Fabel estaba seguro de que sería el pánico lo que lo mataría. Trató de fijar esta idea en la mente. Con el primer impacto, se había quedado sin aliento y sus pulmones estaban faltos de oxígeno. Un instinto primario gritaba en su interior que abriera la boca y respirara: que absorbiera la repugnante agua del río; que llenara sus pulmones con algo, con cualquier cosa.
La flotabilidad natural de su cuerpo lo empujaba hacia el techo de tela mientras el coche se hundía, y él se daba cuenta de que estaba siendo arrastrado a las profundidades del Elba. El muelle había sido construido originalmente como amarradero de descarga, lo cual implicaba que el agua debía ser lo bastante profunda como para acoger a un barco de gran calado. Profunda y oscura.
Ahora ya no veía nada. Este era el coche que había usado durante diez años, pero su interior se había vuelto de golpe totalmente desconocido. Un medio extraño y tóxico. Una ventanilla, le constaba, estaba abierta y le ofrecía una salida rápida. La otra seguía cerrada. Una elección bien sencilla: un lado u otro. Se impulsó hacia lo que creía que era la derecha del coche, donde no estaba el volante. Encontró el borde de la ventanilla del copiloto y se deslizó por la abertura. Ya estaba fuera. Y subiendo. Sus pulmones aullaban y le ardían en el pecho con un dolor que jamás había sentido. Veía la superficie, pero no parecía que se acercara lo más mínimo. La luz de arriba fue disminuyendo y el agua de alrededor se tornó otra vez oscura. Sintió un pánico renovado al comprender que estaba a punto de desmayarse. Iba a perder el conocimiento y ya no lo recuperaría jamás. Brazos y piernas se le volvieron de plomo y notó que se hundía de nuevo.
Todo el temor lo abandonó. Y dejó escapar el aliento contenido en una explosión de burbujas.
Inesperadamente, algo se abatió sobre su boca y le pinzó la nariz. Una mano. Había alguien con él en el agua. Un brazo se deslizó bajo una de sus axilas y en torno a su pecho. El comisario forcejeó instintivamente con la mano que le apretaba brutalmente la boca y la nariz: la idea de que esa mano, en realidad, evitaba que aspirara el agua mugrienta del muelle no lograba abrirse paso en su mente atenazada por el pánico.
Intuía que estaban ascendiendo, pero el agua se volvió aún más oscura. Negra. Dejó de sentir los miembros, el frío del agua, el martilleo en el pecho…
Se encontró sentado de nuevo en el estudio de su padre, en Norddeich. Ya había oscurecido, y el estudio se hallaba iluminado únicamente por la lámpara de la mesa. Afuera, al otro lado del dique, sonaba el fragor de una tormenta. Mientras escuchaba el viento y la lluvia, advirtió que, sentado delante de él, se hallaba Paul Lindemann que tenía un orificio de bala en mitad de la frente, con un cerco de sangre seca y negruzca.
—¿Te duele? —le preguntó Fabel.
—Ya no.
—Lo siento.
—No fue culpa tuya. No fue culpa de nadie. Sucedió. Había llegado mi hora.
—Ahora ha llegado la mía. ¿Esto es real?
—No, no ha llegado tu hora —dijo Paul, y sonrió—. No sé si es real. ¿Te acuerdas de aquel caso que investigaste, el caso de un asesino que creía que todo era inventado, que el mundo entero, incluido él mismo, formaba parte de un cuento?
—Sí, lo recuerdo.
—Quizá tenía razón, a fin de cuentas. Quizá no exista esa cosa llamada realidad. —Paul hizo una pausa—. ¿Viste los libros?
—¿Qué libros?
—Los que ella tenía en su mesita.
—Sí, los vi.
—¿Los llevas encima? ¿Los tienes aquí, en el agua?
—No estoy en el agua. Estoy aquí.
—Estás en el agua, Jan. ¿Llevas los libros encima?
—No. Los guardó Anna. En una bolsa.
—Acuérdate de los libros. —Paul frunció el entrecejo, y la piel alrededor del orificio se le arrugó—. No te olvides de los libros.
Fabel quería responderle, pero notó que se adormecía. El estudio se tornó oscuro y el fragor de la tormenta se desvaneció.
Un dolor penetrante lo recorría de arriba abajo, hasta el último milímetro de su ser. Sonó un bramido como de olas rompiendo contra las rocas, pero mucho más rápido: uno tras otro. El dolor se incrementaba con cada rugido, y Fabel comprendió que era su propia respiración. Notaba algo sobre la nariz y la boca, y trató de agarrarlo. Una mano lo sujetó de la muñeca.
—Tranquilo. —Una voz femenina, tranquilizadora y autoritaria a la vez—. Es una máscara de oxígeno.
Intentó incorporarse, pero varias manos lo contuvieron.
—Soy Anna, Chef. Se pondrá bien. Está en una ambulancia. Lo estamos llevando al hospital.
La visión del comisario en jefe se aclaró: Anna y una sanitaria estaban inclinadas sobre él. Recobró totalmente el conocimiento sintiendo una especie de descarga eléctrica.
