Fabel levantó la vista hacia el cielo de las siete de la mañana. Había sido como esperar la entrega de un paquete retrasado, pero ahí estaba, por fin, el signo inequívoco de que había llegado la primavera. Era una mañana cálida y soleada, y el cielo estaba totalmente despejado.
—Fantástico, ¿no? —dijo Anna.
—Ya era hora. —Fabel se ajustó las correas del chaleco antibalas en los costados—. ¿Todos listos?
Los miembros de su equipo asintieron: Anna, Werner, Henk, Dirk y Thomas. Nicola Brüggemann estaba forcejeando con el chaleco.
—¿Soy la única persona de la Polizei de Hamburgo con TE-TAS…? —dijo gritando la última palabra hacia el jefe de la unidad MEK que le había proporcionado el chaleco. Luego, dirigiéndose a Fabel, añadió—: Esto obviamente ha sido diseñado por un hombre. —Tras un poco más de forcejeo y maldiciones, consiguió ajustarse el chaleco antibalas.
Además del equipo de la brigada, contaban con una unidad de ocho comandos especiales del MEK, con Fabian Menke y dos hombres más de la BfV. Detrás de los coches había un furgón para detenidos con tres policías uniformados. Habían aparcado todos los vehículos a la vuelta de la esquina de la casa okupa, pero Fabel se decía que deberían moverse deprisa. Aun a esa hora de la mañana, la noticia de la presencia de la policía en el Schanzenviertel se propagaría rápidamente.
—¿Algún movimiento? —le preguntó al jefe del equipo. Habían mantenido frente a la casa una unidad de vigilancia encubierta desde que Niels Freese se había arrojado del Köhlbrandbrücke la tarde anterior. Fabel había conseguido que el suceso no trascendiera a la prensa, pese a la interrupción del tráfico y al gran contingente policial desplegado en el puente. Había un acuerdo extraoficial con la prensa para minimizar los suicidios desde el Köhlbrandbrücke, e impedir que se convirtiera en un punto aún más popular donde cometer suicidio.
—Casi nada. Una mujer ha llegado hace cosa de media hora y ha abierto ella misma. Cosa rara, iba elegantemente vestida; no era el tipo de mujer que relacionarías con esa pandilla.
—¿Ha salido ya? —preguntó Fabel.
—No; sigue ahí.
—¿Tenemos todos claro lo que hemos de hacer? —preguntó el comisario jefe. Más gestos de asentimiento.
—No deberíamos encontrar muchas dificultades —aventuró Menke—. Por ahora los Guardianes se han limitado a protestar. No hay motivo para creer que tengan armas. Pero, dado el radicalismo que han demostrado últimamente, es mejor asegurarse.
Fabel asintió y, dirigiéndose a todo el equipo, dijo:
—Muy bien. En cuanto entremos, detenemos a todos los ocupantes. Los ponemos boca abajo, los esposamos, los cacheamos, y después hay que montar una cadena para trasladarlos al furgón. Ya habéis visto todos la fotografía de Jens Markull. Es nuestro fundamental objetivo: el vínculo entre Niels Freese y quien ordenó la muerte de Daniel Föttinger. Nicola, llévate a Thomas y Dirk, rodea el edificio y entra por detrás con un par de agentes MEK. Los demás entraremos por la puerta principal. Anna, tú te quedas con los agentes del furgón.
—¿Me toma el pelo?
—No le tomo el pelo a nadie, comisaria Wolff. Le he asignado un puesto.
—Jan, no van a dispararme otra vez. Y desde luego no van a dispararme en semejante sitio. Lo máximo que van a hacer esos idiotas es apedrearnos con lentejas.
—Anna, haz lo que te digo.
—De acuerdo —dijo ella con aire resignado.
—Recordadlo, quiero que salga todo el mundo lo más aprisa posible —indicó Fabel, dirigiéndose de nuevo al equipo y repasando lo que ya había explicado en la sesión informativa—. No me interesan tanto ellos mismos como las pruebas de las que podamos incautarnos. Puesto que Freese se arrojó al río, necesitamos hallar alguna prueba que relacione a los Guardianes y el Proyecto Pharos con el asesinato de Daniel Föttinger. No permitáis que nadie borre datos o destruya documentos. Y no olvidéis que Jens Markull tiene prioridad sobre los demás.
Menke le había explicado a Fabel que, normalmente, había en la casa alguien de vigilancia, así que decidieron no acercarse a pie. En cuanto Fabel dio la señal por radio, todos los vehículos doblaron la esquina y se detuvieron frente al edificio. El furgón para detenidos los siguió unos segundos más tarde: el tiempo suficiente para que los agentes salieran disparados de los coches y corrieran hacia la puerta, encabezados por los hombres del MEK. Dos de ellos llevaban ariete, y la puerta de madera, aunque maciza, cedió con sorprendente facilidad.
