Heiner Goetz era un hombre robusto que andaba en la mitad buena de los sesenta. Se peinaba hacia atrás el canoso pelo, más bien ralo, dejando despejada la contundente y amplia frente y las pobladas cejas. Unas gafas de fina montura metálica reposaban de modo permanente en su gruesa nariz, manteniendo el equilibrio casi en la punta de esta. Fabel siempre tenía la sensación de que esas gafas constituían una afectación deliberada: un detalle para disimular el aspecto que tenía Goetz de trabajar en la construcción. Pero no, Heiner Goetz no era un robusto albañil; era el fiscal jefe del estado de Hamburgo.
Estaba sentado en su despacho de Georg-Fock-Wall, mirando por la ventana, mientras Fabel enumeraba —por tercera vez ese día— sus sospechas sobre el Proyecto Pharos, es decir, sobre el papel que la secta había jugado en la desaparición y probable asesinato de Meliha Kebir, así como en las muertes de Berthold Müller-Voigt, Daniel Föttinger y Harald Jaburg.
Se esforzaba todo lo posible, pero sabía que no contaba con ninguna prueba contundente en la que basar sus afirmaciones. Obtener la orden judicial parecía una misión imposible. Consultó el reloj y le echó una mirada a Werner Meyer, que lo había acompañado. Llevaban hablando casi toda la mañana, y el comisario ya quería regresar al Präsidium. Tras su conversación del día anterior con Menke, había emprendido una búsqueda exhaustiva para localizar a Niels Freese.
Goetz siguió mirando por la ventana cuando Fabel terminó de hablar, sin dar muestras de haber escuchado cuanto le había dicho. El comisario aguardó pacientemente en silencio; había negociado con Goetz en innumerables ocasiones y sabía de sobra que el fiscal jefe siempre se tomaba su tiempo para pensar bien las cosas. O eso, o disfrutaba viendo cómo los policías perdían la esperanza de echarle el guante a un sospechoso.
—Entonces, ¿todas esas muertes han sido autorizadas para mantener oculto un secreto?
—Eso creo.
—Pero no tiene pruebas sustanciales, ¿cierto?
—Ninguna, Herr Goetz. Necesitamos las órdenes pertinentes para requisar sus ordenadores y obligarlos a prestar declaración. Es el único modo que tenemos de llegar al fondo de este asunto.
—Herr Fabel, usted lleva el tiempo suficiente como agente de policía para saber que si yo concediera órdenes judiciales basándome en este tipo de especulaciones, y si la ejecución de dichas órdenes no rindiera ninguna prueba sustancial, tanto usted como yo nos veríamos obligados a buscarnos muy pronto otro trabajo. Si me hubiera pedido órdenes de vigilancia, como escuchas telefónicas, interceptación de correos electrónicos y otras medidas similares que, gradualmente, nos permitieran obtener pruebas más convincentes, quizá le habría dado más crédito.
—Pero ¿no ve, Herr Goetz —dijo Fabel, procurando ocultar su exasperación— que tales medidas son inútiles ante un oponente que posee recursos tecnológicos infinitamente superiores a los nuestros? Fuera cual fuese el sistema de vigilancia electrónica que usáramos, ellos lo detectarían y lo contrarrestarían de inmediato.
Otro silencio mientras el fiscal jefe seguía mirando por la ventana.
