Era reconfortante estar de vuelta en casa. En Noruega. En Oslo. Bajo aquella luz. Extraño pero reconfortante. Las nubes se habían dispersado y los dueños de los cafés, siempre optimistas, sacaban a la calle mesas y sillas de aluminio, y algunas estufas exteriores estratégicamente situadas.
Birta Henningsen estaba en una terraza, tomándose un café, y observaba a través de sus gafas de sol los tranvías Oslotrikken de color azul claro que pasaban por la calle, bajo un cielo del mismo color veteado con jirones de nubes blanquecinas. El sol de febrero lucía sobre Oslo, aunque sin proporcionar verdadero calor. Pero eso le sentaba a Birta de maravilla: ella pertenecía a ese clima, a esa luz, a ese aire fresco y limpio, a ese entorno. Birta, desde luego, había pasado temporadas en el Mediterráneo y en otros lugares hermosos del mundo, principalmente por cuestiones de trabajo, pero allí siempre se había sentido distinta, extraña. Y a ella no gustaba llamar la atención. Era aquí, en el norte, donde se sentía a sus anchas.
Había tomado una comida ligera y ahora el café le devolvió parte de su energía. El viaje en coche desde Estocolmo había sido largo —siete horas—, y el día anterior había hecho todo el trayecto desde Copenhague, cruzando el puente de Öresund. Al terminar, volvería en coche a Estocolmo. Advirtió que sus pensamientos se deslizaban hacia el encuentro previsto para unas horas más tarde. Era un encuentro importante, uno de los más importantes de su carrera. Se había preparado a fondo. Había descubierto que actuaba mejor y estaba menos nerviosa si completaba con mucha antelación toda la preparación y se relajaba en los momentos previos.
Tres mesas más allá había una madre con dos criaturas. Birta los observó. La madre debía de tener más o menos su edad, también el mismo color de tez, e iba vestida con la típica elegancia de Oslo. Ropa cara pero comedida. Y cálida. Pero en esa joven madre —ahí ya no se parecían— había algo no del todo contenido: una vaga sensación de caos. Birta supuso que era cosa de la maternidad: una parte sustancial de la vida de esa mujer ya no estaba bajo su control. Se preguntó cómo sería vivir así.
Se volvió para observar a los peatones y los tranvías. Ella no había tenido hijos. Nunca se había dividido a sí misma. Y nunca lo haría. Había situado su carrera y su independencia por encima de todo. Y ahora, mientras permanecía bajo el pálido cielo noruego mirando los tranvías y echando vistazos a la mujer y sus dos críos, notó cierta desazón en el pecho.
Absurdo. Una divagación sentimental. Estaba irritada por las licencias que se estaba permitiendo desde que había llegado. Como el viaje a Holmenkollen.
Birta no tenía planeado pasar por Holmenkollen, pero había sentido el impulso de hacerlo en cuanto se había encontrado cerca de Oslo. Había conducido durante toda la noche y, justo al aproximarse a la ciudad por la autopista Mosseveien, que discurría por la costa, el día había amanecido con una belleza casi dolorosa, extendiendo velos de seda carmesíes y violáceos sobre el fiordo. Dejando el coche en un aparcamiento municipal de las afueras, había tomado el metro a Holmenkollen y se había mezclado en el centro de esquí con un puñado de turistas de temporada baja. Como ellos, contempló toda la ciudad desde lo alto de la pista de salto. Pero era el circuito alrededor del centro, el que se utilizaba en la prueba de biatlón, lo que Birta había ido a ver en realidad. Una vez más. Una ocurrencia totalmente inútil e impropia de ella. Y ahora permanecía sentada en el centro de Oslo, entregándose a espasmos de celos y observando cómo mimaba la mujer a sus dos críos.
Ella no había ido allí para eso. Estaba en la ciudad por motivos de trabajo, no para contemplar el paisaje ni para recrearse en reflexiones ociosas. Pagó el café y se marchó sin dirigirles ni una mirada más a la mujer y los niños.
El sol ya estaba bajo y la larga noche del invierno nórdico llegaría pronto. Enseguida oscurecería. La hora de su encuentro.