Fabel siguió a los comandos de uniforme negro hacia el interior de la casa, gritando: «¡Polizei de Hamburgo!». Oyó un estruendo de madera astillada en la parte trasera y dedujo que el otro equipo ya había ganado acceso al edificio. En la planta baja había cuatro habitaciones mugrientas. Ningún vigilante; solamente tres hombres y una mujer durmiendo, a los que despertaron y levantaron bruscamente, y esposaron de inmediato. Se los veía sucios, desnutridos, abrumados por la inesperada violencia de la redada. Fabel observó con rapidez las caras: demasiado jóvenes para ser Jens Markull.
—¿Dónde está Markull? —le gritó a la chica, quien respondió escupiéndole.
Se oyó ruido arriba.
—Henk, ven conmigo. Tú también —le dijo Fabel a uno de los agentes MEK. Subieron la escalera de tres en tres. Arriba había cuatro habitaciones más. Le hizo una seña a Henk, y este y el comando abrieron a patadas la puerta más cercana al rellano. Nada. Otro ruido.
—¡Aquí! —gritó Fabel, y también abrió de una patada la segunda puerta.
Tardó menos de un segundo en abarcar la habitación con la vista, pero su cerebro no consiguió procesar toda la información en ese lapso. Esa habitación no parecía formar parte de la casa. Estaba inmaculadamente limpia y contenía una serie de equipos informáticos de aspecto muy caro que llenaban el ambiente de un ligero zumbido. Las ventanas habían sido tapiadas por completo con tablones, pero la habitación estaba profusamente iluminada. Fabel reconoció en el acto a Jens Markull. Se hallaba sentado tras un gran escritorio y lo miraba a él directamente, pero era obvio que el activista ya no podía ver a nadie. Tenía un lado del cráneo aplastado y el pelo, cubierto de sangre y masa encefálica. Parecía que lo hubieran matado y colocado luego en la silla.
Y en el centro de la habitación, había una mujer. Fabel la reconoció también en el acto. Llevaba exactamente el mismo traje de chaqueta de color gris que aquella noche cuando se le había acercado en el muelle y le había mostrado el documento de una mujer que ya estaba muerta.
—¡No se mueva de ahí! —Fabel la apuntó con su SIG-Sauer, pero no percibió en su expresión el menor signo de alarma, violencia o temor. Ella permaneció sencillamente en el centro de la habitación, mirándolo con unos ojos casi tan muertos como los de Markull. Tenía algo en la mano, pero no se trataba de una pistola. Era algo más pequeño. Como un mando a distancia.
Fabel percibía que el agente MEK estaba justo detrás de él. Y entonces, inesperadamente, el comando lo agarró del cuello del chaleco y lo obligó a retroceder hacia el rellano. Estaba a punto de protestar, pero oyó que el agente gritaba: «¡Bomba!» para alertar también a Henk y a cualquiera que anduviera cerca.
Habían bajado a trompicones la mitad de la escalera cuando el artefacto hizo explosión. El comisario sintió que le clavaban en los oídos algo afilado y ardiente y, al mismo tiempo, que el mundo desaparecía bajo sus pies.
Los tres —Fabel, Henk y el agente MEK— se desplomaron junto con la escalera destrozada hasta la planta baja. De súbito, el comisario tomó conciencia de que Werner se agachaba a su lado, y luego también Anna. Le parecía como si sonara un pitido junto a su oído y le faltaba el aliento. Pero aparte de eso, tanto él como los otros dos agentes parecían de una pieza.
—Gracias —le dijo al joven agente MEK cuando los ayudaron a los dos a ponerse de pie.
—Será mejor que salgamos —dijo el comando—. Podría haber otros artefactos. Hemos de llamar a la brigada de artificieros. Hay que obligar a todo el mundo a salir.
—Claro —contestó Fabel, aunque estaba seguro de que no habría ninguna otra bomba en la casa okupa. La que había estallado arriba bastaba para cumplir la misión que tenía encomendada: destruir todos los equipos informáticos y los datos almacenados en ellos.
Mientras salían, Fabel no podía quitarse de la cabeza la cara de la joven que había activado el artefacto. Ella no había ido allí para encontrar la muerte.
—Retiro el chiste de las lentejas —dijo Anna cuando estuvieron a cierta distancia de la casa. Una columna de humo negro se alzaba desde la planta superior. El comisario dedujo que la bomba tenía un componente incendiario—. ¿Seguro que está bien?
—Haré que me echen un vistazo.
—¡Por Dios, Jan! —exclamó Anna—. Una bomba suicida. Esta gente es tan peligrosa como los islamistas radicales.