—Todo este invento de Internet —dijo al fin— es un nuevo medio para el crimen; y nosotros no tenemos ni las leyes ni los conocimientos elementales para combatirlo. Hace cosa de seis meses me presentaron el caso (no fue su brigada, sino una de las agencias de protección infantil) de una chica de quince años, si no recuerdo mal, que se había arrojado bajo las ruedas del tren. Había sido víctima del llamado ciberacoso y no logró librarse de él. Era un goteo despiadado de crueldades y vilezas enviadas constantemente a su ordenador y a su teléfono… Una auténtica campaña para destruir el espíritu de un ser humano, facilitada por toda esa tecnología que ha de servir, se supone, para mejorar nuestras vidas. La chica sintió que no podía escapar y se arrojó delante de un tren. Quince años. Una vida segada antes de haber comenzado, propiamente hablando. Yo deseaba atrapar a las chicas que la habían empujado a hacerlo. Pero, repito, no contamos con las leyes ni tampoco con los conocimientos necesarios. Esa pobre chica, inducida a tomar semejante…
Volviéndose de repente y alejándose de la ventana, Goetz se inclinó sobre el escritorio, encorvando sus corpulentos hombros, y dijo:
—Tenemos cuatro víctimas y, por lo que usted me ha dicho, esta gente es lo bastante arrogante como para creer que puede matar a todo aquel que se interponga en su camino, incluido un senador del estado de Hamburgo, o tratar de asesinar a un mando de la policía de esta ciudad. Si algo me saca de mis casillas, caballeros, es que alguien se crea por encima de la ley. —Goetz estampó las dos palmas sobre la mesa—. Le concederé las órdenes. Registro, incautación y arresto. Procuraré tenerlas esta tarde, pero hay un conflicto jurisdiccional dada la ubicación del Pharos, o como se llame la sede de esa secta. He de hablar con la oficina del fiscal de Baja Sajonia.
Fabel se levantó, radiante.
—Gracias, Herr fiscal…
—¿Cuándo vamos a ejecutar las órdenes? —preguntó Werner, una vez en el coche que le habían facilitado a Fabel.
—Mañana por la mañana. Cuando volvamos, necesito que te ocupes de la coordinación con la Polizei de Baja Sajonia.
—Eso está hecho.
Fabel sacó el móvil del bolsillo y llamó a Susanne a su oficina del Instituto de Medicina Legal.
—¿Qué tal? —preguntó—. Estabas algo alterada esta mañana.
—¿Es que no tengo motivos? ¿Tú estás bien?
—Perfectamente, ya te lo he dicho. También un poco conmocionado aún, pero he de seguir con mi trabajo. ¿Has terminado de mirarte el historial y la evaluación psicológica que he conseguido de Niels Freese?
—Sí. Es un caso interesante, te lo reconozco. Según su historial, ese chico sufrió un daño cerebral al nacer que le dejó una propensión al síndrome de falsa identificación delirante.
—¿En términos profanos…?
—Todos padecemos una forma leve de ese trastorno cada vez que experimentamos un déjà vu. Así como nosotros sufrimos en ese caso el «delirio» de haber vivido algo antes, los pacientes con el síndrome plenamente desarrollado tienen una serie de delirios característicos más exuberantes.
—¿Qué tipo de delirios?
—Escoge el que más te guste: el delirio de Fregoli te persuade de que todo el mundo que te rodea es, en realidad, la misma persona disfrazada; si sufres el delirio de Capgras crees que los miembros de tu familia o tus amigos han sido reemplazados por impostores idénticos, y si sufres el delirio de Cotard no crees que estés vivo siquiera. Lo que Freese parece tener es una paramnesia reduplicativa. El pobre infeliz piensa que ha sido trasladado a una copia exacta del mundo real.
—Bueno, suena como si estuviera bastante loco.
—Lo más triste de estos delirios es que nunca son el resultado de una enfermedad mental. En la raíz siempre hay una lesión neurológica: una herida cerebral, un derrame, una enfermedad de Alzheimer o algo similar. El pobre Freese ha sufrido ese trastorno desde que nació. A nosotros, Jan, casi nos es imposible imaginarnos su realidad. Piénsalo: un déjà vu casi continuo, la sensación de que los objetos, las personas y los hechos más ordinarios encierran un profundo significado, y, luego, los largos períodos de recuerdos en cortocircuito y la convicción de que todo lo que te rodea es falso, o sea, una conspiración. Son todos los rasgos de la paranoia, pero sin la esquizofrenia. Niels Freese es un hombre cuerdo que vive en una realidad totalmente loca.