—¿Los has atrapado? —Quiso sentarse, pero se lo impidieron de nuevo. El dolor le palpitaba en la cabeza y le producía náuseas—. Me han empujado al río. Han intentado matarme. —Vio que había otra persona en la ambulancia: se hallaba sentada junto a Anna; el mojado pelo se le pegaba a la frente y una manta le cubría los hombros.
—Este es Herr Flemming, Jan —le dijo Anna—. Ha sido él quien lo ha sacado del agua. Vio que el coche caía al río y se ha lanzado al agua para salvarlo.
Fabel recordó la mano que había notado sobre la nariz y la boca, el brazo que lo había rodeado y arrastrado hacia arriba.
—¿Usted me ha salvado la vida?
El hombre se encogió de hombros bajo la manta, y murmuró:
—Estaba en el sitio y en el momento justo.
—Mucho más que eso. Ha arriesgado su vida para salvarme.
—Jan… —Fabel percibió cierta vacilación en el tono de Anna—. Herr Flemming trabaja para Seamark International.
—Pero yo creía…
—Tenía razón, Herr Fabel —dijo Flemming—. Lo seguíamos. Pero estamos en el mismo bando. Descanse ahora. También a mí me llevan al hospital. Ya hablaremos luego.
—¿Era usted quien me llamó anoche por teléfono? ¿Es usted el Klabautermann?
Flemming se echó a reír.
—Quizá haya sido hoy el Klabautermann. Pero yo no lo llamé.
Fabel se tendió del todo en la camilla. El oxígeno fue serenando su respiración. Cerró los ojos y trató de contener las náuseas que le venían una y otra vez en grandes oleadas. La ambulancia arrancó y dio una sacudida al pasar sobre algún obstáculo. El comisario se quitó la mascarilla, se giró de lado y, sacando la cabeza fuera de la camilla, vomitó. La sanitaria lo sujetó mientras no se le pasaban las arcadas; luego le preguntó si se sentía mejor y lo ayudó a tenderse de nuevo. Mientras permanecía así tumbado, notó en la muñeca los dedos de la sanitaria (debía de estar tomándole el pulso), y advirtió con sorpresa que se le cerraban los ojos. Se estaba durmiendo.
Susanne llegó al hospital de Sankt Georg media hora después de que Fabel hubiera sido ingresado. Estaba consternada y, al verla con esa cara junto a la cama, el comisario se preocupó más por ella que por sí mismo. Susanne no se movió de su lado en las horas siguientes, mientras él era sometido a repetidas exploraciones. Su expresión angustiada no se disipaba por mucho que él trataba de tranquilizarla diciéndole que estaba bien, ni siquiera aunque los médicos le explicaran que no había motivo de que preocuparse.
—No he tragado mucha agua —le aseguró Fabel—. Ese Flemming me lo ha impedido. En realidad, me ha sacado muy deprisa, Susanne. Estoy perfectamente, de verdad. —Le puso la mano en la mejilla, y sonrió. Ella le cubrió la mano con la suya.
—Han tratado de matarte, Jan —dijo con incredulidad—. Esos maníacos creen de verdad que pueden matar a un mando de la policía y salirse con la suya.
—La verdad, por lo que yo sé, es que se están saliendo con la suya. No disponemos de ningún dato que relacione al vehículo que me ha embestido con el Proyecto Pharos o con los Guardianes de Gaia. Ni con nadie, a decir verdad. Podrían argumentar que no ha sido más que un ataque vandálico al azar. No lo sé. Pero los atraparemos, no sufras, Susanne. Los atraparemos.
Anna Wolff entró inesperadamente en la habitación; advirtió que Susanne tenía la mano de Fabel entre las suyas y, momentáneamente, dio la impresión de que se sentía incómoda.
—No te preocupes, Anna —dijo Susanne. A Fabel le pareció detectar un rictus gélido en su sonrisa. Ella se levantó, se inclinó y le dio un beso posesivo en la frente—. Me voy a buscar un café. Vuelvo en un minuto.
—Perdone, Chef —se disculpó Anna—. No pretendía…
—No importa, Anna. ¿Qué sucede?
—A Flemming le han dado permiso para marcharse, pero está esperando porque ha supuesto que usted querría hablar con él. Si está en condiciones, claro.
—Vaya que si quiero hablar con él… ¿Te ha explicado por qué me estaba siguiendo?
—Mejor que sea él quien le cuente los detalles, pero, según lo que yo he averiguado, Seamark International trabaja para una empresa llamada Demeril Importing. Es un importador turco de tejidos y alfombras, allá en el Speicherstadt. Seamark trabaja para un montón de empresas de ese tipo; se ocupa de la seguridad de los bienes importados y exportados, llevando hombres armados a bordo de los barcos para proteger la carga. Al parecer, cuentan con su propio departamento de investigación. Básicamente, porque los cargamentos y los buques que tienen bajo vigilancia pasan a través de muchas jurisdicciones y sistemas legales distintos.
