El Altona Balkon («Balcón de Altona») es una franja de parques situada treinta metros por encima del río Elba y ribeteada por un bulevar con bancos de madera. Ofrece una de las mejores vistas de Hamburgo a lo largo del curso del Elba hasta el Kohlbrandbrücke, lo cual lo convierte en uno de los lugares favoritos no solo para la gente del barrio de Altona, sino de todos los ciudadanos de Hamburgo.
Un hombre aún apuesto de unos sesenta años, con el cuello del abrigo subido para protegerse del frío, estaba sentado en el borde nevado del Balkon, observando a lo lejos los movimientos de los barcos y remolcadores, de las grúas y los toros en los depósitos de contenedores. El cielo sobre su cabeza era de un pálido azul invernal y, a su espalda, el sol poniente lanzaba destellos dorados entre las ramas desnudas de los árboles. Reinaba una paz total, lo que le hizo pensar en los pocos momentos así que había disfrutado en los últimos veinte años.
Pasó una mujer con un perro, seguida por tres adolescentes con monopatines que avanzaban traqueteando por el sendero salpicado de piedras, cuyo aliento se condensaba en el aire frío. Luego regresó la calma.
—Hola, tío Georg.
Una mujer de treinta y tantos años, vestida de lujo y maquillada con gusto, se sentó al lado del hombre y le dio un beso en la mejilla. Se puso el bolso y un número de Muliebritas en el regazo y dejó una bolsa de plástico encima del banco.
—No todo fue tan malo, ¿sabes? —dijo él, como si la mujer hubiera estado todo el rato a su lado—. Allí. Entonces, quiero decir.
—No, tío Georg, supongo que no.
—Yo creía en lo que representábamos, en lo que hacíamos. Había cosas que estaban mejor entonces. La gente se preocupaba por los demás y teníamos un sentido de comunidad, de sociedad. Todas las cosas horribles que tuvimos que hacer las hicimos por el bien de la gente, del mundo.
Ella le puso en el brazo una mano enguantada.
—Ya sé que es así. ¿Qué te pasa, tío?
—A veces… bueno, a veces observo el modo de vida que llevamos ahora y pienso que teníamos más razón de lo que todo el mundo dice. No fueron nuestros ideales los que nos obligaron a hacer esas cosas: fue la guerra. Una guerra fría, tal vez, pero una guerra al fin. —Se interrumpió, sonriendo—. Perdona, querida. Solo son rezongos de viejo.
—¿Seguro que solo es eso lo que te pasa?
—Me ha parecido… —Frunció el ceño, con la mirada perdida en la otra orilla del Elba—. No es nada. Solo que he tenido la sensación de que me observaban o me seguían. Puro instinto. O más bien paranoia.
—¿No ha sido nada más? Quizá sí te seguían.
Él meneó la cabeza.
—No existe nadie tan bueno. He usado todos los viejos trucos y comprobaciones. Paranoia, como digo.
—Te he traído un regalo —dijo ella, y le entregó la bolsa.
El hombre miró dentro y sonrió.
—Rondo Melange…
También ella sonrió.
—Han empezado a producirlo otra vez. Como tú dices, no todo lo de entonces era malo.
—Pero supongo que ahora lo hacen para sacar beneficio. Todo lo que se hacía en aquella época por el bien de la gente ahora se hace por interés. Nosotros mismos hemos convertido lo que hacemos en un negocio. Ahora todo es por dinero. —Se rio con amargura—. Soy un empresario.
—A decir verdad, tío Georg, la mayor parte de mi vida se ha desarrollado después, no antes. Casi todos mis encuentros se han producido después de la caída del Muro. Y nos han salido muy a cuenta, ¿no es cierto?
—Sí, niña. —La miró y le sonrió con tristeza—. Pero las cosas que te enseñé a ti y tus hermanas, todas esas cosas horribles…
—Es asunto nuestro, tío. Es lo que hacemos. Lo que somos. Él asintió.
—¿Has visto lo que dicen los medios de lo de Sankt Pauli?
—Sí… Dicen que es el Ángel de nuevo.
—¿Qué hay de los próximos encuentros? ¿Va todo según lo previsto?
—Sí, tío. Todo va bien.
—¿Lo de Hamburgo parecerá un accidente?
—Suicidio. El encuentro será como indicaba el informe.
