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—¿Cuánto tiempo ha estado libre el apartamento?

Ute Cranz se volvió y sonrió a la joven agente inmobiliaria. Habían pasado media hora visitando el apartamento del ático y la chica, pese a su juventud, había hecho todo lo posible por aparentar una madurez y una experiencia que estaba muy lejos de poseer. Iba embutida en un traje pantalón azul marino de aspecto hombruno. ¿Por qué sería, pensó Ute, que tantas mujeres metidas en el mundo de los negocios creían que para competir con los hombres habían de vestir como ellos?

—Acaba de quedar disponible. Ni siquiera hemos sacado el anuncio. De hecho, nos ha sorprendido que preguntara por este apartamento. ¿Cómo ha sabido que estaba libre?

—Llevo tiempo buscando piso por la zona y oí que el inquilino anterior se mudaba.

—Ya veo —dijo la agente inmobiliaria, aunque no parecía muy convencida—. Ha hecho bien en moverse deprisa. Las propiedades de esta calidad en Altona no suelen quedar disponibles mucho tiempo. Acabamos de hacer una renovación total de un edificio en la esquina de Schillerstrasse y todos los apartamentos estaban adjudicados antes de terminar los trabajos.

—¿A cuánto sube?

Ute Cranz cruzó el salón hasta la ventana; sus altos tacones resonaban en el suelo de madera.

—Este apartamento tiene casi doscientos metros cuadrados y un balcón con vistas a la Palmaille. El alquiler es de dos mil novecientos euros al mes, gastos aparte. Es un precio estándar para la zona.

Ute se asomó y miró la calle. Vio que se acercaba un hombre a la puerta principal del edificio. Tenía el pelo entrecano, los hombros muy anchos y se movía como si fuera más joven. Llevaba unos pantalones de pana y una gruesa chaqueta de tweed que ella habría calificado de «estilo inglés».

—¿Es uno de los vecinos? —le preguntó a la agente inmobiliaria, que se acercó a la ventana y miró hacia abajo.

—Sí, en efecto —dijo—. Es Herr Gerdes. Está en el apartamento de arriba, en el sobreático. Un hombre muy tranquilo, como el resto de las personas del edificio. Un vecindario muy agradable.

—Me lo quedo —dijo Ute, sonriéndole—. Pero me gustaría echarle otro vistazo a la cocina…