Jan Fabel se había sentado en el sillón de cuero. Justo en el borde, echado hacia delante. Aún llevaba puesta la gabardina y sujetaba los guantes con una mano. Su postura decía a las claras que se disponía a marcharse, aunque acabara de llegar.
En tiempos, hacía mucho, Fabel había vivido en aquella casa de las afueras, en el barrio de Borgfelde. Cada habitación, cada tabla del suelo y cada rincón le resultaban familiares entonces. Aquel había sido el centro de su vida, su hogar. Naturalmente, ahora todo había cambiado: el mobiliario, la decoración, aquella televisión en una esquina.
—Tienes que hablar con ella.
Renate, sentada frente a él, había cruzado las piernas y se abrazaba a sí misma con aquella pose defensiva que aún recordaba. No tenía el pelo del mismo tono castaño rojizo de entonces, cuando la conoció y se casaron, y Fabel sospechó que ahora se lo teñía. Todavía era una mujer guapa, pero las arrugas alrededor de su boca se habían ahondado y le conferían a su rostro un aire vagamente mezquino. «Dios sabe —pensó—, que no tiene motivos para sentirse amargada».
—Hablaré con ella —dijo—. Pero no puedo prometerte nada. Gabi es una chica inteligente, una persona hecha y derecha. Y es perfectamente capaz de decidir su futuro.
—¿Me estás diciendo que te parece correcto? ¿Que lo apruebas?
—Daré mi aprobación a lo que Gabi decida. Pero preferiría que lo pensara mejor. Si al final es realmente lo que quiere hacer… —Se encogió de hombros con resignación—. No nos anticipemos; todavía tiene mucho tiempo para pensarlo. Y ya sabes cómo es: si tiene la impresión de que la presionamos, se emperrará y se mantendrá en sus trece.
—La culpa es tuya —dijo Renate—. Si no fueras policía jamás se le habría pasado por la cabeza la idea de entrar en el cuerpo. Gabi te adora, te considera un héroe. Es fácil parecerlo cuando eres solo padre a tiempo parcial.
—¿Y quién lo decidió? —Fabel trató de controlar su arranque de furia—. Yo no, desde luego. Fui expulsado de su vida. Si no recuerdo mal, tú te encargaste de ello.
—Yo había sido apartada de tu vida por ese trabajo tuyo de mierda.
—Directamente a la cama de Ludiger Behrens, según recuerdo —dijo Fabel, aunque se arrepintió de inmediato. Renate era una mujer mezquina. Solo en las últimas fases de su matrimonio había comprobado hasta qué punto podía serlo. Y siempre se las arreglaba para arrastrarlo a su mismo nivel—. Mira, esto no nos lleva a ninguna parte. Me parece que estás exagerando. Gabi solo ha empezado a hablar del asunto. Esperemos a que haya hecho el examen de acceso a la universidad y luego veremos. Como te he dicho, le queda mucho para pensárselo antes de tomar una decisión. Hablaré con ella y me encargaré de que sepa muy bien en dónde se estaría metiendo. Pero te digo una cosa, Renate: si está decidida a convertirse en agente de policía, le daré todo mi apoyo.
La expresión lúgubre en el rostro de Renate se ensombreció aún más.
—No está bien —dijo—. No es trabajo para una mujer…
Fabel la miró boquiabierto.
—No puedo creer que hayas dicho eso. Nada menos que tú, Renate. ¿Qué coño quiere decir que no es trabajo para una mujer? Esto demuestra que yo nunca te consideré como la típica mujer dedicada a los niños, la cocina y la iglesia. Lo cual, con los antecedentes de tu padre…
Fabel sabía que iba a ser abrasado por el fuego que se había encendido súbitamente en los ojos verdes de Renate, así que oyó sonar con alivio su teléfono móvil cuando ella ya estaba a punto de lanzarle una andanada.
—Hola, Chef, soy Anna. Usted era seguidor del pop británico de los años setenta y ochenta, ¿verdad?
—Me lo tomo como una pregunta retórica —dijo Fabel en tono de advertencia—. ¿Qué pasa?
—Jake Westland, el cantante y líder de aquel grupo de los setenta, ¿sabe? Resulta que está de gira por Alemania, y se supone que mañana tenía que ofrecer una entrevista en profundidad en la radio NDR.
Fabel soltó un suspiro.
—Al grano, Anna.
—Pues que no podrá asistir a la entrevista. Ha aparecido con las tripas fuera en la Reeperbahn. Y otra cosa, Chef: dice que ha sido una mujer la que lo ha rajado; que ella le ha encargado que nos dijera quién era. Que lo ha hecho el Ángel.
—Joder —masculló Fabel, echándole un vistazo a su exmujer. El fuego se había extinguido en sus ojos; ahora tenía aquel aire de hosca resignación que había adoptado siempre cuando el trabajo lo apartaba de su lado—. Voy ahora mismo.
Habían trasladado a Westland al servicio de urgencias del hospital de St. Georg, pero no tenía sentido que Fabel fuese allí. Por lo que le dijeron, Westland no estaba en condiciones de ser interrogado. En vez de pasarse a verlo, tomó Ost-West Strasse y se dirigió a la Reeperbahn, la calle del pecado de Hamburgo. Allí donde los cordeleros —reeper— que daban nombre a la calle habían tejido cabos para los barcos de vela, ahora únicamente se veían neones de bares y cines, sex shops y clubes de striptease, destellando en la noche gélida. Cuando Fabel llegó a la comisaría Davidwache, ya estaba de mal humor. La charla con Renate había sido tan destemplada como era de prever y, encima, había perdido su reproductor de MP3. Siempre que estaba estresado lo conectaba al estéreo de su BMW. Sin música todavía se estresaba más.
