Miró su reloj. Las 16.50. Nada irritaba tanto a Fabel como la falta de puntualidad. Él era el primero en reconocer que se ponía demasiado obsesivo en ese aspecto. La idea de llegar tarde a cualquier sitio le provocaba ya desde niño un nudo en el estómago. Era una esas cosas, como su completa incapacidad para emborracharse, para tomarse alegremente una copa de más, que lo caracterizaban. Que lo convertían en Jan Fabel.
Pero esta vez, mientras esperaba ante su escritorio echando humo, se sentía justificado en su irritación. Le había recalcado a Jespersen que estaba iniciando la investigación de un importante asesinato. Llegar con veinte minutos de retraso era algo más que una falta de educación: era una muestra de poca profesionalidad. Sacó su móvil y marcó el número de Jespersen que le habían pasado el día anterior. Sonó varias veces y luego saltó el buzón de voz. Fabel le dejó un mensaje para que le llamara lo antes posible.
Acababa de colgar cuando sonó el fijo. Respondió pensando que sería Jespersen. Pero no.
—Hola, Chef —dijo Anna Wolff—. Tengo aquí algo que ha de ver.
—¿Dónde estás?
—En Butenfeld. —Era la abreviatura policial de la morgue del Instituto de Medicina Legal, cuya sede estaba en la calle del mismo nombre del distrito de Eppendorf—. De veras que le va a interesar.
Fabel miró el reloj y pensó en la exasperante falta de puntualidad del danés.
—De acuerdo. Voy para allá.