—Espero que haya dormido bien —dijo Fabel, tomando asiento frente a Wiegand. La verdad era que el multimillonario parecía tan fresco como si hubiera pasado la noche en el hotel Vier Jahreszeiten. El personal de Korn-Pharos le había traído una muda completa de ropa. Amelie Harmsen parecía igualmente impecable y serena.
—El alojamiento era soportable —afirmó Wiegand—. Pero permítame que lo exprese así: tengo la intención de abandonarlo hoy mismo. Antes de una hora, para ser exactos. Y le aseguro que mi estancia aquí va a resultar muy cara. Para la Polizei de Hamburgo, desde luego.
—Yo en su lugar, no contaría con ello —contestó Fabel, sonriendo.
Werner Meyer y Nicola Brüggemann entraron entonces y se sentaron a uno y otro lado de Fabel. Werner tenía un montón de periódicos, que dejó en el suelo junto a su silla.
—Veo que hoy vienen en manada, Hauptkommisar —apuntó Harmsen.
—¿Eh? No, no, en realidad, no. Pero es que este es el momento cumbre. —Fabel señaló la cámara montada en lo alto, en un rincón de la habitación—. Debo decirle que el resto de mi equipo está en la habitación contigua, mirándonos a través de los monitores. Nadie quiere perderse este instante.
Wiegand mantenía un aire indescifrable. En cambio, el comisario jefe notó que Harmsen no las tenía todas consigo, aunque se apresuró a eliminar de su expresión el menor atisbo de inquietud.
—Si lo que insinúa es que ha encontrado en el edificio Pharos pruebas de algún delito —dijo el vicepresidente—, no me cabe duda de que se está marcando un farol.
Fabel sonrió de nuevo y replicó:
—Parece estar muy seguro, ¿verdad? Mi error ha sido olvidar que hoy en día vivimos en un mundo donde todo cuanto hacemos, cada comunicación que establecemos, produce una serie de ondas a lo largo de este océano de ruido electrónico. Por ejemplo, los preparativos de la redada de ayer en el edificio Pharos. O la redada en el piso franco de los Guardianes de Gaia. Sí, estoy seguro de que nosotros provocamos las ondas suficientes para que usted estuviera advertido de antemano y pudiera llevarse de allí algún que otro equipo informático.
—Si lo que dice es cierto, quiere decir que no ha hallado ninguna prueba. Claro que nunca la hubo. Pero supongamos que existió alguna: me parece que la única manera de llegar a ella sería viajar hacia atrás en el tiempo… —El vicepresidente de Pharos sonrió, satisfecho de sí mismo. A Fabel le entraron ganas de borrarle la sonrisa de un puñetazo. Optó por sonreír a su vez.
—La premisa básica de su secta… —empezó diciendo.
—El Proyecto Pharos no es una secta, Herr Fabel. Me ofende el uso de esa palabra.
—La premisa básica de su organización me parece intrigante. Y al frente de ella se encuentra el misterioso Dominik Korn. Ayer le hice una llamada, por cierto.
Wiegand soltó un bufido y preguntó:
—¿Y qué le dijo, Herr Fabel?
—Nada. Se negó a hablar conmigo. Aunque, por otro lado, usted ya lo sabía. Simplemente pensé que, dados todos los problemas que está usted sufriendo en Alemania, mister Korn estaría tal vez interesado en hablar conmigo. Pero… —Se encogió de hombros—. Lo que me interesa especialmente del Proyecto Pharos es su sistema central de creencias —prosiguió—. Esa idea de que la singularidad, la «consolidación» como ustedes la llaman, será la salvación del medio ambiente. Yo no sabía que había muchísimas teorías similares en el mundo de la ciencia. Es decir, que algunos físicos cuánticos creen que todo «esto» podría ser una simulación, que la realidad está en algún punto lejano de los confines del universo. Si me pregunta mi opinión, toda esa singularidad, o punto omega, o consolidación, o como quiera llamarlo, son sandeces. Pero hay personas por ahí, seres vulnerables, incluso con trastornos mentales, que desean desesperadamente creer en ello. No es muy distinto de la promesa de vida eterna que la religión ha pregonado durante milenios. La gente quiere encontrar alguna justificación, convencerse de que la vida que lleva y que odia con toda su alma no es lo único que existe: creer que les está esperando un gran verdad que la transformará radicalmente. En su caso, se trata de una verdad basada en la pseudociencia y la filosofía barata. Demasiada ciencia ficción y muy poco sentido común.
