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Jespersen se había sentido aliviado al ver que el asiento contiguo del avión quedaba libre. A él le gustaba utilizar el tiempo que pasaba viajando para ordenar sus ideas: para rebobinar y pensar con un poco de perspectiva. El vuelo de Scandinavian Airlines desde Copenhague hasta el aeropuerto Fuhlsbüttel de Hamburgo había durado poco más de cincuenta minutos, pero en ese tiempo había estudiado la información que había obtenido a través de Europol del Erster Kriminalhauptkommissar Jan Fabel.

La mayor parte de la información se refería al papel de asesor que Fabel estaba asumiendo en casos que quedaban fuera de la jurisdicción de la Polizei de Hamburgo. La Europol lo tenía por uno de los principales expertos en la investigación de asesinatos complejos. El «tipo al que consultar» como dirían los americanos. A Jespersen los americanos no le caían demasiado bien. Y los alemanes, peor.

Aun así, cuando se encendieron las luces de los cinturones de seguridad y volvió a guardar el expediente en su maletín, tuvo que admitir que aquel alemán era seguramente la persona más indicada con la que podía hablar. Pero ¿de qué? De repente se le ocurrió que había recorrido un largo camino para conocer al alemán y que no tenía gran cosa que analizar con él. Solo un comentario de un traficante de drogas realizado durante una operación con agentes infiltrados, un par de hechos relacionados que acaso no fuesen más que pura coincidencia y una simple leyenda: una vaga historia de espías, probablemente exagerada, de los tiempos oscuros de la Guerra Fría.

Después de aterrizar en el aeropuerto Fuhlsbüttel, Jespersen llamó al cuartel general de la Politigård, en Copenhague, y le pasaron con su oficina. Habló con Harald Tolstrup, su adjunto, quien le confirmó que tenía una reserva en un hotel del Alter Wall, el centro de Hamburgo. Tolstrup le explicó también que su jefe, el Politidirektør Vestergaard, quería hablar con él cuanto antes y que no parecía tener buenas pulgas. En cuanto concluyó su llamada al Politigård, Jespersen telefoneó al Präsidium de Policía de Hamburgo y pidió en inglés que le pasaran con Jan Fabel. Le dijeron que tenía una reunión; Jespersen dejó su número y pidió que Fabel le llamara cuando estuviera libre.

Una vez que se registró en el hotel salió a dar un paseo por el centro de la ciudad. Hacía un día frío pero luminoso, y se detuvo a contemplar el pálido cielo azul, el mismo cielo que el de Copenhague o el de Estocolmo u Oslo; la luz de Hamburgo era nórdica, al fin y al cabo. Pero a Jespersen se le hacía extraño estar en un país extranjero, entre una gente que no le gustaba, y ver sin embargo el mismo cielo, el mismo tono de luz, la misma arquitectura y las mismas caras en las calles. No ignoraba que la ilusión se habría desvanecido si hubiera viajado un poco más hacia el sur. Pero aquí, en Hamburgo, y muy a su pesar, la verdad era que se sentía como en casa. Caminó a lo largo de Grosse Bleichen y se encontró de pronto ante un imponente edificio de ladrillo rojo que, según proclamaba una placa, era el Hanseviertel. Entró, en parte movido por la curiosidad: se había tropezado en otra ocasión con la palabra Hanseviertel durante una visita a Bergen, en Noruega. Bergen había formado parte de la Liga Hanseática, y la zona de la ciudad donde se habían instalado los mercaderes alemanes en la Edad Media llevaba por nombre Tyskebryggen, el embarcadero alemán: el Hanseviertel de Bergen. Este de Hamburgo, sin embargo, era algo completamente distinto. Detrás de los muros de ladrillo rojo había una red de pasajes y galerías comerciales con grandes lunas de cristal. Parecía el sitio ideal para almorzar y, ya puestos, para comprarle un regalito a su sobrina de doce años. Allí donde fuese, siempre compraba un muñeco de peluche para Mette, la hija de su hermano menor. La niña ya empezaba a fingir que era mayor para esas tonterías, pero él sabía que le gustaban. En la galería encontró una tiendita donde vendían regalos algo más refinados y originales que los típicos recuerdos para turistas y compró un osito que llevaba una gorra de pescador Prinz Heinrich y una chaqueta azul con la palabra «Hamburgo» bordada detrás. Luego se sentó en un café de aspecto agradable y pidió un almuerzo ligero. Comió despacio, observando a la gente que pasaba.