—No estaba previsto que fuera una bomba suicida, Anna. Esa mujer era la misma que me salió al encuentro en el muelle. Ella no tenía por qué morir. Estaba ahí para cerrarle el pico a Markull, permanentemente…, y destruir las pruebas. Luego tenía que salir y detonar la bomba desde lejos. —Se tocó el oído y se miró los dedos. No tenía sangre. El tímpano estaba intacto. Entonces le comentó:
—Deberías haber visto los equipos informáticos que había en esa habitación. Una organización de mierda como los Guardianes de Gaia no podría permitirse nada parecido. Markull tenía a alguien detrás, y ese alguien estaba cortando el vínculo por lo sano. Yo diría que esa mujer le ha machacado la cabeza y luego lo ha colocado en la silla para que pareciera que las heridas se debían a la explosión. De este modo daría la impresión de que los Guardianes de Gaia, cada vez más radicalizados, habían empezado a fabricar bombas, y que Markull había cometido una torpeza al montar un artefacto. —Contempló un momento el edificio en llamas, y con tono duro y resuelto, ordenó:
—Reúne al equipo. No vamos a permitir que esto nos detenga.
—¿Seguimos con el plan? —preguntó Werner.
—Sí. Ahora mismo vamos al edificio Pharos.
Fabel sabía perfectamente que los divisarían con mucha antelación. No había más que dos maneras de acercarse al Pharos: por el río o por la orilla. En ambos casos, no había modo de ponerse a cubierto, por lo que la comitiva sería identificada a medio kilómetro de distancia. En esta redada, la rapidez lo era todo; cada segundo malgastado implicaría perder más datos, y contar, por tanto, con menos pruebas que aportar ante un tribunal.
El comisario en jefe había aleccionado una y otra vez a sus colaboradores. Pero ya habían pasado cinco valiosas horas desde el frustrado asalto a la casa okupa de los Guardianes de Gaia, y él temía que la gente de Pharos estuviera esperando también una redada policial. Sus hombres estaban respaldados por agentes MEK, tanto de la Polizei de Hamburgo como de la Polizei de Baja Sajonia. La Policía del Puerto dirigía el asalto desde el agua. Fabel no tenía motivos para suponer que la policía encontrara resistencia, ni tampoco le constaba que los llamados consolidadores encargados de la seguridad estuvieran armados. A pesar de todo, como había señalado durante la reunión informativa, en la historia reciente abundaban los casos de sectas que acababan recurriendo al suicidio en masa. Y él no quería que la operación se convirtiera en un Waco alemán.
Menke estaba presente con el grupo de la BfV que había investigado el Proyecto Pharos, y Fabel había reclutado también a Kroeger y a otros agentes de la unidad de cibercrimen. Ellos habrían de sacar todos los datos que pudieran con la mayor celeridad. El comisario estaba convencido de que el Proyecto Pharos disponía de algún software autodestructivo para afrontar, precisamente, esa clase de emergencia.
Fabel, Werner y Brüggemann iban en la embarcación más destacada de la policía portuaria: un bote hinchable de casco rígido que avanzaba a toda velocidad por el río, alzando la proa por encima del agua y saltando sobre el ligero oleaje. La pequeña flotilla se mantenía pegada a la orilla para evitar que la divisaran durante el mayor tiempo posible.
—¿Te encuentras bien, Jan? —gritó Werner, superando el estruendo del motor. Fabel, encorvado y apretando la mandíbula, se aferraba a los costados del asiento.
—Estoy perfectamente. Pero el agua no es lo mío.
El edificio Pharos también resultaba impresionante desde el río. El bote describió una pequeña curva hacia el centro de la corriente y se deslizó entre dos columnas de sujeción (de las doce que había), y por debajo de la planta de Pharos que se proyectaba sobre el agua, en la que se encontraba, como bien sabía Fabel, la oficina de Peter Wiegand.
Había un embarcadero en el centro, a la sombra del edificio. Dos consolidadores de traje gris observaron cómo se aproximaban los botes de la policía. Uno de ellos parecía estar hablando, pero no lo hacía con su compañero. Fabel dedujo que su llegada estaba siendo anunciada al edificio principal.
Cuando llegaron al embarcadero, recibió por radio un mensaje de Anna, avisándole de que el equipo que ella guiaba ya había cruzado la verja y se dirigía a la entrada.
Los agentes MEK ocuparon el lugar, pusieron a los consolidadores contra la pared y los cachearon por si llevaban armas. Nada.
—Esto no significa que los demás no estén armados —advirtió Fabel—. No corráis riesgos.
Una redada policial entraña una violencia contenida, un despliegue de fuerza destinado a dominar la situación e imponer el control. Para el peatón inocente sorprendido en medio de una redada, y para la mayoría de los delincuentes, constituye una experiencia traumática. Sin embargo, mientras recorrían el edificio a paso de marcha, reduciendo a cualquier consolidador con el que se tropezaban, Fabel notó que los demás miembros de la secta observaban su avance con absoluta pasividad. No había escenas de pánico. Y lo que más le preocupaba era que no se veía a nadie volcado sobre un monitor tratando desesperadamente de borrar datos.