—¿Y qué demonios tiene que ver todo esto con nosotros?
—El dueño de Demeril es Herr Mustafa Kebir. Su hermano es un arqueólogo y ecologista muy conocido, Burhan Kebir, y resulta que este está muy inquieto por el paradero de su hija…
—¿Meliha?
—Meliha Kebir, nuestra Meliha Yazar, es ecologista militante y periodista de investigación de publicaciones alternativas. No pudimos encontrar ni rastro de ella porque nunca firma como Meliha Kebir ni como Meliha Yazar. Todo su trabajo aparece en Internet en páginas de grupos políticos y ecologistas bajo la firma Sirena. Ha desenmascarado a bastantes empresas que se habían dedicado a joder el medio ambiente. En dos casos, el escándalo que ha desatado en Internet se ha extendido a los medios principales y ha cobrado tal magnitud que se han presentado acusaciones contra las compañías a las que había denunciado.
Fabel se incorporó en la cama. Le dolía la cabeza de mala manera e hizo una mueca de dolor por el esfuerzo. A pesar de todo dijo:
—Exactamente el tipo de persona que el Proyecto Pharos no querría ver ni en pintura.
—Me he puesto en contacto con el sanatorio mental de Baviera donde Föttinger fue internado por sus padres. Conseguí una orden para obtener su historial, y a ver si lo adivina…
—¿Sufrieron un problema informático y todos sus archivos se han borrado misteriosamente?
Anna pareció defraudada por no haber podido soltar el bombazo ella misma.
—¿Una deducción afortunada?
—Más bien informada. ¿Algo más?
—Sí. Nicola Brüggemann ha venido a verlo.
—¿Qué tal te llevas con ella?
—Bien. Es una buena poli, como usted dijo.
—¿Nada más?
Anna se encogió de hombros.
—¡Ah, sí! Otra cosa. Fabian Menke ha llamado para anular la cita. Ha dicho que había quedado con usted, pero que le había surgido otra cosa y que si podía reprogramarlo para mañana a la misma hora y en el mismo sitio.
—Era con él con quien había quedado cuando me han tirado al río.
—¿Estará mañana en condiciones de hablar con él?
—La única herida que tengo es la de la inyección del tétanos en el culo. Estoy bien. Un poco conmocionado, nada más.
—Quieren que pase la noche aquí, en observación.
—Que me observen por control remoto. ¿Quieres buscarme la ropa mientras hablo con Nicola? Susanne ha traído ropa limpia para cambiarme. Y mejor que la encuentres antes de que vuelva ella porque querrá que me quede aquí.
—¿Qué tal, Jan? —preguntó Brüggemann con su grave voz de contralto, sentándose en el borde de la cama—. ¿Tienes un minuto para charlar? Quiero decir, ¿no tendrás nada planeado, no? Un chapuzón quizá…
—Muy graciosa, Nicola. ¿Has tomado lecciones de sarcasmo de Anna Wolff?
—Hay pocas cosas que la joven Anna pueda enseñarme, Jan. Y esa no es una de ellas.
Anna reapareció con la ropa de Fabel.
—Dese prisa —dijo—. Creo que han avisado a la enfermera jefe y viene hacia aquí hecha una furia. Ya se las arreglará usted.
Cuando Anna salió, el comisario le hizo una mueca a Brüggemann, quien se dio media vuelta mientras él se levantaba y se vestía. Aún le dolía la cabeza, y se sintió un tanto inseguro al ponerse de pie.
—Todo este cuento de situarme a mí al frente de la investigación del Asesino de la Red, porque tú estabas en una posición comprometida… —dijo Brüggemann—. He hablado con el director de homicidios Van Heiden, y él coincide en que el intento de acabar con tu vida confirma que era todo una inmensa gilipollez.
—¿Una «inmensa gilipollez»? —Fabel sonrió—. No habrás utilizado esa expresión con Horst van Heiden, ¿verdad? Ya está, por cierto. Ya estoy visible.
Ella se volvió.
—De hecho, sí la he utilizado. ¿Sabes?, para ser un policía con una trayectoria tan larga, un policía que debe de haber visto y oído lo suyo, se escandaliza muy fácilmente. En todo caso, opina como yo que quienes intentaron implicarte han optado a todas luces por un método más directo, y está de acuerdo en que dirijas de nuevo toda la investigación.
—¿Quieres retirarte?
—No necesariamente. Estoy muy metida en el caso y me gustaría continuar. Bajo tu supervisión, desde luego. Si tú te sientes cómodo. Es como ha funcionado hasta ahora, en realidad. Extraoficialmente.
—¿Cómo te ha tratado el equipo?
—Muy bien. Has reunido a un gran grupo, Jan. Werner se ha portado de maravilla; Dirk, Henk, Thomas y los demás también han estado impecables. Anna puede llegar a ser un poco… peleona. —Brüggemann sonrió al decirlo.
—Nicola… ¿esto es una solicitud de trabajo?