—Todo el mundo tiene derecho a su propia opinión —dijo Peter Wiegand—. Pero le diré una cosa, y es la verdad: yo creo que nosotros estamos entrando en la siguiente etapa de la evolución humana y que nosotros mismos dirigiremos esa evolución en lugar de hacerlo la naturaleza. ¿Se ha parado a pensar en lo deprisa que están cambiando las cosas, Fabel? Quiero decir, ¿recuerda cuando era un adolescente, por ejemplo? Piense en los saltos descomunales hacia delante que hemos dado en este tiempo: más que en todo el resto de la historia de la humanidad. Esto es la «gran aceleración», comisario. Piense en las diferencias en tecnología y crecimiento demográfico entre, digamos, los años 1200 y 1500. Apenas un ínfimo avance en trescientos años. Y luego piense en los cambios inmensos producidos entre 1800 y 1900, cuando la Revolución industrial lo cambió todo en nuestro modo de vivir. Pero fíjese en el siglo veinte, en los increíbles avances tecnológicos, la explosión demográfica… Y luego piense también en el período comprendido entre 1975 y la actualidad: es un cambio increíble. Cada vez más y más rápido. Tecnología cibernética, genética, nanotecnología, femtotecnología… Inclusive nuestra idea básica de cómo funciona el universo que nos rodea: ahora estamos logrando en una década lo mismo que antes nos costaba un siglo. Pronto ese período se acortará y pasará a ser de cinco años, de uno… La «gran aceleración», como he dicho.
—Déjeme adivinarlo: ahora me dirá que solamente el Proyecto Pharos discierne las consecuencias de ello —replicó Fabel—, y que solamente se puede confiar en ustedes para llevar a la humanidad hacia la dirección correcta. Y si ello implica hostigar a todo el que critique o abandone su secta, infiltrarse en los cuerpos del Estado, o cometer asesinatos a sangre fría…, bueno, está todo justificado, ¿no es así?
—Nosotros no cometemos asesinatos. Somos un grupo pacífico. —El tono de Wiegand seguía siendo controlado, sereno—. Pero sí, a veces casi parece como si todos los demás estuvieran ciegos ante lo que sucede. Como especie, nos estamos desplazando hacia algo. Hacia nuestro destino. Pero hay muchas probabilidades de que previamente a que lleguemos a ese punto, seamos destruidos por el daño que causamos al medio ambiente.
—Y si conseguimos llegar ahí, ¿qué nos reserva ese mundo feliz que ustedes predican?
—Llegará un momento, y llegará pronto, en el cual construiremos máquinas inteligentes y conscientes de sí mismas, capaces de «acelerar la aceleración». Una tecnología que usted no puede ni imaginarse. La nanotecnología y la femtotecnología nos permitirán construir ordenadores de una potencia inconcebible a una escala microscópica: ordenadores construidos molécula a molécula. Y la nueva ciencia de la ingeniería genética ha dado lugar ya a la creación de la primera vida puramente artificial… Los ordenadores del futuro quizá sean tan orgánicos como nosotros. Es nuestra única esperanza: desconectarnos del medio ambiente y usar la tecnología para ofrecer un nivel superior de existencia, de conciencia. Parece que usted opina que yo no creo en lo que el Proyecto Pharos representa. Pues bien, se equivoca. Lo creo todo. Creo que es el futuro de la humanidad.
El comisario jefe miró a Harmsen, que ahora mantenía la vista fija en la mesa, y dijo:
—Pero usted no quiere salvar a la humanidad, Wiegand. Usted quiere salvar a unos pocos escogidos. No es más que otro niño rico con un complejo mesiánico. La gente adinerada como usted llega a estar tan alejada de la vida que llevan los demás mortales, que acaba totalmente desconectada de la realidad. Dios sabe que comprendo cómo afectarían todos estos planes a una persona como el pobre mister Korn, varado en aguas internacionales en su yate de lujo, enchufado a todo tipo de aparatos simplemente para mantenerlo vivo. Pero de lo que usted está hablando no es de una humanidad «potenciada». No es ni siquiera la humanidad. Es menos que eso: es un empobrecimiento.