Como la última vez que el comisario jefe había charlado con él, Peter Wiegand los estaba esperando en su oficina. Se hallaba sentado tras su enorme escritorio con estudiada calma. Su jefe de seguridad, Bädorf, permanecía de pie a su lado, con las manos entrelazadas, como un mayordomo aguardando instrucciones.
—Deduzco que quiere mantener esa charla que mencionó la última vez que estuvo aquí, Herr Fabel —dijo Wiegand con una sonrisita educada que indicaba que encontraba un tanto tedioso al comisario—. La que habíamos de mantener en su oficina…
Peter Wiegand se las arreglaba siempre para transmitir una sensación de autoridad: de que él era el dueño y señor del entorno inmediato, aun cuando ese entorno fuese la sala de interrogatorios del Präsidium de la Policía de Hamburgo. Estaba sentado con toda compostura, como de costumbre, y con un aspecto impecable. Esa pulcritud iba, en su caso, mucho más allá de la indumentaria: llevaba la barba cuidadosamente recortada, y el rasurado cráneo lo tenía irreprochablemente bruñido. Era un hombre más bien bajo y fornido, y no obstante, había una consistencia particular en él, una especie de eficiencia física en su modo de moverse.
Sentada junto a él, había una atractiva mujer de poco más de cuarenta años. Se había recogido el cabello, de un color rubio platino, en un moño, y llevaba un traje de chaqueta que, ciertamente, no contenía ni una hebra sintética y que probablemente, pensó Fabel, costaba más de lo que él ganaba en un mes. La había reconocido de inmediato: Amelie Harmsen no era el tipo de representante legal con la que él estaba acostumbrado a medirse. Era una de las abogadas más destacadas de la Ciudad Libre y Hanseática de Hamburgo, aunque mucho más conocida por ganar indemnizaciones por daños y perjuicios para sus famosos clientes que por defender casos criminales. Harmsen no era, desde luego, una adepta adoctrinada del Proyecto Pharos. Ella representaba a Wiegand como multimillonario, en lugar de como líder de una secta.
—Quiero saber cuánto tiempo pretende mantener detenido a mi cliente, comisario en jefe —dijo la mujer—. Y si tiene algo de que acusar a Herr Wiegand, me gustaría oírlo. Ahora.
—También me gustaría a mí, Herr Fabel —añadió Wiegand con su sempiterno deje de aburrido desinterés.
El comisario sonrió educadamente. Werner le dio una carpeta. Él la cogió, la puso sobre la mesa y empezó a hojear las páginas.
—¿Sabe?, estos documentos son muy interesantes —dijo en tono informal—. ¿Sabía que Daniel Föttinger estudió filosofía en la Universidad de Hamburgo?
—No, Herr Fabel. No lo sabía.
—¿De veras? Yo habría dicho que ustedes hablarían de estas cosas. Al fin y al cabo, el Proyecto Pharos se dedica de modo intensivo a la filosofía de la mente, ¿no es así?
Wiegand no dijo nada. Se limitó a sostenerle la mirada con frialdad y desdén.
—No le fue muy bien en sus estudios —continuó Fabel—. Por lo que hemos podido averiguar, tenía tendencia a quedarse estancado en un aspecto muy particular de la filosofía. Casi de un modo obsesivo. Le faltaba disciplina intelectual, por lo visto; carecía del rigor necesario; sus disertaciones eran consideradas entre sus profesores muy limitadas y escasamente documentadas… Mire esta, por ejemplo: se suponía que debía consistir en un análisis general de la teoría de las formas de Platón, pero acaba convirtiéndose en una divagación extremadamente prolija sobre la simulación platónica. —Continuó hojeando el documento—. Pero donde se pone interesante de verdad es al analizar el concepto de qualia. En fin, yo no soy filósofo, pero qualia significa para mí las experiencias sensoriales que tenemos del mundo, cómo percibimos nuestro medio ambiente.
—¿El aburrimiento entra en ese concepto, Herr Fabel? —inquirió Wiegand con hastío—. Tengo la esperanza de que pretenda llegar a alguna parte con todo esto.
—Bueno, digámoslo así: la personalidad de Daniel Föttinger, a mi modo de ver, se manifiesta claramente en estas páginas. La misión de la filosofía es, a fin de cuentas, darle sentido a la experiencia del mundo del individuo. Föttinger estaba interesado en un concepto en particular relacionado con qualia: el concepto del «zombi filosófico». Es decir: la idea, postulada en ciertos campos filosóficos, de que solo hay una minoría de personas en el mundo que sean reales; que algunas personas —la mayor parte de ellas, de hecho— no existen realmente en el sentido estricto de la palabra. Y reaccionan a los estímulos tal como podría esperarse: manifiestan sentimientos de pena, dolor, cólera, amor, pero no los experimentan realmente, porque no tienen una conciencia sensorial real.