La prensa ya se había agolpado en masa frente a Davidwache y tres agentes uniformados se ocupaban de mantenerlos a raya. Además del circo de los medios frente a la comisaría, había otro alboroto en Davidstrasse, la calle de al lado. Un escuadrón de agentes de la brigada antidisturbios forcejeaba con un grupo de mujeres, tratando de subirlas a los grandes furgones verdes de la policía. Algunos de los periodistas se habían acercado a la esquina para sacar fotos de aquella atracción secundaria, pero Fabel fue recibido igualmente con una descarga de flashes mientras se bajaba del coche y se dirigía a la doble puerta de Davidwache. Un equipo de la tele se había abierto paso a empujones hasta la primera fila; Fabel reconoció a la locutora, Sylvie Achtenhagen, que trabajaba para uno de los canales por satélite. «Fantástico», pensó; como si no bastara con toda esa publicidad, encima habría de aguantar a aquella zorra durante la investigación del caso.
—Kriminalhauptkommissar Fabel —Achtenhagen pronunció su cargo completo frente a la cámara—, ¿puede confirmar que la víctima del ataque ha sido Jake Westland, el cantante británico?
Fabel no le prestó atención y siguió adelante.
—¿Es cierto que ha sido obra del llamado Ángel de Sankt Pauli? ¿El asesino en serie que la Polizei de Hamburgo no consiguió atrapar en los años noventa? —Y añadió—: ¿Hemos de entender que su nombramiento como jefe de la llamada súper Mordkommission tiene un especial significado? ¿Han recurrido a usted para arreglar el estropicio que la policía de Hamburgo hizo en la investigación original?
Fabel disimuló su irritación con una expresión paciente y se volvió hacia la locutora.
—El departamento de prensa del Polizeipräsidium hará una declaración completa en su debido momento. Ya debería conocer cómo funcionan las cosas, Frau Achtenhagen.
Le dio la espalda, cruzó la doble puerta y subió las escaleras de la comisaría Davidwache. La angosta zona de recepción estaba atestada de gente. Oyó gritos al fondo a la izquierda, en el área de detención. Lo recibió un tipo fornido de unos cincuenta años, con el pelo casi al cero, y una morena atractiva que iba con tejanos y una chaqueta de cuero al menos una talla más grande de la que le correspondía. Fabel sonrió lúgubremente al Kriminaloberkommissar Werner Meyer y a la Kriminaloberkommissarin Anna Wolff.
—¿Cómo demonios se ha enterado Achtenhagen de la reivindicación del Ángel? —preguntó.
—El dinero lo puede todo —dijo Anna Wolff—. Esa bruja es capaz de sobornar a un camillero de la ambulancia o a una enfermera del hospital para conseguir una exclusiva.
—Sí, es muy probable. Solo nos faltaba tener que aguantarla. Esa mujer prácticamente construyó su carrera con el caso del Ángel. —Fabel hizo un gesto en dirección a la Davidstrasse—. ¿Y qué coño pasa ahí fuera?
—Una coincidencia perfecta —dijo Werner—. Un grupo feminista ha escogido precisamente esta noche para organizar una protesta. Han invadido la Herbertstrasse porque se oponen a que exista en Hamburgo una calle cerrada a las mujeres. Dicen que va contra los derechos humanos, o algo así.
—Tienen razón, la verdad —dijo Fabel, con un suspiro—. Bueno… ¿qué sabemos?
—La víctima es Jake Westland: cincuenta y tres años, nacionalidad británica —leyó Werner de su cuaderno—. Y sí, es «ese» Jake Westland. Por lo que sabemos, había decidido hacer una incursión improvisada por los alrededores de la Reeperbahn, aunque no para captar el espíritu de los Beatles, ya me entiende. Curioso, de todos modos… Yo pensaba que le interesaban más los bares gay. Quiero decir, siendo inglés…
Fabel reaccionó ante el chiste de Werner con una mueca de impaciencia.
—No sé por qué lo hacen —prosiguió Werner—. Los famosos, digo. En fin, Westland se ha librado de sus guardaespaldas y ha desaparecido en la Herbertstrasse. Acto seguido, una prostituta que iba de camino al Kiez lo ha encontrado con las tripas fuera. Él le ha explicado que su atacante, una mujer, le ha dicho que era el Ángel; y luego se ha desmayado.
—¿En qué estado se encuentra?
—Estaba vivo cuando lo han metido en la ambulancia. Al parecer la chica que lo ha encontrado tenía nociones de primeros auxilios. Pero yo diría que sus productores ya deben de estar preparando el CD póstumo de grandes éxitos.
—Hemos metido por la entrada trasera a la chica que lo ha hallado —dijo Anna Wolff. Intercambió una mirada con Werner y sus labios pintados de rojo se abrieron en una sonrisa—. Y a los guardaespaldas. He pensado que le gustaría interrogarlos personalmente.
—Vale, Anna —dijo Fabel, suspirando—, ¿qué sucede?
