5

Fabel encontró a Anna y Werner en el pasillo, junto a la sala de interrogatorios. La expresión de ambos era cualquier cosa menos triunfal.

—Decidme que es nuestra asesina —dijo Fabel.

—Parecía buena candidata, Jan —dijo Werner—. Buena de verdad. Me ha arrastrado a un trecho bien oculto, con árboles y vegetación. No parecía saber como trabaja una puta y, cuando se ha metido la mano en el abrigo, la hemos trincado.

—¿Pero?

—Se llama Viola Dahlke —explicó Anna—. Tiene cuarenta y cinco y ninguna condena anterior. Es un ama de casa de Billstedt.

—Eso no significa que no sea nuestra asesina. ¿Le habéis encontrado un cuchillo?

—No —dijo Anna—. Cuando se ha puesto a buscar algo dentro del abrigo los dos hemos pensado que iba a sacar un cuchillo, pero ha resultado que era una caja de condones.

—¿Condones?

—Nada más —dijo Anna—. No me pregunte qué hacía un ama de casa de cuarenta y cinco años en el barrio rojo de la ciudad, ofreciéndose a darle un meneo a Werner.

—Está bien, no te lo pregunto —dijo Fabel—. Voy a preguntárselo a ella.

Un arresto te priva de la capacidad de elección. Te ves trasladado a un lugar que no has elegido y desposeído de la libertad para abandonarlo. Los delincuentes profesionales aceptan el arresto como un elemento natural de su vida, incluso los que forcejean y se resisten con uñas y dientes hasta que los meten en una celda. Para todos los demás, la experiencia es traumática. O como mínimo, surrealista.

Fabel advirtió a primera vista que Viola Dahlke nunca había sido detenida. Era muy probable incluso que jamás hubiera pisado una comisaría, y mucho menos el Präsidium de la Policía. Parecía sobresaltada y confusa. Asustada. Se la veía muy pálida bajo aquel maquillaje excesivo, y la cruda iluminación de la sala de interrogatorio parecía darle una pátina amarillenta a su palidez y ahondar las sombras bajo sus pómulos. Su pelo, recogido en una cola de caballo, era de ese tono rubio-masilla deslucido con el que tantas mujeres del norte de Alemania se teñían cuando empezaban a perder el color natural. Tanto el maquillaje como el peinado parecían algo forzados en ella, por lo demás, como un conjunto que no le cayera bien.

—Frau Dahlke, entiendo que estará informada de que, según el Artículo Uno-tres-seis del Código de Procedimiento Criminal, tiene derecho a permanecer en silencio. También tiene derecho a recurrir a un abogado. ¿Lo ha entendido?

Viola Dahlke asintió. Parecía como si llevara sobre los hombros todo el peso del mundo y ya estuviera resignada a esa carga.

—No quiero un abogado. Quiero irme a casa. Lo siento. Si he quebrantado la ley, pagaré la multa. No pretendía hacerle daño a nadie. Yo no soy… No soy realmente una de esas mujeres.

—Frau Dahlke, creo que no lo entiende. A nosotros no nos interesa si es una prostituta a tiempo completo, parcial o como sea. Soy el comisario Fabel, de la brigada de Homicidios. Los agentes que la han detenido son detectives de la misma.

—¿Homicidios? —Dahlke alzó sus parpados cubiertos de rímel. Consternación auténtica. Su pavor subió varios grados—. ¿Qué tengo yo que ver con ningún asesinato?

—¿Sabe lo que ocurrió la semana pasada? Vamos, Frau Dahlke, no se le puede haber pasado, salió en todos los periódicos y televisiones. Jake Westland, el cantante pop británico.

La expresión de Dahlke empezó a iluminarse. Lo había comprendido, horrorizada. Escrutó el rostro de Fabel buscando algo; unas palabras tranquilizadoras quizá. Él se las negó.

—Yo no tengo nada que ver con eso —dijo con voz trémula—. Le juro que no tengo nada que ver.

—Frau Dahlke, es usted un ama de casa de mediana edad que se hace pasar por prostituta y que intentó arrastrar a uno de mis agentes a un rincón oscuro. La semana pasada, a menos de doscientos metros de donde la han detenido, una mujer que simulaba ser prostituta se llevó a Jake Westland a un rincón oscuro y lo asesinó.

Dahlke miró a Fabel como si no encontrase las palabras. O como si no supiera qué decir.

—Supongo que se da cuenta de lo seria que es su situación.

—Yo no… Yo… No pretendía hacerle daño a nadie.

—¿Dónde estaba entre las once del sábado 26 la una de la madrugada del domingo 27?

—En casa. En la cama.

—¿Quién puede confirmarlo?

—Mi marido. —La expresión de Dahlke mostraba otra vez que su pavor se había incrementado un par de grados—. Ay, no, por favor… No hable con mi marido, por favor.

