Sylvie Achtenhagen se tomó un descanso del caos de archivos y recortes de prensa que parecía haberse desatado en el suelo reluciente de su sala de estar. Se acercó a la puerta vidriera, la abrió y salió al balcón. Respiró con alivio el aire gélido de la noche. Llevaba una hora y media concentrada en sus archivos y tenía la mente confusa y entumecida. Su apartamento se encontraba en la tercera planta de un bloque de Edgar-Ross-Strasse, en el distrito de Eppendorf. Era elegante y espacioso, con un amplio balcón que daba a la fachada art decó del edificio, pintada de color pastel. Se había mudado a ese apartamento cuando su carrera —y sus ingresos— habían empezado a subir de verdad. Inicialmente, ella les había echado el ojo a las casas modernistas de Nissenstrasse, la calle de detrás. Pero habían resultado demasiado caras. Y lo seguirían siendo si no cumplía pronto con las expectativas de la cadena.
HanSat TV pertenecía conjuntamente al grupo NeuHansa y a Andreas Knabbe, que ejercía además la dirección. Este, un tipo de treinta años que parecía de doce, había pasado tanto tiempo en Estados Unidos que daba la impresión de ser más americano que alemán. Su estilo de gestión era sin duda mucho más americano que alemán. Knabbe solía llamar a todo el mundo por su nombre de pila y con frecuencia tuteaba a la gente, incluso a los miembros más respetados del equipo. Se suponía que todo había de ser informal, amigable y en mangas de camisa, ese tipo de sandeces. La verdad, sin embargo, era que si Knabbe creía que no valías lo que ganabas, o si sencillamente no encajabas en su modelo de negocio, eras historia. Y últimamente se había referido con frecuencia al éxito de Sylvie en el caso del Ángel en los años noventa: cada vez más hablaba de su carrera en pretérito.
Sylvie empezaba a sentirse a merced de los acontecimientos, como arrastrada por las fuerzas que la rodeaban: es decir, como todo el mundo. Ahí estaba el problema. Se había vuelto pasiva, perezosa. En sus inicios no aguardaba a que ocurrieran las cosas: ella hacía que ocurrieran.
Sylvie se abrazó a sí misma, arrebujándose en su gruesa rebeca de lana, y volvió a entrar en la sala, cerrando bien las vidrieras. Hacía demasiado frío. Se sirvió otra copa de vino tinto y se sentó en cuclillas en el suelo, dejando vagar la mirada por el material que tenía esparcido alrededor. En alguno de esos recortes estaba el punto de partida. En alguno había un detalle, un comentario olvidado, una foto o un dato que la pondría sobre la pista de este asesino. Los crímenes del Ángel de Sankt Pauli habían catapultado su carrera: ella había invertido mucho en el caso y había cosechado los resultados; pero si ahora no era la primera en dar una exclusiva sobre los nuevos crímenes estos podrían constituir el fin de su éxito.
Dio otro sorbo de vino. Una cosa era completamente segura: no conseguiría ninguna ayuda de aquel pomposo gilipollas de Fabel. En la Polizei de Hamburgo no contaba con grandes admiradores desde que se había emitido su sonado documental sobre el caso diez años atrás. Los polis tenían memoria. En todo caso, había algo en Fabel que le desagradaba profundamente, y sospechaba que el sentimiento era mutuo.
Sylvie sabía que solo le quedaba un camino: descubrir quién había asesinado a Jake Westland antes de que lo hiciera la policía. Ella no contaba con sus recursos, pero tampoco trabajaba bajo el mismo tipo de restricciones que ellos. Y era mucho más lista, eso lo tenía claro. Pero su principal ventaja radicaba en que la policía —no le cabía duda— estaba buscando en la dirección equivocada. Seguramente pretendían establecer vínculos entre aquel asesinato más reciente y los crímenes del Ángel perpetrados diez años atrás.
Y lo de ahora no era cosa del Ángel. El último asesinato era obra de un imitador. Sylvie estaba completamente segura.