—Usted es un hombre de intelecto limitado, Fabel. Y de menos imaginación aún. No tengo interés en prolongar esta conversación. —Wiegand hizo un amago de levantarse, pero Werner le puso una persuasiva mano en el hombro.
—No va usted a ninguna parte, vicepresidente —lo atajó Fabel.
—Entonces considero que debe formular alguna acusación en concreto —dijo Harmsen. Fabel percibía que la abogada estaba arrepintiéndose de no haberse limitado a representar a actrices de televisión víctimas de operaciones chapuceras de estética.
—¿Cree usted en la otra vida? —le preguntó Fabel a Wiegand en tono informal—. ¿Sabe que un tal Nikolai Fyodorov, allá en el siglo diecinueve, predijo que desarrollaríamos una capacidad computacional de tal magnitud que podríamos devolver prácticamente a cualquiera a la vida?
—Sí, lo sé.
El comisario puso entonces un lápiz de memoria sobre la mesa.
—¿Sabe?, yo creo que hay alguien vivo aquí dentro. Sí, en este pedazo de plástico y silicio. —Se calló. Ni Wiegand ni Harmsen dijeron nada, pero la mirada fría y dura del multimillonario se mantuvo fija en el lápiz USB.
—La persona viva que está ahí dentro era un gran hombre en el mundo real. Así tal cual. Según el patólogo, pesaba ciento ochenta kilos. Se llamaba Roman Kraxner y era un individuo profundamente problemático, como otra persona que conocí hace poco: Niels Freese. Pero su problema capital es que era un genio. Y su peculiar talento estaba relacionado con la informática. ¿Le suena su nombre, Herr Wiegand?
—No, no me suena.
—Es raro, porque creo que usted ordenó que lo mataran. O tal vez usted no sabía su nombre, pero sí sabía que era la persona que tenía el móvil de Meliha Yazar. Y quienquiera que lo tuviese en su poder debía morir, ¿no es así? De todas formas, Roman Kraxner vivía más en el mundo virtual que en este. Y debo reconocer que, si hubiera sobrevivido, nos habría gustado hablar con él sobre ciertas transacciones que había efectuado, así como sobre el virus Klabautermann, que, según opinamos ahora, fue una creación de Herr Kraxner. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa—. Tenía razón, Wiegand. Yo no puedo retroceder en el tiempo para recuperar los archivos comprometedores que usted guardaba en sus ordenadores y en su centro codificado de datos. Todo ese alboroto y ese espectáculo…, la redada, quiero decir. Reconozco que es todo muy tosco. Ahora bien, Roman era diferente. Él era una torpe mole humana en nuestro mundo real, pero sabía moverse con sigilo y elegancia a través de las redes, los sistemas y las barreras de control de acceso. Él hizo una visita al Pharos, ¿sabe? Están ustedes muy orgullosos de su tecnología y sus conocimientos, pero comparados con Roman, son meros aficionados. Ese hombre rebasó su sistema de seguridad y fue copiando un archivo tras otro, un documento inculpatorio tras otro.
La sonrisa de Wiegand se tornó despreciativa. El vicepresidente preguntó:
—Inculpatorio, ¿para quién? Si alguien del Proyecto Pharos ha infringido la ley, lo condeno sin reservas. Pero va a necesitar mucha suerte si supone que puede culparme de nada personalmente.
—Sí, reconozco que quizá resulte difícil. Pero podemos hacer un buen intento, y yo cuento aquí con las pruebas suficientes para formular una acusación. Ah, por cierto, se me olvidaba: Roman envió copias de esto a todos los periódicos y cadenas de televisión importantes y, naturalmente, a una docena de páginas de Internet. Supongo que ahora mismo, mientras hablamos, la noticia ya circula por todo el mundo. El Proyecto Pharos está acabado.
—Lo dudo mucho —masculló Wiegand—. Y como le digo, podemos hacernos todos viejos antes de que usted saque las pruebas suficientes de este chisme —señaló el lápiz de memoria—, para poder llevarme siquiera de visita a una prisión.