—Podría ser, Jan. Sé que te falta un agente veterano desde que Maria Klee… —Se interrumpió. Todo el mundo había aprendido a pasar de puntillas sobre lo sucedido con Maria—. Es que tú y yo siempre hemos trabajado bien juntos, y me parece que para mí sería un reto interesante. Y sé que no te vendría mal un refuerzo; a menos que creas que no estoy a la altura…
—No seas tonta, Nicola. Ya sabes lo mucho que te valoro. Pero tú tienes tu propia unidad. ¿Seguro que quieres volver a estar en segunda fila?
—Tu equipo tiene fama en toda la República Federal, Jan. Nadie lo va a considerar como un paso atrás para mí. Y además, una no puede trabajar indefinidamente en la unidad de crímenes infantiles sin que te afecte de verdad.
Fabel asintió. Podía imaginárselo perfectamente. La unidad de crímenes infantiles estaba en la misma planta que la brigada de homicidios, y él pasaba a menudo por allí. En la unidad tenían una habitación aparte, de un colorido incongruente con el resto de la decoración del Präsidium, que servía de cuarto de juegos: una habitación con muñecos, juguetes y libros infantiles. La intención era que los niños que aterrizaban allí estuvieran a sus anchas, que contaran con un espacio donde seguir siendo niños a salvo. Cada vez que pasaba junto a esa habitación, el comisario jefe pensaba en el precio que cada uno de ellos debía de haber pagado para poder jugar allí.
—Otro factor es que yo tengo experiencia en el trato con ese bicho raro de Kroeger. Me da la sensación de que no congeniáis demasiado. Desde la unidad de crímenes infantiles, he trabajado estrechamente con él. Su ayuda me ha resultado inestimable a veces y nos llevamos bien. Si continúo con el caso del Asesino de la Red, a lo mejor podría aportar una relación más positiva con la unidad de cibercrimen.
—¡Ah, sí…, te necesito por tu don de gentes! —Fabel sonrió—. De acuerdo, Nicola. Déjame que lo hable con el director de homicidios. No voy a fingir que no me gustaría incorporar tu experiencia y tus dotes a mi equipo, pero Herr van Heiden querrá encontrar primero un sustituto para tu puesto.
—Mi adjunta en la unidad está preparada para tomar el mando. Pero, naturalmente, habría que encontrarle sustituto a ella.
—Bueno, aparte de venderme tu currículo, supongo que querías contarme algo más.
—Sí. Mientras tú te dabas un saludable chapuzón en el Elba, yo estaba leyendo el informe de la autopsia de Julia Henning, la última víctima del Asesino de la Red. No acabo de entender que el asesino la mantuviera en una cámara frigorífica. Como tú dijiste, no encaja. ¿Por qué pretendía despistarnos sobre el momento de la muerte?
—No lo pretendía. Y no fue el asesino quien la conservó a baja temperatura. Escucha, Nicola, creo que ya lo tengo todo claro en mi cabeza. Pero no puedo demostrar nada. Voy a reunir al equipo para analizar lo que me parece que ha sucedido. Pero antes debo hablar con Flemming, el tipo que me ha sacado del río.
Susanne volvió a entrar en la habitación y saludó a Nicola. Se conocían desde hacía tiempo, porque Susanne efectuaba exámenes psicológicos tanto de las víctimas como de los sospechosos detenidos por la unidad de crímenes infantiles. Su actitud amistosa se transformó de golpe en una expresión ceñuda al ver que Fabel se había vestido. Él alzó las manos en señal de disculpa, y ambos se enzarzaron en una breve discusión sobre los pros y los contras de darse el alta por su propia cuenta. Al final, Susanne acabó cediendo.
—Supongo que será mejor que nos vayamos en mi coche —dijo ella, aún disgustada.
—¡Mi coche…! —exclamó Fabel, repentinamente consternado, como si no hubiera caído todavía en la cuenta de que su BMW descapotable estaba en el fondo del Elba.
—Sobre todo, conduce tú, Susanne. A menos que hayas pasado por casa para recoger el bañador… —Al ver que ni Fabel ni Susanne se reían, Brüggemann cambió de tono—. Estaban trabajando allí con una grúa ahora mismo —explicó—. Lars Kreysig ha asumido personalmente la tarea de sacar el coche. Pero va a ser un siniestro total, como te podrás imaginar.
—Me encantaba ese coche —masculló Fabel, melancólico.
—Bueno, no deberías haberlo probado en el agua —dijo Brüggemann—. Ya sé que todo el mundo en el Präsidium cree que eres capaz de caminar sobre las aguas, pero…
Él le sonrió con aire sarcástico y, volviéndose hacia Susanne, determinó:
—Después de lo ocurrido, creo que deberíamos pedir escolta para regresar a casa. Y quiero también que revisen el apartamento. En un minuto estoy contigo, Susanne. He de hablar con el tipo que me ha salvado el cuello.
Flemming lo estaba esperando en la recepción. Llevaba un mono azul oscuro y estaba tomándose un café en un vaso de poliuretano.
—Me lo han prestado aquí —dijo señalando el mono, e hizo una mueca burlona—. Ya le mandaré la factura cuando lleve el traje a la tintorería.