—Westland había contratado los servicios de seguridad y protección personal Schilmann.
—¿Martina Schilmann?
—Usted y ella eran muy amigos, tengo entendido.
—Martina Schilmann era una magnífica agente —dijo Fabel.
—Entonces habrá sido mejor policía que guardaespaldas —dijo Werner.
Un superintendente de uniforme se unió al grupo. Era un tipo más bajo que Fabel, con el pelo oscuro, tupido e indomable.
—Lo que yo quiero saber —dijo muy serio, mientras le daba la mano a Fabel— es si alguien le ha sacado un autógrafo.
—Hola, Carstens —dijo Fabel sin sonreír—. ¿Aún sigues con tus chistes malos?
—Son gajes del oficio.
Carstens Kaminski tenía bajo sus órdenes al equipo de Davidwache, la comisaría de la Polizei de Hamburgo número 15, que era la que controlaba toda la zona del Kiez, es decir, los 0,7 kilómetros cuadrados del barrio rojo de la ciudad, cuya arteria principal era la Reeperbahn. Durante los fines de semana, la población normal de diez mil personas se incrementaba con los más de doscientos mil visitantes que atravesaban el Kiez. Algunos de ellos entraban borrachos; otros salían sin cartera y sin objetos de valor. Y para unos pocos, aquel paseo por el lado salvaje de la vida acababa en un auténtico desastre.
Los agentes uniformados que salían a patrullar por allí debían poseer una habilidad peculiar: tenían que saber hablar. El Kiez era una zona poblada por chulos, putas, rateros de poca monta y ladrones menos modestos; frecuentada por hombres jóvenes procedentes de los suburbios que bebían más de la cuenta o demasiado deprisa, o ambas cosas a la vez. La mayoría de las situaciones que debían afrontar los agentes de la Davidwache exigían una buena dosis de simpatía y humor; así lograban convencer a más de un juerguista para que volviera tranquilamente a casa y se ahorrara una noche en el calabozo. Carstens Kaminski había nacido y se había criado en el barrio de Sankt Pauli, y no había nadie que sintonizara mejor con el ambiente y la dinámica del Kiez. De ahí que tuviera el sentido del humor campechano típico de la zona.
—¿De qué iba esa protesta? —preguntó Fabel.
—Un grupo llamado Muliebritas. O más exactamente, un acto organizado por una revista feminista que lleva ese nombre —explicó Kaminski—. Han entrado pegando alaridos en Herbertstrasse y se ha armado una auténtica batalla campal con las putas. La cosa ya habría sido grave en otras circunstancias, pero con el asunto Westland en marcha… Les hemos pedido que se dispersaran, explicándoles que estaban interfiriendo en el escenario de un crimen y en una investigación, pero la sola idea de llegar a un acuerdo parece ajena a esas mujeres. —Se oyó otra salva de gritos procedente de la zona de detención, como para subrayar lo que acababa de decir—. En fin, tú no has venido por ellas. Por cierto, ¿sabes que Martina está aquí?
Kaminski sonrió de oreja a oreja.
—Sí —dijo Fabel—. Me lo ha dicho Anna.
—¿Tú y ella no…?
—Sí, Carstens —dijo Fabel, suspirando—. Ya hemos pasado ese capítulo. ¿Tenemos una descripción de la mujer que ha atacado a Westland?
—Lo único que ha contado Westland es que ella le ha dicho que era el Ángel. Y eso lo sabemos solo a través de la puta que lo ha encontrado.
—¿Cómo sabemos que ella misma no es el Ángel?
—Según parece, la chica ha hecho todo lo posible para mantener a Westland con vida hasta que ha llegado la ambulancia. Y si esto fuera realmente cosa del Ángel, esa muchacha sería demasiado joven para haber cometido los crímenes originales. Además, aunque intentaba disimular haciéndose la dura, estaba a todas luces bajo los efectos de una gran conmoción. Le hemos sugerido al matasanos que le diera un sedante ligero, pero ella le ha dicho que se lo metiera en el culo.
—Quiero hablar con ella, de todos modos.
—¿Y con Martina? —Kaminski sonrió, lanzándoles una mirada a Werner y Anna Wolff.
—Y con Martina. ¿Qué pasa con el nuevo sistema de cámaras de vigilancia que instalamos en el Kiez? ¿No saldrá nada ahí?
—No —dijo Kaminski—. La atacante de Westland ha tenido mucha suerte o es muy lista. No hay cámaras en esa calle ni tampoco cerca de la plaza. Como bien sabes, el arreglo al que tuvimos que llegar para poder instalar cámaras en el Kiez fue que debían colocarse de un modo selectivo: ninguna en una posición que pudiera grabar a los honorables ciudadanos de esta digna ciudad deslizándose a hurtadillas en un peep-show o un sex shop. Lo cual significa en la práctica que tenemos un montón de agujeros negros. Aun así, he hecho una llamada a la sala de operaciones del Präsidium para que examinen las grabaciones desde una hora antes y hasta una hora después del asesinato. Quizá encontremos algo en las calles aledañas; a la atacante dirigiéndose o abandonando el escenario del crimen, por ejemplo. Entre tanto, voy a llenar las calles de agentes. —Kaminski señaló a todos los que se agolpaban en el vestíbulo—. Interrogaremos, uno por uno, a los proxenetas, las putas y los encargados de los clubs de la zona. Los negocios en el Kiez no van demasiado bien últimamente, y Westland no era precisamente una víctima anónima. Una cosa así no es buena para el negocio. Quizá tengamos suerte.