—Pero es un asesino. Y por lo que me dices, este tipo de personas no son peligrosas…
—Todo delirante es peligroso. Ha habido pacientes con delirio de Capgras que han abierto en canal a sus esposas para examinar el mecanismo o los circuitos de robótica de dentro. O bien, con frecuencia, la gente que sufre un delirio de Cotard se mata, o mata a otros, creyendo que no importa, porque de todos modos nadie está vivo. Si quieres mi opinión profesional, Jan, te sugiero que encuentres a Freese lo más aprisa posible. Antes de que haga daño a otros o a sí mismo.
—Tengo que encontrarlo cuanto antes, no hay duda. Por lo que a mí se refiere, él es la clave para llegar a la realidad. En él se juntan todas las piezas del caso.
Después de hablar con Susanne, Fabel marcó el número de Anna.
—¿Has conseguido la información que te pedí?
—Sí, Chef. Tim Flemming es realmente quien dice ser y su historial es el que nos contó. No ha tenido problemas disciplinarios ni de otro orden: ni en la Policía del Puerto de Kiel ni en las fuerzas especiales de la Marina. Pero ha aparecido algo interesante: su hermana menor estuvo metida en un grupo religioso extremista que más tarde fue investigado por la BfV. Al parecer, Flemming la sacó del grupo contra su voluntad y la retuvo en un lugar secreto de Dinamarca, donde él trabajó con especialistas en desprogramación para neutralizar el lavado de cerebro. El procedimiento funcionó, así que no hubo denuncia.
—Pero, déjame que lo adivine, Flemming es conocido en radio macuto como el tipo al que has de acudir para arrancar a tus seres queridos de las garras de una secta…
—Más o menos. Aunque corren rumores de que él y sus colaboradores son bastante contundentes en ese proceso. Dicen que no conviene cruzarse en su camino. Es un tipo duro. Aparte de esto, todo lo que explicó sobre su empresa es cierto. Realmente, se dedican a asesorar y proporcionar personal de seguridad a los importadores y las compañías navieras.
—Gracias, Anna.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Werner cuando Fabel colgó.
—Vamos a hacerle una visita a Herr Flemming.
La gente solía hacerse una idea más bien estereotipada del aspecto que debía de tener un aficionado a los trenes eléctricos. Frank Lesing lo sabía bien y se reía con frecuencia ante las reacciones de la gente cuando les hablaba de su afición.
Frank tenía treinta y dos años. Era un tipo alto, guapo, de pelo oscuro y tupido. Su aspecto físico, le constaba, había constituido una ventaja para su carrera, puesto que en el mundo de los negocios, a la gente le gustaba tratar con personas atractivas. Aunque resultara muy superficial, era cierto. Su aspecto y su jovial personalidad le habían granjeado popularidad en el colegio y la universidad, y habían contribuido a facilitar su rápido ascenso en el banco internacional donde había encontrado trabajo. Todo le había resultado fácil a Frank; tan fácil que a veces parecía irreal. Como directivo que era, se esperaba de él, en general, que sus almuerzos fuesen de trabajo: que se comiera un sándwich entre reuniones o que se llevara a algún cliente a almorzar. Pero siempre que salía a comer por su cuenta, era aquí a donde venía: al museo del tren eléctrico, situado en el Speicherstadt. La maqueta que había comenzado siendo de un tamaño considerable se extendía ahora a lo largo de doce mil metros de vía: la maqueta de tren más grande del mundo. Aunque se había convertido en mucho más que eso: contaba con autopistas, carreteras, calles con tráfico en movimiento, oficinas, iglesias, teatros, doscientas mil figuras realizando cualquier actividad humana imaginable, y una réplica perfecta del centro de Hamburgo. Buques de mercancías, trenes, autobuses, coches, camiones de bomberos (todos ellos en modelos a escala, regulados por ordenador desde una sala de control central) se desplazaban en torno a aquel paisaje en miniatura y producían en el espectador la ilusión de estar contemplando desde gran altura una ciudad viva y totalmente real.
