertidos que se hacen pasar por taxistas y recogen a chicas y tal. O que recogen a borrachos y los desvalijan. No pasa mucho porque nadie tiene un coche del mismo color que un taxi.
—¿Y tú dirías que fue este hombre el que se subió al taxi? ¿Al falso taxi? —dijo Anna dando un golpecito a la foto.
—Sí, había estado aquí más temprano con un grupo de tipos. Un bocazas agilipollado. Lo reconocí cuando lo vi ahí enfrente.
—Dices que vigilas para que no desvalijen a nadie. ¿Por qué no informaste de que lo habías visto subirse al coche, ni hiciste nada para impedirlo? —preguntó Wangler.
—Podría haber sido un taxi auténtico. En todo caso, no me pareció en ese momento que el tipo corriera peligro.
—¿Por qué?
—Bueno —Heiner el neandertal volvió a encoger sus hombros gigantescos—, me pareció que no corría peligro. Conducía una mujer…