—Puede mandarme la factura de un traje nuevo. Estaba convencido de que no salía de esta. No sé ni cómo darle las gracias por lo que ha hecho.
—Un Armani estaría bien para empezar. —Flemming volvió a sonreír de oreja a oreja. Era un hombre fornido, de hombros musculosos, aunque delgado por lo demás. Fabel supuso que, para él, mantenerse en forma debía de ser más que una afición. Le calculó unos cuarenta y cinco años. Bajo el oscuro pelo rizado, tenía una cicatriz que descendía hasta su ceja.
—¿Cuáles son sus antecedentes profesionales? —inquirió el comisario—. Quiero decir, antes de Seamark International.
—Estuve diez años en la división portuaria de la Polizei de Kiel. Y antes, en la Kampfschwimmer Kompanie.
—Entonces hoy ha sido mi día de suerte. —La Kampfschwimmer Kompanie era la unidad de fuerzas especiales de la Marina alemana. Un comando de buzos—. ¿Cuánto tiempo?
—Doce años. Ese chapuzón para sacarlo del agua lo he ensayado unas cuantas veces. Si quieres alistarte en la Kompanie has de ser capaz de bajar al menos a treinta metros sin traje de submarinista y aguantar como mínimo sesenta segundos bajo el agua sin respirar. Lo de hoy no ha sido gran cosa.
—Créame, lo ha sido para mí. ¿Puedo invitarlo a otro café?
—Ya está bien, gracias.
Después de los cumplidos, Fabel adoptó un tono profesional.
—¿Por qué motivo exactamente me ha seguido desde unas dos semanas atrás?
—¿Tanto hace que me descubrió? —Flemming soltó una risita—. Debo de estar perdiendo facultades.
—¿Y bien?
—Verá. Mustafa Kebir es más que un cliente; es un amigo. Él conoce mi trayectoria profesional, así que cuando desapareció su sobrina, acudió a mí. Obviamente, lo primero que hice fue decirle que recurriera a la policía. Pero él me dijo que Meliha se lo tomaría a mal. Ella es totalmente antisistema.
—¿Sabía que es un grave delito hacerse pasar por un agente de policía?
—No sé a qué se refiere, Herr Fabel. —La expresión de Flemming seguía siendo abierta, franca. Era bueno, pensó el comisario.
—Alguien tuvo las pelotas de entrar en Butenfeld, mostrar una placa de la Polizei de Schleswig-Holstein y pedir que le permitieran ver el torso que había sido arrastrado por la tormenta hasta el Fischmarkt. Yo lo atribuí a la gente del Proyecto Pharos, pero…
Flemming se encogió de hombros y dio un sorbo de café.
—¿No es mucha coincidencia que el «comisario Höner» mostrara una placa de la división Kiel? Precisamente en la que usted sirvió… Vamos a ver, Flemming. —Fabel se giró en la silla para mirar de frente a aquel tipo fornido—. Después de lo que ha hecho hoy por mí, no quiero crearle problemas. Pero yo podría pedir que el celador de la morgue viniera a comprobar si hay aquí alguien que se parezca al detective de Schleswig-Holstein que fue a ver ese torso…
—De acuerdo. Era yo. Quería comprobar si era Meliha.
—¿Y?
—Usted ya sabe cómo estaba el torso. El único modo de obtener una identificación segura sería comparar su ADN con el de la familia, cosa que dejo en sus manos, ahora que ya sabe dónde encontrar a un pariente suyo.
—Pero ¿qué le dice su instinto?
—Nada. Cuando yo vi el torso, ya lo habían degasificado (ya sabe, para evitar que explotara), pero aún estaba muy inflado. Podría ser Meliha, pero podría ser cualquiera. Como ya se imaginará, he visto un montón de cadáveres flotantes a lo largo de los años, y siempre es muy difícil determinar la edad y sacar conclusiones. Ese torso del Fischmarkt había pasado sin duda mucho tiempo en el agua. Y cuanto más prolongada la inmersión, más difícil es determinar la edad con precisión. Por consiguiente, de poco me sirvieron mis triquiñuelas.
—Está bien. Pediré un cotejo de ADN con Herr Kebir. Entretanto, no meta las narices en asuntos oficiales de la policía.
Flemming suspiró y se echó hacia delante, con los codos en las rodillas.
—De acuerdo. Pero si hay algo que yo pueda hacer, y quiero decir cualquier cosa, no dude en decírmelo.
—Se lo agradezco. Puede empezar contándome todo lo que sepa de Meliha Kebir…
Al día siguiente, Fabel llegó al Präsidium temprano. Se había despertado sobresaltado, teniendo conciencia de que algo siniestro había sucedido el día anterior, pero sin lograr recordar durante unos segundos qué era. Se había sentado en la cama, con la frente cubierta de sudor frío, y había aguardado hasta que volvió a recordarlo todo.