—¿Conclusión? —preguntó la abogada de Wiegand.
—Simplemente, que resulta muy interesante que estas páginas indiquen que Daniel Föttinger estaba obsesionado con ese concepto. Ahora bien, he hablado con un montón de personas sobre Herr Föttinger, y he conseguido comprender un poco la naturaleza de su personalidad. Y debo decir que no resulta una personalidad muy agradable. Creo que, en su juventud, estaba obcecado con estas ideas porque encajaban a la perfección con su peculiar percepción del mundo.
—¿Qué clase de percepción? —preguntó Wiegand.
—La de que la gente no importaba realmente. Daniel Föttinger era una persona por completo desprovista de empatía: era incapaz de concebir que los demás tuvieran una conciencia de algún modo similar a la suya. —Fabel cerró la carpeta—. Föttinger era, sencillamente, un sociópata.
—¿Y eso qué tiene que ver con mi cliente? —cuestionó Harmsen.
—A eso voy. La sociopatía es un trastorno de la personalidad más corriente de lo que podría uno creer. Una personalidad levemente sociópata constituye con toda probabilidad una ventaja en el mundo corporativo: el «ejecutivo despiadado» es, con mucha frecuencia, una persona egocéntrica en grado sumo, totalmente ciega a los sentimientos de los demás. Daniel Föttinger era sin duda un ejecutivo de este tipo, como lo había sido antes su padre, por lo que he averiguado. Föttinger no debía de ser un candidato ideal para reclutarlo en el Proyecto, pero usted, Herr Wiegand, ya contaba con la esposa de ese personaje, una mujer con su propia fortuna personal, y necesitaba que la empresa del marido trabajara en plena sintonía con la corporación Korn-Pharos. No lo sé, pero creo probable que su intención, una vez que le hubiera lavado bien el cerebro a Daniel, era que Tecnologías Medioambientales Föttinger fuese absorbida por el imperio Korn.
—Sigo sin ver… —intentó decir la abogada de Wiegand.
—Sus técnicas de lavado de cerebro empezaron a funcionar en Föttinger, especialmente porque el concepto de un mundo virtual poblado de programas autoconscientes resultaba muy atractiva para las retorcidas ideas que él albergaba ya desde joven. Pero ese tipo no dejaba de constituir un engorro, ¿no es así, Herr Wiegand? Me imagino que su conducta se volvió cada vez más errática. También me imagino que usted consideró problemática la manera que él tenía de relacionarse con los miembros femeninos del grupo Korn-Pharos. —Fabel guardó silencio un momento—. Y bien, ¿qué tiene todo esto que ver con usted, Herr Wiegand? Se lo voy a decir: una joven activista del ecologismo y periodista de Internet, que se hacía llamar Meliha Yazar, logró infiltrarse en su organización. De algún modo, ganó acceso a las informaciones más confidenciales del proyecto. Descubrió algo grave; tan grave que podía acabar con el propio proyecto en cuestión. Y como había adquirido ese conocimiento, usted ordenó matarla. Después, como sospechaba que ella le había transmitido la información a su amante, Berthold Müller-Voigt, ordenó que lo mataran también. Y planeó que me empujaran a mí por un muelle y me arrojaran al Elba, porque temía que me estuviera acercando demasiado a la verdad, lo cual era cierto.
—¿Nos va a explicar cuál es esa verdad? —preguntó Wiegand.
Fabel advertía que el multimillonario no se sentía amenazado en absoluto: sabía de sobra que una cosa era plantear acusaciones, y otra muy distinta contar con las pruebas para respaldarlas. Su abogada permanecía en silencio.
—En primer lugar, hablemos de la muerte de Daniel Föttinger: usted también organizó esa ejecución. Sus consolidadores dirigen, de hecho, a los Guardianes de Gaia y usted utilizó al pobre y trastornado Niels Freese para matar a Föttinger.
—¿Y por qué —preguntó Harmsen— habría de hacer mi cliente tal cosa?
—Por el gran secreto que Meliha Yazar había descubierto: el secreto que Herr Wiegand ha tratado de borrar por todos los medios de la faz de la Tierra.
—¿Y cuál es ese «gran secreto»? —quiso saber la abogada.
—Que Daniel Föttinger era el Asesino de la Red.
Hubo un silencio. Ningún signo en el rostro de Wiegand. Una expresión menos segura en el de Harmsen.