—Gracias, Carstens.
—Si no te importa, Jan, me voy a impartir instrucciones a esta pandilla —explicó Kaminski, señalando a los agentes que había reunido—. A menos que prefieras explicarles tú lo que deberíamos buscar…
—No, Carstens. Este es tu terreno —dijo Fabel, consciente de que nadie conocía mejor el barrio que Kaminski.
Mientras colgaba su gabardina en el guardarropa de la comisaría, se palpó los bolsillos.
—¿Ha perdido algo? —le preguntó Anna.
—El maldito reproductor de MP3…
Junto con Werner y Anna se dirigió a la parte trasera del edificio. Hasta no hacía mucho, Davidwache había sido exclusivamente una comisaría de agentes uniformados. En 2005, para mantenerse acorde con los tiempos, se había hecho una ampliación por detrás de la construcción original, que se hallaba protegida como monumento histórico. Era en esta parte nueva del edificio donde estaba instalada ahora la unidad de detectives. Kaminski había puesto la sala de conferencias a su disposición para interrogar a los testigos.
Fabel observó por la ventana la Davidstrasse y una parte de Friedrichstrasse. Vio los furgones verdes antidisturbios, que se habían congregado junto al semáforo para trasladar al Präsidium a las manifestantes que no cabían en el diminuto bloque de celdas de Davidwache.
—Anna, creo que deberías encargarte de interrogar a esa testigo —dijo—. A la chica que encontró a Westland, quiero decir. Da la impresión de que debe de estar bastante mal.
—¿Por qué yo, Chef? —dijo Anna—. ¿Porque soy mujer?
—No, porque creo que tal vez conecte mejor contigo.
Anna llevaba cinco años en el equipo, pero Fabel todavía la encontraba difícil de manejar. De entender. No aparentaba sus treinta y un años; daba la impresión de ser mucho más joven. Tenía el pelo cortito y oscuro, no pasaba del metro sesenta y dos y trataba de adoptar un aspecto punky con su gruesa capa de rímel oscuro, su pintalabios rojo intenso y su holgada chaqueta de cuero. Pese al esfuerzo que hacía Fabel para no advertirlo, era muy atractiva. Pero por encima de todo, Anna era con diferencia la agente más dura y agresiva de su equipo. Y la más insubordinada.
—Ah, ya veo —dijo Anna, fingiendo burlonamente que acababa de entenderlo—. Obviamente, yo seré más comprensiva por ser mujer. Lo siento, ya se me había olvidado que tener polla constituye un obstáculo insalvable para la compasión.
—No lo digo en plan sexista, Anna. Pretendo únicamente ser práctico, nada más. —Fabel sonaba irritado a pesar de sí mismo—. Olvídalo. Ya hablaré yo con ella.
—Solo decía…
—Sí, Anna. Tú siempre «solo decías». Yo me encargo de interrogarla. —Miró el reloj. Las dos y media de la madrugada—. Werner, quédate. Tú ya puedes irte a casa, Anna.
—Venga ya. Nada más he…
—Celebraremos una sesión informativa a las dos de la tarde. Pero antes quiero verte en mi despacho, Anna. A la una —dijo Fabel. Ella recogió la chaqueta del respaldo de la silla y salió airada.
—Has estado algo duro con ella, Jan —dijo Werner, cuando Anna ya había desaparecido.
—Se pasa de la raya, Werner, lo sabes. Estoy harto de que cuestione o comente cada orden. Y estoy hastiado de las quejas que me llegan sobre ella.
—A eso lo llamábamos trabajo enérgico, Jan.
—Esa época ya ha pasado, Werner. Hace mucho tiempo. Estamos en el siglo XXI.
—Tú sabes que tiene parte de razón, Jan. —Werner pareció titubear—. Me refiero a la cuestión hombre-mujer. Tienes tendencia a encargarle a ella los interrogatorios con mujeres.
—¿Qué dices?
—Solo eso. No me entiendas mal, pero es verdad que tiendes a tratar a las mujeres como si fuesen de otra especie.
—¿Cómo puedes decirme eso, Werner? Mi equipo siempre ha estado equilibrado. Bueno, quizás ahora no. Desde…
Los dos se callaron. El nombre de Marie Klee flotó silenciosamente en el aire.
—Olvídalo, Jan —dijo Werner, aunque demasiado tarde—. Pero pienso que no deberías ser tan duro con Anna.
Fabel no pudo responder, porque en ese momento apareció un agente uniformado escoltando a una chica que llevaba tejanos oscuros y una chaqueta de esquí acolchada azul marino. Tenía en las manos un gorro de lana y una bufanda. Fabel dedujo que no era una trabajadora de la calle; las putas que andaban por las inmediaciones de la Herbertstrasse lucían colores llamativos y se apostaban en grupo, guarecidas bajo un paraguas de color pastel tanto si llovía como si no. Era una señal para los potenciales clientes de que estaban disponibles. Ese aspecto artificiosamente alegre hacía que a los hombres no les pareciera tan sórdido el comercio que practicaban.
