3

Armin Lensch no sabía muy bien qué le dolía más, si sus testículos magullados o las risas y las pullas de sus amigos. Los había seguido dando tumbos hasta un pub cerca de Hans-Albers-Platz. Encontraron una mesa y Armin, apretujado en el rincón, había empezado a darle sorbos a su cerveza con la esperanza de que las náuseas se le acabaran pasando.

—Maltrato policial, sí señor… Un caso de maltrato policial —dijo muy serio. Los demás estallaron en carcajadas.

—No, qué va —dijo Karl inclinándose hacia él—. No ha sido maltrato policial: sencillamente te ha dado una paliza una chica. ¿Os habéis fijado en la estatura de la tipa, joder? Te ha dado una paliza una chica muy canija.

—Porque me ha pillado desprevenido —murmuró Armin.

—No, qué va. ¡Te ha pillado por los huevos! —Más risas.

—¡Vete a la mierda! —dijo Armin, abriéndose paso entre ellos a empujones y torciendo el gesto por la oleada de dolor que sintió en la ingle—. ¡Todos a la mierda!

Salió renqueante al aire frío de la noche. La náusea lo siguió también fuera del pub y chocó bruscamente con él. Armin vació las tripas en la acera. Un par de transeúntes le increparon.

—¡Todos a la mierda! —repitió, casi sin aliento. Se las pagarían los muy hijos de puta. ¿Quiénes se habían creído que eran?

Armin y sus amigos trabajaban en un banco de inversiones en el norte del barrio de Neustadt. Trabajaban juntos, pero él era la estrella, quien iba hacia las alturas. E iba a contar con toda la ayuda necesaria, ahora que había descubierto lo que había descubierto. Echó a andar de vuelta hacia la Spielbudenplatz y la Reeperbahn. Allí tomaría un taxi. Pensó en la agente que le había dado el rodillazo en la ingle. No iba a permitir que saliera impune. Aquí, ahora, él no dejaba de ser como cualquier otro tío pasado de copas. Pero fuera del Kiez, en su vida corriente, era alguien. Tenía contactos. Se lo haría pagar caro a la muy zorra. Solo de pensar en ella, sin embargo, le daban ganas de llorar. ¡Que una mujer de mierda le hubiera dado una paliza! Para Armin, las mujeres solo servían para una cosa. Las había visto actuar en el trabajo, sacar ascensos por encima de él; ya sabía cómo se lo montaban, las muy putas. Él había tenido un montón de novias, pero nada que hubiera durado demasiado. Siempre la misma historia: se pasaban de la raya, Armin les daba un sopapo y ellas se ponían histéricas. A la mierda. A la mierda todas ellas.

Siguió adelante. La rabia que le reconcomía y el dolor en la ingle no le dejaban ver por dónde andaba. Se detuvo en seco. ¿Dónde coño se había metido? Había creído que sabría orientarse de sobras por el Kiez, pero debía de haber girado por la travesía equivocada. Se tomó unos instantes para reorientarse y dobló a la derecha en la calle siguiente. Divisó la Reeperbahn al fondo, pero estaba mucho más arriba de la Spielbudenplatz. Aun así, no le costaría encontrar un taxi. Justo entonces vio un Mercedes beis y levantó la mano. Una reacción automática: en Alemania todos los taxis eran beis, y todos los coches beis, taxis. Se deslizó con un gemido en el asiento trasero.

—Eppendorf… —masculló entre dientes.

—¿Se encuentra bien? —dijo la taxista—. No tiene buen aspecto.

«Fantástico, joder —pensó Armin—. Una mujer».

—Usted lléveme a Eppendorf —dijo. Ella se encogió de hombros, arrancó y giró a la izquierda hacia la Reeperbahn.

Solo cuando la mujer tomó por la calle que no era, al final de la Reeperbahn, se dio cuenta Armin de que estaban junto al río, de que no había taxímetro en el salpicadero ni se veía por ninguna parte el certificado con el nombre del conductor, la fotografía y la licencia de la Ciudad de Hamburgo.

Pero para entonces ya era demasiado tarde.