A Susanne siempre le había preocupado la tensión a la que el trabajo lo sometía. En una época, impulsado por las pesadillas que sufría prácticamente todas las noches, el propio Fabel había sopesado la posibilidad de abandonar la Polizei de Hamburgo. Pero, esta vez, la cara de Susanne cuando se habían levantado superaba cualquier expresión que él le había visto. Más que inquietud, era miedo lo que reflejaba. Alguien había intentado matarlo y por poco no lo había logrado.
Cuando se despidieron, ella lo abrazó con fuerza. Susanne se iba al Instituto de Medicina Legal, pero, invirtiendo la rutina habitual, primero lo había dejado a él en el Präsidium. Y encima, con toda puntualidad: el detalle más insólito desde el punto de vista de Fabel.
Al entrar en la brigada de homicidios, se encontró con un sombrío recibimiento. Estaba presente todo el equipo, incluidos los agentes que no se hallaban de servicio. Era evidente que Nicola Brüggemann los había convocado y les había explicado de modo no oficial lo sucedido. Varios miembros se le acercaron para preguntarle cómo se encontraba y expresarle su apoyo, todos ellos con la debida gravedad. Fabel advirtió que había un chaleco antibalas Kevlar colocado de pie sobre la mesa que Nicola tenía detrás.
—Lo hemos estado hablando, Chef —dijo esta, muy seria, utilizando ese título informal para dejar sentado que Fabel era su superior—, y consideramos que necesitas protección suplementaria. Werner, por favor… —Se hizo a un lado, dejando a la vista el chaleco. Werner lo cogió y lo apartó teatralmente, como el mago que alza el pañuelo de la jaula para mostrar que han desaparecido las palomas. Todos estallaron en carcajadas: sobre la mesa, oculto por el chaleco, había un par de manguitos hinchables amarillos, cada uno de ellos rematado con la cabeza y el pico rojo de un pato.
Riéndose, Fabel se quitó la chaqueta y se colocó los manguitos sobre las mangas de la camisa. De pronto, notó que todo el mundo se ponía serio y, al volverse, vio al director de homicidios Van Heiden plantado en el umbral.
—Fabel…, si tienes un minuto.
Él se quitó los manguitos algo cohibido y, sin hacer caso de las risitas burlonas, condujo al director a su despacho.
Fue una reunión muy breve. El comisario jefe se dio cuenta de que ese era el modo en que Van Heiden le mostraba su apoyo, ahora que había quedado libre de sospechas. El director general le confirmó lo que Brüggemann ya le había dicho en el hospital: que estaba otra vez al mando de todas las investigaciones y que podía tomar las medidas que creyera oportunas y solicitar los recursos necesarios. A Van Heiden, obviamente, la situación seguía superándolo más que antes, pero alguien había tratado de matar a uno de sus hombres, y eso había disparado el instinto de policía que también él poseía.
—No acabo de entender lo que está pasando —dijo con sincera perplejidad.
—Yo sí —afirmó Fabel—. Por eso me empujaron al río. Pero no puedo probar nada. Y dudo que lleguemos a ser capaces de probarlo todo, ni tan siquiera una parte. Pero existe sin duda el peligro de que intenten atentar otra vez contra mi vida debido a lo que sé, de manera que te lo voy a contar.
Tardó diez minutos en explicarse. El director permaneció en silencio, asimilándolo todo, aunque con una invariable expresión de perplejidad.
—Lo pondré todo por escrito —anunció Fabel—. Pero si no te importa, no lo enviaré por correo electrónico. Ordenaré que te lo entreguen en mano en tu despacho, porque no sé cómo está afectado nuestro sistema informático.
—Entonces, ¿estás convencido?
—Sí. Pero, como digo, no puedo probarlo. He llamado a Herr Menke para analizarlo con él. Nos hará falta toda la ayuda posible en este caso.
Por alguna razón, Fabian Menke había respondido a la llamada de Fabel pidiendo que no se reunieran ni en el Präsidium ni en la oficina de la BfV. Le había propuesto un lugar en la orilla sur del río, junto a los muelles. Fabel se hizo con un coche del parque móvil y aparcó detrás del BMW serie 3 de Menke. «Un coche muy corporativo», pensó el detective, preguntándose si el agente de seguridad vendería pólizas de seguros en su tiempo libre. Al bajarse del vehículo, cayó en la cuenta de que estaba otra vez en un embarcadero, aparcado justo al lado del agua. Le sorprendió el repentino escalofrío que le recorrió la espalda y se percató de que el agua le daba miedo.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Menke mientras se daban la mano.
—Sí, estoy bien. Aunque un poco conmocionado después de mi último paseo por el puerto.
—¡Ay, Dios, es cierto! Debería haberlo pensado. Un lugar de reunión muy inoportuno. Disculpe. ¿Quiere que vayamos a otro sitio?
—No, no, está bien.
Menke abrió la marcha a lo largo del muelle. Desde allí, se veía todo el arco de Hamburgo en la orilla opuesta, desde el puente Köhlbrandbrücke hasta el Speicherstadt y HafenCity. Este lado del Elba, la orilla sur, era el corazón industrial de la ciudad. Detrás de ambos hombres, las enormes grúas colocaban en altísimas pilas los contenedores de los cargueros, como si fueran piezas de juguete.