—Frau Dahlke, no parece comprender aún la gravedad de su situación. Si no podemos determinar su paradero a la hora del asesinato, la retendremos aquí para someterla a un interrogatorio más exhaustivo y llevaremos a cabo un registro forense completo de su domicilio. Si estaba en casa con su marido, hemos de hacer que él lo verifique.

—¡Pero yo no he hecho nada malo! —sollozó—. No he atacado a nadie. Lo juro.

—¿A qué se dedica usted, Frau Dahlke?

—Trabajo en la biblioteca local. Media jornada.

—¿Y su marido tiene trabajo?

—Sí. Es ingeniero.

—Entonces, ¿por qué ejerce como prostituta?

—No… Yo… —Volvió a mirar a Fabel buscando un poco de comprensión. Luego la desesperación desapareció. Bajó la cabeza y fijó la vista en la mesa—. Solo lo he hecho tres veces —dijo con voz plomiza y apagada—. No lo hago por dinero.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué demonios pone en peligro su salud y su propia integridad?

Ella levantó la vista. Tenía los ojos brillantes y las lágrimas le rodaban por las mejillas, dejando regueros de rímel.

—Soy una mujer vulgar. Siempre lo he sido. Vulgar. Con una vida vulgar, un marido vulgar y unos hijos vulgares. Nunca estuve con otro hombre antes de casarme. Fui una noche al Kiez solo para mirar. No sé por qué. Quería ver qué pasaba, el tipo de gente que va por allí. No sé por qué lo hice, pero entré en un bar y ese hombre… Lo hice con él.

—¿Dónde?

—En su coche. —Los sollozos se habían convertido en silenciosos espasmos que la sacudían entre frase y frase.

—Sigo sin entenderlo —dijo Fabel—. ¿Por qué querría hacer una cosa así?

—Usted no puede comprenderlo. Ningún hombre sería capaz. Lo hacía por la pura excitación. Para sentirme deseada.

—¿Lo habéis oído todo? —preguntó Fabel cuando se reunió en el pasillo con Anna y Werner. Habían presenciado el interrogatorio a través del circuito cerrado de televisión de la habitación contigua.

—Sí —dijo Werner—. Muy raro. ¿Tú la crees?

—¿No hay ninguna posibilidad de que haya arrojado el cuchillo antes de que la detuvierais? —preguntó Fabel.

—Ninguna —dijo Anna—. Werner no la ha perdido de vista ni un segundo y la hemos registrado a fondo en cuanto la hemos detenido. No llevaba nada encima. Ni ha tirado nada tampoco.

Fabel meneó la cabeza.

—A veces me dan ganas de rendirme. Retenedla y comprobad con el marido su coartada a lo largo de la semana. Y procurad ser… no sé, diplomáticos.

—Sí, ya —dijo Anna—. Tal vez tendré que preguntarle al marido si ha visto a Catherine Deneuve en Belle de jour. No pretendo hacerme la graciosa, Chef, pero no hay un modo diplomático de decirle a un tipo que su esposa se ha dedicado en sus ratos libre a ejercer de puta. «Ah, y no vaya a sentirse tan mal: no es que a su mujer no le alcance con lo que usted le da para la casa. Lo hace por amor al arte».

—Anna tiene razón, Jan —dijo Werner—. No hay modo de dorar esa píldora.

—Es sospechosa de un grave crimen y vosotros tenéis que determinar su paradero la noche de autos. Ateneos a eso. Las explicaciones dejádselas a ella.

—De acuerdo, Chef.

Fabel se dirigió a su despacho. Revisó su correo electrónico. Había una nota interna de Van Heiden recordándole que el Politidirektør Vestergaard, el jefe del policía danés fallecido, viajaría para hablar con él en un par de días. Le facilitaba la hora de llegada de su vuelo.

—Como si no tuviera nada mejor que hacer —murmuró Fabel. Realmente le interesaba hablar con el jefe de Jespersen, pero dado que estaba hasta arriba de trabajo investigando un crimen importante, había pensado que Van Heiden se encargaría al menos de que alguien fuera a recogerlo.

Miró el reloj. Las dos de la madrugada. Iría a casa, dormiría cuatro o cinco horas y volvería al Präsidium. Bostezó. Se estaba haciendo mayor para aquellos trotes. Pensó en Viola Dahlke. Estaría tendida, totalmente despierta y muerta de miedo, viendo cómo se desplegaba ante ella toda su vida y repasando cada detalle. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo? Ella tenía razón: no lo comprendía, del mismo modo que no había comprendido por qué tantas personas con las que se había tropezado a lo largo de su carrera habían llegado a hacer lo que habían hecho. La sexualidad humana era desconcertante. Muchos de los asesinatos que había investigado contenían extravagantes elementos sexuales, y Fabel se había visto obligado a navegar durante años por aguas turbias y procelosas. A veces le daba la impresión de que las mujeres seguían siendo un continente desconocido para él.

Tomó su chaqueta de tweed inglesa del respaldo de la silla y descolgó la gabardina del perchero. Se fue hacia la puerta casi previendo que el teléfono sonaría antes de que saliera.

Y así fue.