Antes que nada, Carstens Kaminski llamó a Fabel a su despacho del Präsidium.
—Tenemos a alguien con quien deberías hablar —le explicó—. Seguramente no es nada, pero estaría bien oír su historia.
—¿Un detenido?
—No. Un testigo, por así decirlo.
—Me pasaré a verlo —dijo Fabel.
—No, no te preocupes. Te lo envío al Präsidium. Estará ahí en veinte minutos.
Incluso después de tantos años, después de todo lo que había visto, Fabel aún encontraba difícil entender por qué algunas personas se metían en según qué cosas. Pese a su experiencia, todavía se dejaba engañar a veces por las apariencias de la gente. Jürgen Mann, sentado ahora frente a él en la sala de reuniones, no parecía el tipo de hombre que hubiese de conocer de cerca a las putas. De treinta y cinco años, era alto y delgado. Vestía a la moda pero con gusto: chaqueta y pantalones grises, suéter negro. Su mandíbula, ancha y fuerte, estaba cubierta con esa barbita de tres días que necesita, en realidad, de muchos cuidados para dar una impresión informal. Como le había ocurrido con el hombre de pelo gris que Fabel había visto deslizarse en la Herbertstrasse, el hecho de que un tipo de apariencia tan normal pudiera ser usuario regular de las putas callejeras le resultaba deprimente.
Puesto que se trataba de una entrevista «delicada», la llevó a cabo él solo.
—¿A qué se dedica? —dijo Fabel.
—Soy diseñador. Me dedico al packaging, la señalización, ese tipo de cosas.
Eso explicaba la barbita, pensó Fabel.
—¿Está casado?
—Sí. No veo…
—¿Hijos? —Le cortó Fabel.
—Uno. Una niña de ocho años.
—¿Y visita la Reeperbahn regularmente?
—De vez en cuando. Escuche, ¿quiere oír mi historia, sí o no? —preguntó, desafiante.
—Necesito conocer las circunstancias. Saber un poco más de usted. ¿Cuánto es «de vez en cuando»?
—Una vez cada quince días, más o menos, diría. A veces más, a veces menos.
—¿Y siempre va con prostitutas callejeras?
—Sí.
Fabel observó a aquel hombre joven. Pensó en su esposa y en su hija de ocho años.
—¿Y esa prostituta de la que le ha hablado a Kaminski? ¿Va con ella a menudo?
—No. Solo esa vez. No llegué a… bueno, no hubo contacto.
—¿La había visto antes?
—No. Esa fue la primera vez. Y se me acercó ella. Apareció como surgida de las sombras, por así decirlo, y me preguntó si quería irme con ella. Me dijo cuánto cobraba y era más barato de lo normal, así que dije que sí.
—¿Qué pasó entonces?
—Como he contado en la Davidwache, me guio hasta esa placita. Parecía como si hubiera planeado hacerlo allí, pero yo le dije que quería ir a su habitación. Fue entonces cuando sacó el cuchillo. Me había acorralado y dijo que si no le daba la billetera me rajaría como había hecho con ese cantante inglés.
—¿Usted la creyó?
—Si hubiera visto sus ojos… Supe que si no hacía lo que me decía, y quizá incluso así, me asestaría una cuchillada.
—¿Qué tipo de cuchillo era?
—No sé. Muy grande. Quizá un cuchillo de filetear, o algo así. Como un cuchillo de carnicero pero más fino.
—¿Le dio la billetera?
—Sí. Se la arrojé y, mientras ella la atrapaba, le di un fuerte empujón y salí corriendo.
—¿Dice que esto sucedió anoche?
—Sí. Entendí de qué hablaba porque había visto en la tele la noticia de que el Ángel ha reaparecido.
—Y sin embargo, usted fue igualmente al Kiez y se metió en una placita desierta con una prostituta.
—Pues sí. En todo caso, me costó la billetera.
—Y dígame, ¿por qué ha esperado hasta esta mañana para ir a la Davidwache a denunciar el robo?
—Pensaba dejarlo correr… Notificar que había perdido la cartera para que bloquearan las tarjetas y olvidarme del asunto. Pero luego he pensado en el hecho de que ella hubiera dicho que era el Ángel. Y me ha parecido que debía comunicarlo.
—Muy cívico por su parte.