—Antes de empezar —dijo Menke—, ¿lleva teléfono móvil?
—Claro. Pero está apagado y lo he dejado en el coche.
—Veo que comprende claramente con qué nos enfrentamos en este caso.
—Nos enfrentamos con una idea, más que con una realidad. Sé que esta gente tiene a su disposición unos recursos y unos conocimientos tecnológicos enormes, pero tampoco creo que sean tan omniscientes como los pintan.
—¿Ah, no? —se extrañó Menke—. Yo estoy en el negocio de la vigilancia, Fabel. Dispongo de unos medios tecnológicos que ni se los imagina: puedo apostarme en el exterior de una casa y ver qué están mirando en la pantalla del ordenador. Y no estoy hablando de piratear la señal Wi-Fi ni de nada parecido; ni siquiera hace falta que estén conectados a una red. Contamos con un sistema de análisis de pulsación que nos permite descubrir qué se ha tecleado en un ordenador sin necesidad de meternos en el disco duro… Y todo ello llevado a cabo externamente. O pongamos este sitio donde ahora estamos… Hay al menos cinco servicios de inteligencia nacionales que tienen acceso a una tecnología por satélite tan sofisticada que podrían llegar a descifrar lo que estamos diciendo en este momento. ¿Ha leído el material que le pasé sobre el Proyecto Pharos? —preguntó cuando llegaron al final del muelle.
—Sí, lo he leído; y cuanto más leo más seguro estoy de que ese proyecto tiene relación con la muerte de Berthold Müller-Voigt y con la desaparición de Meliha Yazar. También estoy seguro de que, directa o indirectamente, son ellos los responsables del asesinato de Daniel Föttinger, y creo saber por qué. Quería hablar con usted porque imagino que puede ayudarme a reunir todas las piezas del caso Föttinger.
—Haré cuanto pueda, Herr Fabel.
El comisario hizo un gesto de agradecimiento, y continuó diciendo:
—Ayer encontramos un cuerpo en el río, y yo creo que es el del motorista implicado en el ataque a Föttinger. Es el tipo sobre el que le mandé una nota: Harald Jaburg.
—Lo sé. Tiene razón cuando dice que la muerte de Föttinger fue urdida de un modo indirecto. —Guardó silencio mientras contemplaba el agua un momento, y se volvió de nuevo hacia Fabel—. ¿Sabe algo de física cuántica: superposición, teoría unificada de cuerdas, principio holográfico, ese tipo de cosas?
—Sin rodeos: no.
—La teoría cuántica está lanzando unas ideas que conseguirían darle dolor de cabeza. Y cada secta, cada mesías de estar por casa, cada gurú chiflado del New Age recurre a esas teorías para conferir cierta credibilidad a sus disparatadas concepciones. Y las utilizan para captar a los elementos más vulnerables de nuestra sociedad. —Menke sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Fabel, que negó con la cabeza—. Harald Jaburg es, en efecto, una persona de interés para la BfV. Me alertaron en cuanto entró su nombre en el sistema. Para nosotros, está marcado en rojo: es un conocido miembro de los Guardianes de Gaia, un grupo ecologista radical.
—¿Uno de los grupos extremistas sobre los que usted no quería entrar en detalles con Müller-Voigt?
—Exacto. Este trabajo me ha vuelto paranoico. Los Guardianes de Gaia creen en la acción directa contra cualquier individuo, grupo o institución que consideren que pone en peligro el medio ambiente. Por ahora se han limitado a organizar protestas y actos vandálicos menores.
—¿Quemando coches?
—Entre otras cosas. Nuestras informaciones señalan que se están volviendo cada vez más combativos.
—Nada más combativo que cuatro balas en la cabeza.
El investigador de la BfV meneó la cabeza con energía, y protestó:
—No, eso no es justo. Según lo que sabemos, todavía no han herido a ninguno de los que ellos consideran enemigos, ni mucho menos han llevado a cabo ejecuciones internas. Este es un caso extraño, no cabe duda. Decía usted en su mensaje que Jaburg llevaba un tatuaje característico. Esa letra gamma verde en el pecho es para ellos el símbolo de Gaia.
—¿La diosa griega de la Tierra?
—Nominalmente, sí. Pero ellos lo interpretan más bien en el sentido de la Hipótesis Gaia, formulada en los años setenta. En aquella época se consideraba estrafalaria y propia del New Age, pero ahora incluso la ciencia convencional la está adoptando. Es la creencia de que la biosfera de la Tierra, de la que formamos parte, es, en realidad, un único sistema vivo integrado, o sea, un organismo en sí mismo.
—Suena bastante inofensivo.
—Sí, bueno, los Guardianes de Gaia poseen una estructura típicamente paramilitar. Creen que «Gaia» se está muriendo y que la humanidad es la infección que la está matando. Por tanto, supongo que comprenderá nuestro interés por este grupo. Ellos se consideran soldados: soldados en guerra abierta contra las fuerzas de la globalización y la industrialización. Y en cierto modo contra la humanidad misma.