El museo estaba tranquilo para ser la hora del almuerzo, y Frank no había tenido que esperar apenas para entrar: la afluencia de gente que accedía a la exposición se controlaba en todo momento. Se pasó cinco minutos contemplando una parte del Elba donde un buque carguero navegaba sobre agua real hasta alcanzar los muelles erizados de grúas. Fue entonces cuando advirtió la presencia del joven que se encontraba a su lado. Había algo en él que lo inquietó. Iba vestido con ropa oscura de aspecto mugriento, y Frank percibió el rancio hedor a sudoración que desprendía. Tenía el pelo apelmazado y el aire típico de quien ha dormido a la intemperie. Pero no fue tanto su aspecto lo que lo intranquilizó como la expresión de sus ojos; había en ellos una excitada desesperación. El joven contemplaba la enorme maqueta del Köhlbrandbrücke, el puente que se extendía sobre el río allí donde el Elba sur se convertía en el Elba norte. Era uno de los monumentos más imponentes de Hamburgo, y la maqueta también resultaba impresionante: medía seis metros de largo y uno y medio de alto.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Frank, titubeando. Estaba convencido de que era una mala idea dirigirle la palabra (el tipo probablemente era un yonqui), pero siempre le había resultado irresistible el impulso de echar una mano a la gente.
—Yo creía que no te dejaban pasar —contestó el joven, sin apartar sus enloquecidos ojos de la maqueta del Köhlbrandbrücke.
—¿Cómo?
—El puente. Yo pensaba que únicamente dejaban pasar coches. Hay gente caminando ahí. Y gente en bicicleta.
—¡Ah, ya…! —Frank sonrió—. Se supone que es la carrera ciclista. Lo abren para eso una vez al año. Y los que van a pie son, supuestamente, los ecologistas protestando.
El joven se desplazó un poco más lejos para cambiar de ángulo. Frank observó que cojeaba ligeramente y que examinaba ceñudo la réplica del puente.
—¿Seguro que se encuentra bien?
—¿Es real?
—¿El qué es real? Me parece que usted necesita ayuda. —Frank miró alrededor, buscando a algún empleado.
—¿Es real? —repitió el joven con voz inexpresiva.
—¿El qué? ¿El puente? Pues claro que es real. Todo lo que hay aquí es una copia de la realidad.
—¿Una copia? ¿Todo es una copia? —El joven alzó la vista de golpe y, por primera vez, Lesing vio directamente el torbellino de sus ojos: una tormenta de furia, temor y confusión. Se sintió muy incómodo y se alejó del joven de la manera más natural que pudo mientras trataba desesperadamente de encontrar al vigilante.
—¿ES REAL? —gritó el joven a su espalda. Todo el mundo en el museo se volvió para ver quién gritaba. Cuando Frank se dio media vuelta, se encontró frente al cañón de una automática. El joven la sujetaba temblorosamente con los brazos extendidos. Ahora Lesing vio que estaba llorando y que le resbalaban gruesos goterones por las mejillas—. Quiero…, quiero… que me…, que me lo diga… ¿ES REAL?
—¿El qué es real? —Frank repitió la pregunta, dominado por el pánico. Al fondo, atisbó a un empleado que hablaba por su walkie-talkie—. ¿Se refiere al puente? ¿A todo lo que hay aquí?
—¿Es real? —insistió el joven, esta vez con más calma, pero apuntándolo claramente con la pistola.
—¡Claro que no es real! —Ahora Frank gritaba—. Es solo una maqueta. Un simulacro.
Los ojos del joven se abrieron desmesuradamente, y Frank aguardó el sonido del disparo. El tiempo se había ralentizado, cada segundo se prolongaba por efecto de la adrenalina, y se sorprendió preguntándose si llegaría a oír la detonación, o si ya estaría muerto antes de que su cerebro registrase el sonido.
—¿No es real? —preguntó el tipo, sollozando.
—No. Claro que no.