Alemanes. Jens Jespersen llevaba veintitrés años en la policía. Su padre también había sido policía. Y su abuelo. Era una tradición de la que se sentía enormemente orgulloso, y en ella se arraigaba el rechazo que le inspiraban los alemanes. Pero ahora no era momento de pensar en tales cosas.

Una voz femenina le preguntó algo en alemán. Jespersen levantó la vista: una mujer de treinta y tantos años, de pelo rubio claro, piel blanca, pómulos altos y deslumbrantes ojos azules.

—¿Cómo? —dijo en inglés.

—¿Puedo sentarme aquí? —repitió ella en inglés.

Asintió, apartando el abrigo para dejarle sitio. La mujer iba a decir algo más cuando sonó el teléfono de Jespersen. Él respondió sin disculparse.

—¿Herr Jespersen? Le habla el Kriminalhauptkommissar Fabel de la Mordkommission, la brigada de homicidios de la Polizei de Hamburgo. He recibido su mensaje. Siento no haber podido llamarle antes, pero estaba muy ocupado. Acabamos de meternos en un caso importante, ya sabe cómo son estas cosas. En fin, creo que quería concertar una cita conmigo.

Jespersen, cuyo inglés era excelente, se llevó una sorpresa al ver que aquel alemán lo hablaba a la perfección y, según su oído, sin el menor acento.

—Sí, Herr Fabel. Tengo que comprobar algunas cosas, así que pasaré unos días en Hamburgo, pero me gustaría hablar con usted cuanto antes. ¿Podría recibirme mañana?

—Mañana será complicado. Como le digo, acabamos de iniciar una investigación importante. Un momento… —Se hizo un breve silencio—. ¿Qué tal a las cuatro y media en el Präsidium?

—Allí estaré —dijo Jespersen.

—Espero que no le importe que se lo pregunte, Herr Jespersen, pero cuando dice que tiene varias cosas que comprobar, ¿significa que lleva a cabo una investigación en Hamburgo?

—Ya veo por dónde va… —Jespersen se las arregló para conferirle a su voz el grado justo de irritación—. Si estuviera llevando a cabo una investigación, lo habría hecho a través de los canales reglamentarios. No, señor Fabel, no le estoy pisando el terreno. Nos vemos mañana a las cuatro y media.

Cerró el móvil de golpe. Malditos alemanes. ¿Habría alguno que no fuese un burócrata?

—¿Es usted inglés? —le preguntó la mujer que se había sentado a su lado, una vez que hubo guardado el teléfono.

—No. —Sonrió con cansancio, sin tratar de ocultar su desagrado por tener que darle conversación—. Soy danés.

—¡No me diga! Yo soy medio danesa —dijo ella, hablando con entusiasmo y fluidez la lengua de Jespersen, aunque con un marcado acento alemán—. Mi madre es de Fåborg, ¿sabe?, en Fyn, pero yo me crie aquí. Mi padre es de Hamburgo.

—¿Ah, sí? —dijo Jespersen. La mujer parecía encantada por la casualidad de haberse sentado junto a un danés; él lo encajó con desaliento. Le apetecía aprovechar el tiempo para pensar. Aunque por otra parte, era atractiva.

—¿Está de vacaciones? —preguntó ella.

—No. De negocios.

Observó a la joven más de cerca. Ciertamente tenía tez de danesa. Había algo en ella que le recordaba a Karin. El pelo rubio claro, casi blanco, lo llevaba recogido con una cinta, pero se sublevaba con una cascada de ondas y rizos. Jespersen sonrió, ya sin cansancio.

Realmente era muy atractiva.