Al recordar el lívido y esquelético cadáver del joven que había visto en la camilla de la morgue, Fabel dijo:
—Tal vez alguien ha disparado el primer tiro.
—Harald Jaburg era un personaje totalmente menor entre los Guardianes. Un chico de los recados. Y desde luego, no tenía perfil de asesino.
—¿Un motorista para salir huyendo?
—Muy posible. Según nuestras informaciones, Jaburg había trabajado varias veces con un tal Niels Freese, un individuo de una ralea completamente distinta. Sé más cosas de Herr Freese que de Jaburg.
—¿En qué sentido es distinto?
—Freese tiene una percepción distorsionada del mundo. Es un tipo imprevisible, violento, titular de un historial de graves trastornos mentales.
—¿Incapaz, entonces, de haber planeado y ejecutado el ataque del Schanzenviertel?
—Yo no diría eso, ni mucho menos. Freese es, oficialmente, un discapacitado: daño cerebral al nacer. Lo cual no parece haber embotado su inteligencia. Y está capacitado para comportarse de una manera normal en muchos sentidos, pero sufre todo tipo de problemas, en especial, de carácter neurológico, que lo convierten a veces en una mente delirante. Pero es inteligente, ya lo creo. Aunque, por otro lado, muy vulnerable a la manipulación y la sugestión. Su estado mental implica que se le puede convencer de casi cualquier cosa, siempre que esté bien argumentada y que encaje en su peculiar percepción del mundo.
—¿Qué clase de trastorno sufre? En concreto, quiero decir.
—Es algo trágico, de hecho. Freese percibe la realidad de un modo verdaderamente distinto que los restantes mortales: sufre una paramnesia casi constante, un trastorno desconcertante que equivale a experimentar un déjà vu permanente. Y padece frecuentes episodios de la alteración que los loqueros llaman paramnesia reduplicativa. Cuando se encuentra en ese estado, el pobre infeliz cree que alguien lo ha abducido del mundo real y ha creado a su alrededor una réplica falsa pero perfecta.
—Le preguntaré a mi pareja. Que es loquera, por cierto.
—¿Ah, sí? —Menke solo pareció vagamente incómodo—. Bueno, sin duda ella podrá hablarle del tema con más conocimiento de causa que yo. En todo caso, ese trastorno ha convertido a Freese en una persona influenciable si se da pábulo a sus ideas paranoicas. Influenciable, pero no controlable. La naturaleza de su peculiar dolencia lo convierte en una presa fácil para toda clase de teorías estrambóticas sobre realidad cuántica y singularidades medioambientales.
—¿El galimatías que predican los Guardianes de Gaia?
—Y el Proyecto Pharos.
—¿Hay conexión?
—Nosotros no podemos demostrarlo —dijo Menke. De nuevo se quedó callado un momento mientras ambos contemplaban un buque de mercancías, cargado de contenedores hasta una altura increíble, que pasaba frente a ellos silenciosamente—. Pero ha habido ciertos indicios de que los Guardianes de Gaia podrían estar controlados directamente por el Proyecto Pharos.
—Sus ideas, no obstante, son distintas en absoluto.
Menke le entregó un papel con unas anotaciones a mano, diciéndole:
—Esta es la última dirección conocida de Niels Freese. El segundo nombre no lo conoce nadie fuera de la BfV…, salvo usted desde ahora. Es el nombre, según nos consta, del Comandante, el jefe supremo de los Guardianes de Gaia de Hamburgo. Si Freese ejecutó el ataque en el que Föttinger acabó muerto (y ese «si» hay que ponerlo en mayúsculas), entonces este es el hombre que dio la orden.
Fabel leyó el nombre en voz alta:
—Jens Markull… ¿Por qué tanto secretismo sobre él?
—Porque es…, era uno de los nuestros. Usted dio por supuesto que tenemos infiltrados, agentes encubiertos que trabajan para nosotros. Bueno, así es. Él era uno de ellos.
—¿Es agente de la BfV?
—No. Markull era simplemente un tipo dispuesto a venderse. Pero algo sucedió, por lo visto, que lo impulsó a dejarlo. Estábamos sacando de él una información excelente y, de golpe, la fuente se secó. Lo último que supimos fue que se había reunido con gente del Proyecto Pharos. Y entonces, sin más ni más, lo ascienden a jefe supremo de la división de Hamburgo de los Guardianes de Gaia, y ya no quiere saber nada de nosotros.
El comisario se guardó la nota en el bolsillo y los dos hombres echaron a andar otra vez hacia los coches.
—Me gustaría hacerle una pregunta sobre Niels Freese —dijo Fabel.
—Adelante.
—Esos problemas neurológicos que tiene, ¿incluyen una cojera?
Menke se detuvo y, mirando a Fabel con expresión de sorpresa, respondió:
—Sí. Sufre una cojera. El resultado de una parálisis leve ocasionada por la falta de oxígeno al nacer.