—Tal vez sea así —respondió Fabel. Entonces abrió la carpeta otra vez y puso un libro de bolsillo en la mesa junto al lápiz USB. El ejemplar de El juez y su verdugo, de Friedrich Dürrenmatt, que habían encontrado junto a la cama de Meliha Yazar—. ¿Ha leído este libro? —preguntó Fabel.
Wiegand no le hizo el menor caso.
—Es uno de mis favoritos —afirmó el comisario—. Toda una filosofía para un policía. La cuestión es esta: si no puedes llevar ante la justicia a un criminal por el crimen que ha cometido, ¿es moral que sea castigado por un crimen que no ha cometido?
—Una vez más, Herr Fabel —protestó Harmsen—, ¿podría concretar a dónde quiere ir a parar?
—Me equivocaba por completo ayer, ¿verdad? Yo estaba seguro de saber lo que Meliha Yazar había descubierto —continuó Fabel—. Pero lo entendí todo mal. Bueno, no todo… Acertaba al decir que ella averiguó que Föttinger era el Asesino de la Red. Pero por muy grave que esto fuera (potencialmente, demoledor para el proyecto), no era el gran secreto que esa joven había descubierto, ¿verdad, Wiegand?
Este permaneció de brazos cruzados y ofreciendo una dura expresión.
—No la mataron a causa del asunto Föttinger, o al menos, esa no fue la razón fundamental. Usted decidió que Daniel Föttinger debía morir porque sus actividades, tarde o temprano, acabarían repercutiendo negativamente en el proyecto. Usted ordenó que Meliha Yazar y Müller-Voigt fueran asesinados porque imaginaba que sabían demasiado. Pero el secreto por el que ambos tenían que morir no era lo de Föttinger. No, era un secreto mucho más grave: uno que usted debía impedir por todos los medios que saliera a la luz. Estaba tan paranoico al respecto que interceptó mis comunicaciones y trató de apartarme de la investigación; y como eso no funcionó, arregló las cosas para que me diera una buena zambullida en el Elba. Usted, seguramente, intuía que Müller-Voigt no sabía nada concreto, pero temía que me hubiera transmitido alguna información que pudiera conducirme a la verdad, tal vez sin que ninguno de los dos fuéramos conscientes en aquel momento.
—¿Qué secreto? —preguntó Harmsen. Wiegand continuó callado. Su expresión era pétrea.
—Todas esas chorradas que usted suelta me dieron que pensar…, y fueron el motivo de que me preguntara si es posible que una persona exista siendo una suma de datos…, cibernéticamente, pero no físicamente. Es decir, que esa persona no tenga una conciencia real, ni que exista en realidad, pero sí que parezca que exista para los demás cuando, de hecho, no existe.
Fabel cogió el lápiz de memoria y le dio vueltas entre los dedos mientras lo contemplaba con aire pensativo. Y añadió:
—Lo curioso de las sectas es que, por muy distintas que sean sus creencias esenciales, o por muy distantes que sean los lugares donde operan, todas poseen rasgos comunes. Y el rasgo número uno de esa lista es que siempre tienen algún líder carismático. Una figura icónica inspiradora. Y nadie encaja mejor en la retorcida filosofía del Proyecto Pharos que Dominik Korn. Al fin y al cabo, él está a medio camino de la «consolidación», pues es una persona que depende por completo de los medios tecnológicos para seguir existiendo. A lo cual se añade su heroica supervivencia a un trágico accidente en las profundidades del océano…
—Créame, Fabel —dijo Wiegand—, Dominik Korn posee una inteligencia y una fuerza de voluntad que alguien como usted no puede ni siquiera imaginar.
—¿Ah, sí? —Fabel volvió a dejar el lápiz de memoria. Se incorporó a medias y, colocando las palmas de las manos sobre la mesa, acercó el rostro al de Wiegand—. Yo sé cuál es el secreto, Wiegand. Sé cuál es la verdadera razón de que toda esa gente tuviera que morir.
—¿Cuál? —preguntó Harmsen en voz baja. Wiegand no dijo una palabra.