Tratando de sonreír, Fabel reparó en lo joven que era la chica. No parecía mucho mayor que su propia hija, Gabi. Le dijo que tomara asiento e hizo lo posible para tranquilizarla. Christa Eisel era guapa, muy guapa, con el pelo rubio hasta los hombros. Por la sencillez de su atuendo y su evidente atractivo, Fabel supuso que sería una chica de escaparate de la Herbertstrasse y que se habría puesto un conjunto más provocativo al llegar al trabajo. Mientras hablaban, la muchacha manoseaba el gorro y la bufanda en su regazo con aparente timidez. En sus ojos, sin embargo, había un matiz casi desafiante.
—Tendremos que quedarnos esa prenda, me temo —le dijo Fabel sonriendo.
Christa bajó la vista a su chaqueta manchada de sangre.
—Ya no me sirve. Los guantes los he dejado abajo. También se han puesto perdidos.
Se quitó la chaqueta y se la entregó. Werner la metió una bolsa forense de plástico.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en esta zona, Christa?
—Seis meses. Solo fines de semana, y tampoco todos. Tengo un puesto en uno de los escaparates y hago servicios de compañía de vez en cuando.
—¿Es para costearte una adicción? Perdona, pero he de preguntártelo.
La chica pareció realmente consternada.
—No… no. Claro que no.
—¿A qué te dedicas? Me refiero a cuando no trabajas aquí.
—Soy estudiante. En la Universidad de Hamburgo.
—¿Ah, sí? Ahí es donde yo estudié. Hice historia. ¿Tú?
—Medicina.
Fabel se la quedó mirando.
—¿Medicina? ¿Entonces por qué…?
—Por dinero. Quiero ganar dinero extra.
—Pero… ¿así?
—¿Por qué no? —De nuevo el brillo desafiante en sus ojos—. Un montón de estudiantes lo hacen para sacar dinero.
—Tú eres una chica inteligente y guapa, Christa. Con toda una vida y un montón de oportunidades por delante. Sencillamente no entiendo por qué has decidido hacer lo que haces. ¿Crees que eso es lo que significa ser una mujer?
—¿Se siente defraudado porque no soy una yonqui explotada? Tiene razón en una cosa: yo lo he decidido. Es mi cuerpo y puedo hacer con él lo que quiera. Y además, es un dinero relativamente fácil. Solo unas cuantas horas cada fin de semana y me saco más que la mayoría de la gente en un mes. Créame, me facilita mucho las cosas en la facultad.
—Esa no es la cuestión, Christa. Dios sabe que, por mi trabajo, conozco el lado oscuro de la naturaleza humana, y no me cabe en la cabeza que una chica como tú decida zambullirse en él. Créeme, quizá pienses que puedes dedicarte a esto un año o dos, y luego continuar con tu vida. Pero no es así: quedará impreso en ti durante el resto de tu vida. Cada relación que tengas estará teñida por esa experiencia. Y descubrirás que te es imposible ver el lado bueno de la gente.
—¿Y a usted qué le importa, Herr comisario? ¿Pretende salvar mi alma?
—No se trata de tu situación moral, Christa. Te estás poniendo en peligro. Estudias medicina; estoy seguro de que conoces los riesgos para tu salud.
—Y precisamente porque estudio medicina sé cómo cuidarme. Escuche, Herr Fabel, no tengo por qué justificarme ante usted. Las mujeres han sido explotadas por los hombres durante siglos. Ahora yo los estoy explotando un poco.
Pese a su aire desafiante, Fabel advertía que Christa había quedado muy afectada por lo que había debido arrostrar en las últimas horas. En realidad, ni siquiera él mismo entendía por qué se había metido en aquella discusión. Tal como ella había dicho, era asunto suyo. Decidió dejarlo correr.
—Es tu vida, Christa —dijo, suspirando. Miró las notas que tenía delante—. Escucha, ya sé que es muy duro, pero necesito que hagas un esfuerzo y trates de recordar si viste u oíste algo más que no hayas mencionado en tu declaración. ¿No has visto salir a nadie de la plaza mientras ibas de camino?
—No. A nadie. No es que me haya olvidado o no me haya fijado: estoy segura de que no había nadie. Atajo por ese callejón cuando voy con prisa. Sale de Erichstrasse y pasa por la placita. Hay que andar alerta, porque da un poco de canguelo, así que no iba distraída. No había nadie.
—Pero no es lógico. Tú debes de haber llegado momentos después del ataque.
—Eso seguro. Al menos si hay que guiarse por el volumen de la hemorragia. Pero es cierto, aun así, que no he visto a nadie entrando o saliendo por el callejón.
—Me han dicho que has practicado los primeros auxilios. Supongo que tu formación médica te habrá sido útil.
—Sí, por si servía de algo, aunque no creo. Ya debe de estar muerto a estas horas. Quien haya hecho eso sabe un rato largo. Lo ha destripado de un solo corte. Era como el corte del suicidio japonés, ¿sabe?, el seppuku: en línea recta y muy profundo. Por la cantidad de sangre, yo diría que le ha seccionado la aorta abdominal. No podrán suturarla antes de que se desangre.
Fabel estudió el rostro inocente y juvenil de Christa mientras hablaba de la muerte de un hombre: su descripción era meramente clínica, pero la voz le temblaba y sus manos estrujaban el gorro de lana con más fuerza.
—¿Qué te ha dicho?
