La estructura de Hamburgo era única. La textura misma de la ciudad parecía urdida con ladrillo rojo. De hecho, se decía que los artesanos que habían erigido edificios como aquellos no los habían construido, sino tejido con ladrillo.
Martina Schilmann levantó la vista hacia la estrecha fachada de ladrillo de Davidwache, la comisaría de policía más famosa de Alemania. Se alzaba en el corazón de Sankt Pauli, el barrio rojo de Hamburgo, y además de ser una comisaría en pleno funcionamiento era un monumento nacional protegido por el Estado. Martina había pasado allí seis de sus quince años en la Polizei de Hamburgo, luego había cambiado de destino, había ascendido y, finalmente, se había retirado.
Mientras permanecía allí, en el ambiente frío y húmedo de la noche, aguardando a que una celebridad británica de segunda saciara la lasciva curiosidad que le inspiraba la Reeperbahn, la llamada «calle del pecado», se preguntó por qué lo había dejado. Había sido una figura en alza en la Polizei de Hamburgo, pero quería más, y montar su propia empresa había sido su manera de conseguirlo. Ahora, a los cuarenta años, lo tenía todo: dinero, prestigio, éxito. En ese momento, sin embargo, mientras contemplaba la fachada de ladrillo de Davidwache, le vinieron a la memoria los seis años que había pasado allí. Una época magnífica. Un equipo magnífico.
Martina se ajustó el auricular de la radio TETRA disimulada en su oído y apretó el transmisor PTT del micrófono que llevaba en la solapa.
—¿Dónde demonios está?
—No sé, jefa. Estoy en Gerhardstrasse —respondió Lorenz, el subordinado de Martina, con su marcado acento sajón—. Se ha metido en Herbertstrasse y aún no ha salido.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no has ido con él? Te he dicho que no lo perdieras de vista.
No pudo disimular su frustración. Rodeó con pasó enérgico el flanco de Davidwache y cruzó la Davidstrasse hasta la entrada de Herbertstrasse. No pudo seguir adelante: una mampara de planchas de metal tapaba la vista, aunque permitía el acceso disimulado a la calleja. Es decir, lo permitía siempre que no fueras una mujer o un hombre menor de dieciocho años. Aquellos ochenta metros estaban vedados a las mujeres de Hamburgo, exceptuando a las prostitutas que trabajaban allí, en la Herbertstrasse, sentadas tras las puertas de cristal e iluminadas como trozos de carne en el escaparate de una carnicería. Había sido el gobierno de Hamburgo quien había costeado la construcción de mamparas metálicas a ambos extremos de la calle, pero la prohibición de entrada a las mujeres no la habían impuesto las autoridades, sino las propias prostitutas. Cualquiera de las que osara adentrarse en ese tramo tenía muchas posibilidades de que le acabaran tirando agua, cerveza e incluso orina por la cabeza.
—Me ha dicho que le esperase fuera. —Lorenz sonaba quejumbroso en la radio—. Que quería echar un vistazo por su cuenta. Ya sabe cómo son estos malditos famosos. Se creen que todo es un juego.
—Mierda. —Martina miró el reloj. El británico llevaba en la Herbertstrasse veinte minutos, lo cual significaba que se había ido con alguna chica—. Lorenz, entra y mira a ver si lo encuentras.
—Pero si está…
—Haz lo que te digo.
Fue entonces cuando Martina oyó gritar a una mujer. Al fondo, por detrás de Herbertstrasse.