Fabel se volvió de nuevo hacia Wiegand, y expuso:
—A medida que Föttinger se dejaba llevar por las estrambóticas ideas del Proyecto Pharos (ideas que encajaban con su propia experiencia, tal como había sucedido con Niels Freese), se fue volviendo más y más incontrolable. Se pasaba más de seis horas todas las noches en Virtual Dimension, llevando una vida sucedánea que se extendía al mundo real. Concertaba citas con las mujeres que había conocido on-line, las violaba y las estrangulaba, y arrojaba los cuerpos en los canales de la ciudad. Usted lo descubrió, pero no pudo detenerlo antes de que matara a la primera víctima. En realidad, sospecho que usted no lo descubrió hasta que atrapó a Meliha Yazar. ¿Me equivoco?
Wiegand permaneció impasible.
—Así pues, sus consolidadores realizaron una operación de limpieza —prosiguió Fabel—, borrando cualquier huella de contacto on-line entre Daniel Föttinger y Julia Henning y las demás víctimas. Ustedes conservaron el cadáver de esta mujer en una cámara frigorífica hasta después de la muerte de Föttinger, para que él no pudiera ser relacionado con los asesinatos.
Wiegand permaneció en silencio un instante y luego estalló en carcajadas. Su abogada, sin embargo, ni siquiera sonrió.
—¿Sabe una cosa, Fabel? —Wiegand se inclinó hacia delante. El rasurado cráneo le relucía bajo la luz artificial de la sala de interrogatorios, y sus ojos tenían una expresión dura y fría—. Es usted quien tiene un problema con la realidad. Todo lo que ha dicho es absurdo. Una pura fantasía.
—¿Ah, sí? Desde luego, era una situación muy embarazosa para usted. Manipuló la mente de Föttinger un poco más de la cuenta, y demasiado deprisa. Ya he dicho que él tenía tendencias sociópatas que no eran evidentes de entrada y, en todo caso, de ese tipo que produce ejecutivos despiadados. Pero lo que usted ignoraba era que tenía un historial de ataques sexuales, todos encubiertos por papá. Las excéntricas teorías que usted le ofrecía empezaron a excitar su sentimiento de superioridad, así como su creencia de que había gente en el mundo que no era estrictamente real y también la idea de que tal vez todo lo existente no fuera la realidad, sino una especie de simulación. Un juego, vaya. Probablemente, se convenció a sí mismo de que las mujeres que violaba y estrangulaba ni siquiera sentían lo que les hacía; debía de creer que eran «zombis filosóficos» programados para simular miedo y dolor.
—¿Tiene usted alguna prueba tangible con la que respaldar estas afirmaciones? —preguntó la abogada.
—Ese era el objetivo de las redadas de esta mañana. La primera no ha sido precisamente un éxito. Había una mujer joven en la guarida de los Guardianes de Gaia, la misma que intentó colocarme en una posición comprometida al presentarse con la identidad de Julia Henning antes de que el cuerpo de esta fuese identificado. En todo caso, esa joven iba vestida de modo muy parecido a sus consolidadores, Herr Wiegand, y ha activado una bomba que ha borrado todas las pruebas que necesitábamos, borrándose ella misma del mapa, también. Pero tenemos en nuestro poder los equipos del edificio Pharos y el departamento técnico se está encargando de desmontarlos, pieza a pieza, ahora mismo. Me temo que será usted nuestro invitado mientras no terminen.
—Entonces le deseo suerte —dijo Wiegand—. Porque si no encuentra ninguna prueba con la que sustanciar estas afirmaciones monstruosas, yo mantendré una larga conversación con Frau Harmsen, aquí presente, para estudiar nuestras opciones.
Tras interrumpir el interrogatorio, Fabel volvió a la brigada. Se sentó ante su escritorio y miró distraídamente los tres libros que Anna le había dejado allí; los libros que habían encontrado en la mesita de noche de Meliha Kebir: Mil novecientos ochenta y cuatro, Primavera silenciosa y El juez y su verdugo.
Werner entró y se desplomó en la silla de enfrente.
—Estamos jodidos, ¿no?
—Creo que eso resume bastante bien la situación. Vamos a retenerlo esta noche y a confiar en que los chicos del departamento técnico encuentren algo. ¿Qué tal les va a Anna y a Henk con Bädorf?
—No les va. Bädorf ha mantenido la boca cerrada, salvo para exigir que presenten las pruebas contra él. Son una pandilla de tipos muy seguros de sí mismos, Jan. Por cierto, en la segunda planta del Pharos hay una «enfermería» completa. Los que la han registrado dicen que, a juzgar por su tamaño, los miembros del proyecto deben de ser propensos a los accidentes o tener una salud muy deteriorada.
—¿Una sala de operaciones?
—Da la impresión de que había una, pero que la han desmantelado. De nuevo, ninguna prueba que presentar ante un tribunal. ¿Estás pensando en ponerte al día con tus lecturas? —dijo señalando los libros que había sobre la mesa.
—¿Tú crees que hay que hacer caso de los sueños? —preguntó Fabel.
—No te estarás desmoronando ante mis ojos, ¿eh, Jan?
—Volví a soñar con Paul Lindemann. Me dijo que no olvidara estos libros.