—¿Y el más importante? ¿Lo tienes todo preparado?
—No hay problema. De hecho, será más fácil. No hará falta disimularlo. Voy a usar el Sako TRG-21.
—¿Te parece adecuado a esa distancia?
—Es perfecto. Además, me siento cómoda con él. Y ese nuevo silenciador funciona muy bien. No solo amortigua la detonación, sino que distorsiona cualquier registro y hace que los escáneres busquen en la dirección opuesta al tirador. Aunque en un sitio tan remoto como ese, ni siquiera eso importa. Si la información es correcta, estará solo.
—Tendrás que salir deprisa de allí. Cruzar otra vez la frontera, quiero decir.
—Siempre voy rápida, tío Georg.
—Ese silenciador es el último accesorio que podré conseguirte. No hago más que aumentar el riesgo cada vez que adquiero material nuevo. Nuestro cliente se ocupó de encargármelo, pero no me gusta involucrarlos a ellos. No controlo la cadena de suministro y podrían endilgarnos un equipo rastreable.
—Entiendo. ¿Tienes los detalles de los otros encuentros?
El hombre le pasó un lápiz de memoria.
—No acabo de acostumbrarme a esta tecnología. Me siento como si viviera en el futuro y yo no formase parte de él. ¡Toda esa información almacenada en una cosa tan insignificante! Si hubiéramos tenido estos chismes entonces habríamos podido destruir todos nuestros archivos antes de que la chusma les pusiera las manos encima. —Suspiró—. Tú nunca me haces preguntas. ¿Por qué no me preguntas nada?
—¿Preguntarte qué?
—Por qué han de morir. ¿No sientes curiosidad?
—Tú nos enseñaste a no tenerla. No es asunto mío. Mi trabajo es completar el encuentro. Pero sí, a veces, cuando me estoy preparando, observándolos… Es como meter la nariz en sus vidas, y algunas veces me pregunto por qué esa persona debe ser eliminada. Pero tampoco mucho. Me limito a hacer mi trabajo. —Le acarició el pelo gris—. Te preocupas demasiado, tío Georg. ¿Recuerdas cómo nos enseñaste a aprovechar cada momento de placer?, ¿a disfrutar del tiempo entre un encuentro y otro?
—Sí. Lo recuerdo. ¿Disfrutas de tu vida?
—Disfruto todo lo que me proporciona esta vida. Y tengo que agradecértelo a ti.
—Pero las muertes…
Ella sonrió, aunque echó un vistazo en derredor para asegurarse de que nadie los oía.
—Todos moriremos. También eso lo aprendí de ti. Todos morimos solos, y muchos con miedo y con dolor. Enfermedades terroríficas, heridas espantosas, agonías interminables… Todos mis encuentros concluyen rápidamente, y los objetivos apenas entienden qué les está pasando. A veces no tienen ni idea: ni siquiera pasan un instante de pánico o de dolor. ¿Quién sabe? Podría ser que los estuviera librando de una agonía futura terrible y angustiosa. Así es como me adiestraste. No me siento mal por lo que hago; tú me dijiste que no debía.
—¿Aunque ahora solo lo hagamos por dinero?
—Si lo estamos haciendo para nosotros, y no para el Estado, no es culpa nuestra. Ellos cambiaron el mundo que nos rodea. Tú y yo somos lo que somos. Como el resto de la gente que quedó a la deriva cuando cayó el Muro. Procura no preocuparte tanto. —Se metió el lápiz de memoria en el bolso y volvió a besarlo en la mejilla—. Adiós, tío Georg.
—Una cosa más —dijo reteniéndola, cuando ella ya se levantaba del banco—. Quizá tengamos que montar otro encuentro. No para un cliente.
—¿Ah, sí? —dijo ella—. Hasta ahora nunca hemos hecho un trabajo gratuito.
—Es para protegernos. Alguien ha empezado a hacer demasiadas preguntas en los lugares correctos. Un policía. Quizá se esté acercando a la verdad más de la cuenta y tal vez tengamos que ocuparnos de ello. Discretamente.
—¿Cuándo?
—Ya te avisaré. Quizá no sea nada. Adiós, querida.
—Adiós, tío Georg.
El hombre permaneció un rato en el banco, con los puños en los bolsillos y el cuello del abrigo alzado, tratando de capturar de nuevo aquellos momentos de paz. Pero ya no pudo.