Frank retrocedió instintivamente cuando el joven se abalanzó hacia él, apartándolo de un empujón, para abrirse paso entre la gente despavorida y cruzar la puerta de salida; notó de golpe que las piernas le fallaban y tuvo que sujetarse de la barandilla. Así fue como se encontró contemplando el Köhlbrandbrücke justo a la altura de la calle, desde donde un manifestante ecologista pintado a mano le devolvió la mirada, desafiante.
Muy adecuadamente, las oficinas de Seamark International estaban en HafenCity. A primera vista, una sede bastante modesta. Las oficinas eran nuevas y, como el resto de HafenCity, constituían un canto al nuevo siglo y a sus promesas. Pero no eran muy grandes: no constaban más que de un vestíbulo y tres despachos.
—Lo estaba esperando —dijo Flemming cuando llegó Fabel en compañía de Werner—. Será mejor que tomen asiento.
—Dígame, ¿cuál es la más importante de sus actividades? —le preguntó el comisario jefe, una vez que la recepcionista hubo traído una bandeja con café—. ¿La seguridad marítima o la desprogramación de miembros de sectas?
—Veo que ha descubierto mi afición favorita —contestó Flemming, sonriendo.
—¿Lo de rescatar y desprogramar a miembros de sectas? Sí, lo he descubierto. Una interesante actividad suplementaria.
—No lo hago por dinero. Me doy por satisfecho si puedo cubrir los gastos. Y a veces ni eso. Odio las sectas. Odio lo que le hacen a la gente.
—¿Y el Proyecto Pharos constituye su esencial foco de interés, Herr Flemming?
—En la última época, probablemente. Vivimos tiempos extraños, Herr Fabel. Gran parte de las certezas religiosas y espirituales se han ido quedando por el camino. Cristianismo, marxismo, nacionalismo… Todo está cambiando; todo está volviéndose más tecnológico, más globalizado, más rápido. La gente se siente abrumada y busca ideas cada vez más abstractas para encontrar alguna orientación. El Proyecto Pharos es muy astuto en su discurso, sobre todo frente a las personas vulnerables. En mi opinión, es la secta más peligrosa del planeta.
—¿Así que Herr Kebir cree que Meliha ha sido reclutada y sometida a un lavado de cerebro?
—No; me temo que todos estamos seguros de que Meliha ha sido asesinada. Ella no era una adepta, sino una infiltrada. Pero yo la buscaré mientras no sepamos con certeza una cosa u otra. Siempre cabe la posibilidad de que la hayan mantenido viva en alguna parte.
—Berthold Müller-Voigt era su amante. Estaba convencido de que ella había descubierto un secreto que le habría causado un daño enorme al Proyecto Pharos. ¿Usted opina que esa joven andaba detrás de algo tan grande?
—No lo sé. —Flemming se encogió de hombros—. Podría ser. Yo solo me involucré en el asunto a posteriori, por así decirlo. Pero creo que es muy posible que ella hubiera descubierto algo sobre la corporación Korn-Pharos o sobre el Proyecto Pharos. Meliha estaba totalmente dedicada a desenmascarar a los falsos profetas del ecologismo, por lo que me han contado.
—Pero ¿tiene usted experiencia en el trato con personas que hayan estado metidas en el proyecto? —preguntó Werner.
—Hasta ahora, hemos liberado a cuatro antiguos integrantes del grupo. Técnicamente, hemos infringido la ley en cada caso, pero una vez que estas personas han sido «desprogramadas», se han sentido agradecidas y no han querido presentar ninguna denuncia. Usted me ha preguntado por qué mantengo tanto secreto sobre nuestra actividad. Pues bien, creo que ahora ya empieza a hacerse una idea de lo despiadado que puede ser Pharos. No les gusta perder a ninguno de los suyos; no solo porque les moleste perder una fuente de ingresos, sino porque es probable que los exmiembros cuenten lo que ocurre en el seno de la secta.
—Y los que ustedes han liberado… ¿han hablado?