—No, Jan. Tú te dijiste a ti mismo que no te olvidaras de estos libros. Así es como funcionan los sueños. La gente que aparece en ellos no es real, ¿sabes? Aparecen para decirte lo que ya sabes; lo que tienes guardado en algún rincón de tu subconsciente, o alguna chorrada por el estilo.
—Ya lo sé, Werner. Pero es extraño. Se parecía tanto a Paul.
Alguien llamó a la puerta. Kroeger asomó la cabeza y preguntó si podía sumarse a la reunión.
—¿Y bien? —le preguntó Fabel, cuando el agente de la unidad de cibercrimen hubo tomado asiento junto a Werner.
—Nada. Tengo a media docena de mis mejores hombres en el edificio Pharos revisando cada archivo y cada documento; y he hecho traer aquí una docena de discos duros. Nos hemos centrado en los ordenadores de Wiegand y Bädorf, como usted ha sugerido, así como en los equipos utilizados en la Oficina de Consolidación y Objetivos, pero no hemos encontrado nada. Lo lamento.
—Entonces, obviamente, es que ha borrado cualquier dato inculpatorio al vernos llegar, ¿verdad?
—Para ser sincero, no lo sé. —La alargada cara de Kroeger parecía más grisácea y sombría de lo habitual—. Lo siento. Normalmente, nosotros sabemos si han sido borrados los datos, y casi siempre (a menos que el disco duro haya sido destrozado, y quiero decir destrozado físicamente), podemos recuperar los archivos eliminados. Pero no da la impresión de que hayan borrado lo que buscamos; es más bien como si no hubiera habido nada desde el principio.
—No puedo creer que no haya absolutamente nada en su ordenador central, o como demonios lo llamen. —La frustración de Fabel empezaba a bullirle por dentro y a transformarse en rabia—. Yo creía que usted y sus chiflados de la informática estaban considerados como los mejores del sector, pero veo que han encontrado la horma de su zapato. El Proyecto Pharos ha superado y burlado a su unidad.
Pareció que Kroeger reflexionaba en las palabras de Fabel, sin el menor atisbo de sentirse ofendido por sus afirmaciones.
—No… —dijo pensativamente—. No; no creo que sea así. Nosotros, en un caso corriente, habríamos encontrado alguna pista porque no puedes borrar de un ordenador todas las huellas de los datos anteriores. La única anomalía que hallamos es que muchos de los datos que estamos examinando han sido actualizados en las últimas horas. Son archivos nuevos. Y la hora de actualización, en algunos de ellos, ha sido manipulada. Pero yo creo que esto concuerda con lo sucedido con su teléfono móvil.
—¿A qué se refiere? —preguntó Werner.
—Estamos buscando una solución de alta tecnología a todos estos problemas —dijo Kroeger, concentrándose y frunciendo la frente—. Y quizá es mucho más sencillo que eso. Yo creo que el Proyecto Pharos se ha deshecho físicamente de sus datos, y que muchos de los ordenadores que estamos analizando los han traído de otra parte, o al menos les han cambiado el disco duro. Los originales deben de estar en el fondo del Elba, o los han triturado en una planta de reciclaje. Lo cual explicaría que haya tantos archivos nuevos en algunos de los ordenadores clave, sobre todo en los equipos de la Oficina de Consolidación y Objetivos. El servidor que tienen allí parece salido de fábrica. Mi idea es que se han traído esos ordenadores de sus otras empresas, los han cargado de datos inofensivos y luego han añadido algún material específico de Pharos para que parezca que llevan allí desde hace meses.
—¿Qué tiene esto que ver con mi teléfono móvil?
—Creo que ellos hicieron exactamente lo mismo, es decir, que el móvil que yo he estado analizando no es el suyo. Es un sucedáneo. Un clon. Y la red que usted usaba no es su red, sino que ellos lo amañaron todo de manera que usted estuviera conectado a una red controlada por Pharos y, durante todo el tiempo, lo han vigilado a través de ese móvil.
Fabel pensó en lo que acababa de explicarle el agente de la unidad de cibercrimen, y expuso:
—¿Me está diciendo que no va a encontrar nada en el sistema de Pharos? Wiegand saldrá sin una sola acusación si usted no encuentra nada, Kroeger, ¿se da cuenta?
—No puedo encontrarlo si no está. Y sinceramente, creo que estamos buscando en el sitio y en el momento equivocados. Si hubiéramos accedido a su sistema antes de que cambiaran los discos duros… Si es cierta su teoría y Meliha Yazar descubrió algo sobre ellos, tiene que averiguar qué es. Suponiendo que aún exista.
Anna Wolff entró en el despacho tras haber dado un ligero toque a la puerta.
—Perdone por molestarlo, Chef, pero hay algo que creo que le interesará.
—¿Qué es?