—Ya se lo he explicado a los agentes hace un rato.
—Me gustaría oírlo de nuevo, Christa. Si no te importa.
—Estaba casi inconsciente cuando he llegado a su lado. Tiritaba. Lo único que ha dicho ha sido: «Era una mujer. Me dijo que era el Ángel». Hablaba en inglés. Es curioso, no lo he reconocido. No he sabido quién era hasta que me lo han explicado. Solo… solo he visto a un hombre moribundo. —Miró a Fabel muy seria—. Nunca había visto morir a nadie. Supongo que habré de acostumbrarme.
—Nunca te acostumbras.
Cuando se le acabaron las preguntas, y mucho después de que a Christa se le acabasen las respuestas, Fabel le dijo que ordenaría que la acompañaran a casa en coche. Ella pidió que la llevaran a la de sus padres, en Barmbek.
—¿Pueden dejarme al final de la calle? —dijo—. Mis padres… no saben a qué me dedico.
Cuando Christa hubo salido entró en la sala de conferencias Martina Schilmann. Iba con un traje chaqueta azul marino de aspecto caro y llevaba el pelo rubio recogido en una trenza de espiga. Mirándola ahora por primera vez en tres años, Fabel recordó por qué la había encontrado en su momento tan atractiva. Martina traía dos tazas de café. Le puso una delante.
—Por lo menos recuerdo dónde está la cantina —dijo, y sonrió—. Hola, Jan, ¿cómo estás?
—Muy bien. —Le devolvió débilmente la sonrisa—. ¿Y tú?
—¿Seguro que estás bien?
—Sí… perdona. Solo pensaba en una juventud condenada.
—Ay, Dios. Ya sé… la Puta Alegre. ¿También ha intentado convencerte de que está contenta con su trabajo? Se engaña a sí misma. Es dura, dura de verdad. He sido la primera en llegar al lugar después de ella, y se las ha arreglado muy bien para no venirse abajo. Pero sí, resulta deprimente; no deja de ser una cría. Dios sabe que vi a montones como ella cuando trabajaba aquí. En fin, me alegro de verte de nuevo. ¿Cómo te ha ido?
—Bien. A ti parece que estupendamente.
—Los negocios me han funcionado. —La expresión de Martina se ensombreció—. Hasta ahora. No puedo creer que hayamos perdido a un cliente. Esto podría ser el fin. Todo el maldito montaje tiene ese objetivo: cubrirle a alguien las espaldas, salvarle el tipo. ¿Quién va a contratarnos ahora?
—Por lo que he oído, Martina, has conseguido que Seguridad Schilmann sea una de las empresas de protección personal más importantes de Europa. Yo diría que podrás capear el temporal. A decir verdad, me he llevado una sorpresa cuando me han dicho que intervenías personalmente en la custodia de Westland. Habría jurado que tú estarías en un nivel ejecutivo más etéreo, guiando a los simples mortales desde las nubes.
—Soy una maniática del control y me gusta meter las manos en la masa. Demasiado, para ser sincera. Además, íbamos cortos de personal este fin de semana. Tengo a un gran magnate ruso que viene el mes próximo y he enviado allá a la mitad de mi equipo para que se coordine con su personal habitual de seguridad. Dios mío, espero tenerlo aún el mes que viene… Aunque cuando se entere de la noticia, me dirá seguramente que me meta la protección donde me quepa. En fin, no importa. ¿Aún sigues con la bella doctora Eckhardt?
—Sí —dijo Fabel—. Sigo con ella.
—Lástima —dijo Martina con picardía.
—¿Qué ha pasado exactamente con Westland? —preguntó Fabel—. ¿Cómo ha conseguido darte el esquinazo?
—¿Qué quieres que te diga? La típica megalomanía de la estrella de rock; nos pagan cientos de euros al día para que garanticemos su seguridad y luego se lo toman como un juego. A veces creo que estamos ahí más que nada para salir ante las cámaras, como símbolo de estatus o alguna idiotez parecida. Westland era un gilipollas, lo cual no es nada sorprendente, por otra parte. Se ha pasado borracho la mitad de la gira, y la otra mitad persiguiendo a chicas de diecinueve años. Tiene unos cincuenta, por el amor de Dios. Para ser honesta, lo veíamos como un cliente de riesgo relativamente bajo. Bastaba con mantener a raya a los borrachos, los cazadores de autógrafos y los paparazzi, ese tipo de cosas. En fin, nos lo repartimos entre Lorenz y yo. Este es puro músculo sin cerebro, pero resulta muy aparente, para que me entiendas, aunque se esté haciendo algo mayor. No es una lumbrera, ya te digo, ¡es un sajón de Görlitz, bendito sea! Antiguo Volkspolizei de la RDA. Todavía dice grilletta en lugar de hamburguesa y seguramente se hace pajas con fotos de Katja Witt vestida con la blusa de las Juventudes Libres Alemanas.
Fabel se echó a reír.
—Eres bastante mordaz para ser tú misma del Este.