—Oiga, no estaba obligado…
—¿Qué aspecto tenía esa prostituta?
—Era mayor que las chicas habituales. Treinta y pico, tal vez más. Pelo rubio… aunque parecía teñido. Bastante alta, como un metro setenta y cinco. Delgada. Atractiva, aunque parecía… no sé, gastada, digamos. Llevaba un abrigo oscuro y botas de cuero negras.
—Está bien. Quiero que vaya a hablar con uno de nuestros dibujantes. Necesitamos un buen retrato de ella. Y después me gustaría que revisara algunas fotos, por si reconociera a alguna que ya tenemos fichada.
—Debo volver a mi trabajo.
—Muy bien —dijo Fabel—. Le enviaré a casa a alguien esta noche para que las revise. Entiendo que su esposa está al tanto de todo esto…
—Eh… Lo haré aquí mismo.
Fabel se levantó.
—Una cosa más —dijo Mann.
—¿Qué?
—Sus ojos. Si hubiera visto sus ojos… Estaban llenos de odio y de rabia. Por eso salí corriendo. Si no, seguro que me hubiese matado. Era el Ángel. Estoy seguro de que era el Ángel.
Al regresar a la sala de la brigada, Fabel vio a Carstens Kaminski medio sentado en el borde del escritorio de Anna Wolff, charlando muy sonriente con ella. Carstens era un tipo bajo, moreno, de aire relajado y seguro de sí mismo. Un hombre encantador. Fabel había oído decir que había sido muy mujeriego en su día. A juzgar por la sonrisa que Anna tenía pintada en la cara, seguramente aún lo era.
—Ven, pasa —le dijo Fabel, guiándolo hasta su despacho.
—Preciosa chica —dijo Kaminski con una sonrisa perezosa—. Me han dicho que está buscando un traslado. A mí me encantaría encontrarle acomodo.
Fabel lo miró con incredulidad.
—¡Dios mío, qué deprisa corre la voz!
—¿Qué te ha parecido la historia de Mann? —preguntó Kaminski—. Bonito despacho, por cierto. —Estiró un poco el cuello—. ¿Se ve el Planetarium Winterhude desde aquí?
—Un mal bicho, me ha parecido —dijo Fabel—. Pero no me cabe duda: está convencido de haberse rozado con la muerte. Y cree de verdad que fue el Ángel quien lo atracó.
—Pero no lo crees. Ni yo tampoco —dijo Kaminski—. De todos modos, por la forma que tuvo de abordarlo intuyo que ella se ocultaba de las demás chicas. Eso y su manera de vestir me hacen pensar que no era una habitual. Y lo arrastró a una placita desierta… Quizá no sea el Ángel original, pero desde luego encaja con la asesina de la otra noche.
—Eso he pensado. Con suerte, Mann nos facilitará un buen retrato o la identificará entre las fotos. Aunque como tú dices, no creo que sea una habitual de la zona. ¿Tus hombres han encontrado algo más?
—Hemos hablado con todas las chicas que estaban esa noche en los escaparates de Herbertstrasse. Dos de ellas recuerdan haber visto a un hombre que pensaron que era Jake Westland. Entró por el lado de Gerhardstrasse, recorrió la calle sin mirar los escaparates siquiera y salió a la Davidstrasse.
—Suena como si lo hubiera tenido planeado —dijo Fabel.
—No lo sé, Jan —dijo Kaminski, tamborileando con los dedos en el calendario del escritorio—. Podría ser que solo pretendiera darles el esquinazo a Martina Schilmann y al otro tipo. Que actuase impulsivamente. Si la puta de Mann es nuestra asesina, ella desde luego no tenía ninguna cita con Westland.
—No, pero quizás él había quedado con otra persona y fue a tropezarse con la asesina. No sé, me parece que actuó de un modo tan decidido… Esa manera de recorrer apresuradamente la Herbertstrasse y salir por el otro lado, sabiendo que solo tenía unos minutos antes de que Martina se apostase en Davidstrasse… En fin, fueran cuales fuesen sus intenciones, creo que tenemos entre manos a un Ángel de imitación. Y creo también que Jürgen Mann ha tenido mucha suerte de no convertirse en su segunda víctima. Prepárate, Carstens: yo diría que estamos en el principio de una nueva serie de crímenes.