—¿Tenía usted conocimiento, Frau Harmsen, de que Meliha Yazar descubrió que Dominik Korn realmente era, después de todo, su «Atatürk del ecologismo»; que él no había adoptado esas estrambóticas ideas sobre la «consolidación» y que su voluntad y sus instrucciones para el futuro de la corporación Korn-Pharos y del Proyecto Pharos han sido tergiversadas por Herr Wiegand?
—¿Qué quiere decir? —preguntó la abogada—, ¿que Herr Wiegand está reteniendo a Dominik Korn contra su voluntad y obligándolo a acatar lo que él decide?
—No, no. Verá, ese es el gran secreto, la gran mentira que anida en el corazón del Proyecto Pharos. No hay ningún inválido en silla de ruedas navegando en su yate de lujo. No hay reuniones de alto nivel junto a su lecho con los vicepresidentes de Korn-Pharos. No hay ninguna fuente primordial de la filosofía de Pharos. —El comisario en jefe clavó su mirada en Wiegand—: No hay ningún Dominik Korn.
—No dice usted más que tonterías, Fabel —aseguró Wiegand, aunque sin el menor atisbo de ira.
—Dominik Korn está muerto, y yo diría que lleva muerto casi quince años. Creo que sobrevivió al accidente, pero no mucho tiempo, y que murió antes de que Herr Wiegand hubiera podido manipular todos los documentos que había dejado. Mire, Frau Harmsen, Korn advirtió la codicia y la megalomanía de este hombre, de quien sospechaba que había desviado fondos del proyecto, y tras el accidente, llegó a la convicción de que su colaborador había saboteado el Pharos Uno para hacerse con el control absoluto de la corporación. En los meses siguientes al accidente —el tiempo que sobrevivió—, Korn se encargó de que Wiegand fuera excluido de la organización. Naturalmente, Herr Wiegand podría haber emprendido acciones legales; pero, a fin de cuentas, la corporación Korn-Pharos era cosa de un solo hombre: Dominik Korn. Así pues, cuando sucumbió a las secuelas del accidente, Korn fue reinventado como una persona virtual: un falso líder para una secta imbuida de falsas ideas. Como parecía que Korn llevaba una vida recluida y como sus declaraciones, generadas por usted, se volvían cada vez más extravagantes, a nadie le extrañó que se convirtiera en una figura remota, en un recluso al que solo tenía acceso un círculo íntimo de colaboradores. Y, fíjese qué sorpresa, él le otorgó a usted unos poderes legales casi absolutos.
El vicepresidente se echó a reír.
—¿Sabe una cosa, Fabel? Se va a pasar la vida tratando de demostrar todo esto ante un tribunal. Contenga lo que contenga ese chisme… —señaló burlonamente el lápiz de memoria—… no tiene usted documentos originales ni testimonios. En cuanto a los demás asesinatos, me apena descubrir que Bädorf, un empleado de confianza, haya resultado ser un psicópata y que haya utilizado la Oficina de Consolidación y Objetivos para sus propios fines. Nunca podrá demostrar que yo tuve la menor relación con todo ello. ¿Y qué puedo decirle respecto al accidente de Dominik? Eso queda fuera de su jurisdicción. Lo mismo que el propio Dominik, si vamos a eso. —Wiegand se levantó con actitud y mirada desafiantes—. Y créame, nunca jamás podrá demostrar que Dominik no existe.
—Cierto —admitió Fabel—. Por eso tiene libertad para marcharse. Pero hay unas personas que lo esperan abajo. Han viajado esta noche desde la embajada de Estados Unidos en Berlín. Creo que uno de ellos es del departamento de Estado, y la otra es una joven dama del FBI. Después de todo, Dominik Korn es, o más bien era, un ciudadano americano. Y le aseguro que están deseosos de hablar con usted del paradero de mister Korn. Creo que traen una orden judicial de hábeas corpus.
El vicepresidente del Proyecto Pharos miró fijamente a Fabel sin saber qué decir.
—Ya lo ve —dijo el comisario jefe, tamborileando con los dedos sobre el ejemplar de El juez y su verdugo—, quizá yo no pueda probar que Dominik Korn no existe. Pero espero, por su bien, que usted pueda demostrar que existe.