—Yo soy de Mecklemburgo: lo cual es totalmente distinto del Valle de la Inopia —dijo Martina con una sonrisa engreída, refiriéndose a las zonas de la antigua Alemania del Este donde no se captaba la señal de televisión del Oeste antes de caer el Muro. Era una broma cariñosa: precisamente había sido en el «Valle de la Inopia» donde se habían iniciado las Manifestaciones de los Lunes, el movimiento pacífico de protesta que al final acabó provocando la caída del régimen comunista—. El caso —siguió Martina— es que estábamos llevando a Westland de vuelta al hotel Vierjahrzeiten, después de un concierto en el Sporthalle Arena, cuando el tipo va y dice de pronto que le gustaría ver la Reeperbahn, que nunca ha estado allí, que ha oído hablar un montón por los Beatles y toda la pesca. Yo le he dicho que no es ni mucho menos para tanto y que de todos modos no queda de camino al hotel, pero él se ha puesto a protestar y hemos acabado llevándolo para hacer una breve visita guiada.
—Lo normal después de un concierto sería que estuviese cansado —dijo Fabel.
—Sí, bueno… Parecía bastante animado. No ha parado de sorberse las narices en el asiento trasero y no creo que estuviera resfriado, ya me entiendes. Sin duda saldrá todo en la autopsia. Lo curioso del caso es que ha dejado cabreadas a varias personas al negarse a asistir a una fiesta después del concierto. Les ha dicho que estaba demasiado cansado y luego nos ha dado la vara para que lo llevásemos a la Reeperbahn, así que le hemos hecho la visita guiada. Lo único que le interesaba era ver la Herbertstrasse, claro, y se ha puesto a soltar risitas como una colegiala. Como se trata de la Herbertstrasse y soy una mujer, no he podido ir con él. Lo he dejado con Lorenz en un extremo de la calle y me he ido a esperarlos al otro, al lado de Davidwache. A Westland le ha resultado fácil despistar a Lorenz; mientras yo creía que le estaba cubriendo las espaldas, resulta que se ha quedado merodeando en la otra punta como un idiota. Y acto seguido me he enterado de que Westland tenía los intestinos fuera y de que mi empresa se ha ido al garete.
—Dices que ha insistido bastante en ir a Herbertstrasse. Precisamente ahí, y no a Grosse Freiheit. ¿Crees posible que lo tuviera previsto?, ¿que hubiera quedado en verse con alguien después de despistarte y de atajar por Herbertstrasse?
Martina frunció el ceño mientras reflexionaba.
—Lo dudo. Podría ser, supongo, pero a mí me ha parecido todo bastante espontáneo.
—Es que suena raro. Si Westland andaba buscando un poco de diversión barata, ¿para qué molestarse en darte el esquinazo? Me parece extraño que no se haya ido con una de las chicas de los escaparates. ¿Dices que te ha explicado que nunca había estado en Herbertstrasse?
—Exacto.
—Una de dos: o bien ha cruzado la Herbertstrasse a toda prisa y ha salido por el otro lado antes de que tú llegaras, o bien ha atajado por el callejón que hay en el número siete, pasando junto al museo de arte erótico. Todo muy planeado, me parece a mí. Como si supiera a dónde iba.
—Seguramente no lo sabía. Como te digo, creo que se ha dejado llevar por un impulso.
Martina le hizo a continuación un detallado repaso de la velada: horas exactas, con quién había estado Westland, de qué habían hablado, cómo había ido el concierto. A Fabel no le hizo falta formularle las preguntas. Ella misma se convirtió una vez más en agente de policía y le dio toda la información necesaria por propia iniciativa. Westland había hecho dos llamadas antes del concierto: una a su esposa y la segunda a su contable para hablar de una inversión o un negocio en el que estaba metido.
—Se ha pasado un rato solo en su camerino antes de salir al escenario —explicó Martina—. Es posible que haya hecho o recibido alguna llamada en su móvil entonces. No ha tenido ningún contacto, que yo sepa, después de la actuación, salvo una breve llamada a la mujer que organizaba el concierto. Era ella la que quería que asistiera a una fiesta después, con lo mejorcito y más granado de Hamburgo. He sacado la impresión de que esa mujer no se ha quedado muy contenta cuando él se ha rajado. Al fin y al cabo, para eso se había montado toda la historia, para darle publicidad a la organización benéfica. Pero después de todo el esfuerzo, resulta que él no podía tomarse la molestia de asistir a una simple recepción. Estaba más interesado en ir a la Reeperbahn.
—Comprobaremos su teléfono móvil —dijo Fabel.
—Pero ¿no lo sabes? Le han birlado el teléfono y la billetera. Tenía un dietario, como una miniagenda, que siempre llevaba encima. Quien lo haya asesinado se la ha robado también.
—¿Podría tratarse de un robo, entonces?
Martina soltó una risa amarga.
—No. Pero podría ser que el asesino haya intentado simularlo así. Como robo, es un trabajo de aficionado. Como asesinato, una obra de arte.
Siguieron hablando todavía un rato. Por muy profesional que fuese su informe, no había nada en toda la explicación de Martina que ofreciera alguna pista sustancial.
—No te sirve de mucho, ¿no? —dijo, leyéndole el pensamiento.
—No demasiado. Aunque, por otra parte, todo el asunto podría ser lo que parece: un asesinato al azar y sin ningún sentido.
—¿Perpetrado por el Ángel? —dijo Martina—. ¿No creerás de veras que ella ha vuelto al cabo de diez años?
—¿Quién sabe? Según la chica que encontró a Westland, la herida era muy profesional. Un solo corte. Un único golpe.