—Algo que parece un suicidio, en Wilhelmsburg.
—¿Y por qué ha de interesarme?
—Por dos motivos. Primero, porque parece que el tipo cometió suicidio con una Exit Bag, igual que aquel inválido, Reisch. Y segundo, porque el vecino del muerto está empeñado en hablar con usted personalmente. Ha dado su nombre…
—Esto no es lo mismo —dijo Fabel en cuanto entró en el apartamento—. Hay que llamar urgentemente a un equipo forense.
La enorme mole del muerto se encontraba desmoronada sobre la mesa de los ordenadores. A Fabel, antes de acercarse, le costó identificar claramente una forma humana; le pareció más bien una inmensa masa informe y oscura. A diferencia de la Exit Bag de Reisch, inflada de helio, la bolsa que este hombre tenía en la cabeza estaba ceñida a los rasgos de su cara.
—¿No cree que sea un suicidio? —preguntó Anna, que había entrado en el piso con el comisario.
—Tiene una bolsa en la cabeza, pero no hay ningún bote de helio o de otro gas inerte. Este tipo ha muerto con todos sus instintos pidiendo aire a gritos. Tendrías que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para quedarte aquí sentado, sin las manos atadas, y no arrancarte la bolsa de la cabeza.
—La fuerza de voluntad no parecía su fuerte —observó Anna—. Sobre todo si había pasteles a mano. Una cosa es segura: no se ha muerto de anorexia…
—Qué corazón más grande tienes, comisaria Wolff.
—Si hay alguien aquí con un corazón más dilatado de la cuenta, no soy yo. ¿Cuánto cree que pesaba?
—Dios sabrá. Cerca de doscientos kilos.
—¿Qué está pensando? —dijo Anna, descifrando la expresión ceñuda de Fabel.
—¿Ves todos estos equipos informáticos? Aquí hay una inversión de miles de euros.
—Deduzco que el tipo no salía demasiado.
—No. Es más que eso. Hay algo profesional en este montaje. No puedo evitar la impresión de que esto podría estar relacionado con todo el asunto del Proyecto Pharos.
—Podría tratarse de una coincidencia. Por cierto, ¿usted cree de verdad que Daniel Föttinger era el Asesino de la Red?
—Estoy convencido. Kroeger y sus cerebritos se han incautado del ordenador de Föttinger; no creo que vayan a encontrar nada, pero también han conseguido una orden judicial para obtener los registros del proveedor de Internet, así como sus cuentas de móvil. Aunque no podamos demostrarlo, yo me jugaría el sueldo de un año a que ya no aparece ninguna otra víctima. —Fabel señaló con la barbilla el cuerpo derrumbado—. ¿Qué ha dicho el forense de la policía?
—Que lleva muerto bastante tiempo y que tenía, evidentemente, un historial de problemas respiratorios, a juzgar por los medicamentos y los aparatos del dormitorio. También ha opinado que debe de haber sido fácil y rápido con el sistema de la bolsa. Quizá por eso no había helio.
—¿Dónde está el vecino que quiere verme?
—En el piso de abajo.
Jetmir Dallaku estaba agitado e impaciente. Era obvio que llevaba mucho rato esperando a que llegara Fabel.
—¿Es usted el comisario en jefe Jan Fabel de la Polizei de Hamburgo? —El enjuto y menudo albanés formuló la pregunta con tal seriedad y formalidad que el comisario tuvo que reprimir una sonrisa.
—Yo soy, sí. ¿Quería verme?
—¿Tiene una placa? ¿Una tarjeta con el nombre?
Fabel le echó un vistazo a Anna, que lo miraba con expresión burlona; buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó su identificación de policía. Dallaku la estudió con el ceño fruncido.
—Herr Kraxner, el vecino del piso de arriba, sabía que alguien iba a venir a hacerle daño.
—¿Se lo dijo él? —preguntó Fabel.
—Sí. Dijo que si algo malo le ocurría, yo debía hablar con usted, solo con usted, y darle esto… —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre cuidadosamente doblado—. Herr Kraxner era un hombre triste. Un hombre solitario. ¿Por qué querría nadie hacerle daño?
Fabel miró un momento el sobre, vio que llevaba su nombre escrito, y levantó la vista hacia el techo, como si a través de él pudiera ver el apartamento del muerto.
—Klabautermann…
—¿Cómo? —se extrañó Anna.
El comisario se volvió hacia ella, y le ordenó:
—Llama a Kroeger. Tengo más trabajo para él; dile que quiero que se lleven todos los equipos del apartamento y que los sometan al mismo escrutinio que los ordenadores del Proyecto Pharos.
—¿Era él el tipo que lo llamó por teléfono? —preguntó Anna—. ¿El que le dijo que tenía algo que contarle?
Fabel volvió a mirar el sobre.
—Yo diría que, seguramente, aún tiene algo que contarme.