—Sí, pero la secta está estructurada de tal modo que cada integrante tiene una visión muy restringida del conjunto de la organización. Juntando datos parciales, sin embargo, nos hemos hecho una idea de los aspectos más secretos del proyecto.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, experimentos no regulados de interfaz cerebro-computadora, una rama de la neurociencia que encaja casualmente con las extravagantes ideas de Dominik Korn. Consiste en implantar finísimos microsensores en el cerebro de gente discapacitada para conectarla con dispositivos tecnológicos externos: ciegos capaces de volver a ver por medio de un ojo artificial, amputados disponiendo de pleno control sensorial sobre sus prótesis robóticas, ese tipo de cosas. Hay también versiones complejas ya desarrolladas para ayudar a personas con ciertos tipos de parálisis. Ya comprenderá usted por qué Dominik Korn, paralizado como está en una silla de ruedas, tiene un interés personal en financiar los avances en este terreno.
A Fabel le vino a la memoria Johann Reisch, un hombre desesperadamente necesitado de esa clase de tecnología. Aunque en su caso había sido demasiado tarde.
—¿Realmente insinúa que el Proyecto Pharos está efectuando operaciones ilegales a sus miembros con el fin de diseñar una silla motorizada más sofisticada para Korn? —preguntó el comisario.
—Ha de tener presente que muchos integrantes de la secta están deseosos de participar en el proceso. La «potenciación» se considera un paso en el camino hacia la singularidad.
—Dios mío… —exclamó Fabel—, ¿esa gente realmente se traga estas cosas?
—Por muy sofisticada que sea su tecnología y por mucho dinero que posea, el Proyecto Pharos no deja de ser una secta destructiva tan disparatada como cualquier otra. Es decir, utilizan los mismos trucos de siempre: restringen la ingesta de calorías y las horas de sueño de sus miembros para amortiguar sus reacciones mentales; a veces los sedan ligeramente. Todo ello hace que los nuevos adeptos sean más receptivos al adoctrinamiento. El problema que tenemos, cuando «liberamos» a uno de ellos, es que se trata a todos los efectos de un rapto. Los retenemos contra su voluntad en un lugar secreto y utilizamos las mismas técnicas de lavado de cerebro que las sectas de cuyas garras los estamos liberando, solo que al revés. Luego los volvemos a poner en manos de sus familias. Ahí termina normalmente el proceso, pero algunas sectas se esfuerzan en localizar a sus exmiembros. En el caso del Proyecto Pharos, utilizan a los consolidadores: funcionarios de la Oficina de Consolidación y Objetivos.
—¿Y cree que eran ellos los que empujaron mi coche al Elba?
—Estoy seguro. Corren rumores de que algunos consolidadores han sido «potenciados»: han dado un paso más allá en el proceso de la consolidación a base de implantes especiales para aguzar el oído, vista mejorada por medio de visión de infrarrojos, o cosas así. Personalmente, creo que son todo exageraciones de la secta. Ni siquiera el Proyecto Pharos dispone de este tipo de tecnología. Todavía.
—Bueno. Debo reconocer que su labor de investigación es excelente. Vamos, que parece estar extremadamente bien informado…
—Hemos de estarlo. Nos enfrentamos a enemigos muy sofisticados.
—Humm… —murmuró el comisario, pensativo—. ¿Conoce por casualidad a un tal Fabian Menke? Trabaja para la BfV.
—No. La verdad es que no —respondió Flemming, y no había nada descifrable en su expresión—. ¿Debería conocerlo?
—No. Pero pensaba que quizá sus caminos se habían cruzado.
Acababan de abandonar la oficina de Flemming cuando Anna Wolff llamó al móvil de Fabel.
—Jan, creo que hemos encontrado a Freese.
—Qué rápido.
—A decir verdad, nos lo ha puesto muy fácil. Hay un tipo caminando por el puente Köhlbrandbrücke. Ha disparado al tuntún a los coches que pasaban. Parece ser el mismo hombre que, según nos han informado, ha esgrimido una pistola en el museo del tren eléctrico del Speicherstadt. A juzgar por la descripción, debe de tratarse de Freese.