—¿Desde cuándo las putas son expertas en heridas de arma blanca?
—Desde que se han puesto a estudiar medicina en la Universidad de Hamburgo —dijo Fabel con tono inexpresivo—. Recordarás que el Ángel tenía muy buena mano con la navaja.
—¿Cómo no voy a acordarme? —dijo Martina—. Estaba destinada aquí cuando se produjo el segundo asesinato. No olvidaré esa escena del crimen en mi vida. Encontramos al hombre muerto en su coche, en Seilerstrasse, sin genitales. Al otro lo dejaron en una esquina de Heligen-Geist-Feld, también sin instrumento. Por eso no creo que se trate del Ángel. No hay castración, la cuchillada mortal ha sido en el vientre, no en la garganta… y han pasado casi diez años. Una cosa más: el Ángel no robó a sus víctimas más que sus aparejos amatorios. En todo caso, yo he visto cómo mataba. Si esa chica no me hubiera contado lo que Westland le ha dicho, no lo habría relacionado siquiera.
—Quizá lo ha entendido mal. El tipo hablaba en inglés.
Los interrumpió Carstens Kaminski, el comandante de Davidwache, que asomó la cabeza por la puerta de la sala.
—Bueno, Jan, tanto si el atacante era el Ángel como si no, este caso ya es oficialmente todo tuyo. Acabo de recibir una llamada del hospital St Georg: Westland ha muerto.
No llovía aquella noche, pero hacía un frío glacial, ese tipo de frío que notas en los pulmones al inspirar. Fabel se llevó a Werner con él. Salieron por la parte trasera de Davidwache y se dirigieron a pie al escenario del crimen. Tomaron por Davidstrasse, bordeando el extremo de la Herbertstrasse, con sus planchas metálicas pintadas de rojo.
Fabel se fijó al pasar en un hombre alto de pelo gris, envuelto en un largo abrigo azul oscuro, que se colaba apresuradamente entre las planchas. Todo su aspecto hablaba de una persona respetable y acomodada. Fabel se imaginó la vida de ese desconocido: una esposa confiada en casa, hijos; nietos, probablemente. Quizás era una figura ilustre incluso, un hombre admirado. De ahí tal vez que su modo furtivo de deslizarse en los bajos fondos le resultara a Fabel del todo deprimente.
Caminaron por Erichstrasse, pasando frente a algún que otro escaparate iluminado y haciendo caso omiso de los golpecitos en el cristal y los gestos invitadores de las prostitutas.
—Ah… —Werner suspiró, sarcástico—. El canto de la sirena para un polvo de pie en un par de minutos. ¿Se le ha pasado alguna vez por la cabeza…? —Señaló con el pulgar el escaparate que acababan de dejar atrás.
—¿Bromeas, no? —dijo Fabel.
—Algunos hombres, mejor dicho un montón, lo hacen sistemáticamente. Sexo sin complicaciones, supongo.
—A menos que consideres una complicación pillar una enfermedad venérea. No soporto que pinten la Reeperbahn como un lugar «atrevido pero bonito», una atracción turística. La verdad es que es barato, desagradable y sórdido.
—De acuerdo. Pero aquí está. Y no va a desaparecer.
—Todo el mundo repite siempre lo mismo —dijo Fabel—. Pero yo no estoy tan seguro, Werner.
Al llegar al lugar del crimen vieron que había aún dos agentes de guardia y un técnico forense con mono blanco examinando la zona. Fabel sacó su identificación de la Polizei de Hamburgo y uno de los hombres levantó entonces la cinta del perímetro.
—¿Hay alguna parte donde no quiera que pisemos? —preguntó Fabel al forense.
El técnico se puso de pie y Fabel vio que era Astrid Bremer. Este había reemplazado dos años atrás a Frank Grueber como suplente de Holger Brauner. La capucha del mono le tapaba el pelo y el borde elástico le ceñía el óvalo de la cara, convirtiéndola en una máscara preciosa, casi infantil.
—No —dijo—. No hay problema. Hemos terminado el examen de la zona hace una hora.
—¿Y por qué sigues aquí? —preguntó Werner.
Astrid se encogió de hombros.
—Mi madre siempre decía que yo era una niña testaruda. He pensado que se nos escapaba algo y esto me ha puesto nerviosa.
—¿Y se te escapaba algo? —preguntó Fabel.
—La asesina sabía lo que se hacía —dijo Astrid—, pero es muy difícil para cualquiera no dejar ni rastro de su presencia. Yo diría que se ha ocultado entre las sombras ahí atrás, junto al árbol. No hemos conseguido una huella completa, pero el tacón de su bota se ha hundido en la tierra, al pie del árbol. De ahí podríamos sacar una aproximación de su peso. Ello me ha hecho pensar en su estatura. Solo hay ciento cuarenta y dos centímetros de espacio entre el pie del árbol y las primeras ramas; a menos que sea una enana, habrá tenido que agacharse para poder esconderse sin enredarse con ellas.
Astrid le tendió sonriendo una bolsita de pruebas de plástico. A Fabel le pareció vacía hasta que se volvió hacia la calle y la alzó contra la luz de una farola.
—Una sola hebra —dijo Astrid—. Quizá no tenga que ver con el asesinato, pero dado el lugar donde la he encontrado me parece bastante improbable. Yo diría que la asesina es rubia. Y tenemos su ADN.