Capítulo treinta

Había averiguado su nombre con asombrosa facilidad. Sortear el código cifrado apenas le había costado. En menos de medio día, Roman consiguió decodificar y transferir toda la información.

Meliha Yazar.

La mujer que había visto en el café se llamaba Meliha Yazar. Sintió una profunda tristeza al pensar que esa mujer tan bella ya estaría muerta. También lo estaría él muy pronto.

Ya no la odiaba por haber dejado el móvil para que él se lo llevara. Con ese acto (que ahora no le parecía aleatorio como al principio, pues quizá ella lo había visto tal como era: había reconocido algo en él), la mujer le había hecho un gran regalo, pues había descubierto sobre sí mismo una cosa que ignoraba: que era valiente. Siempre se había considerado un cobarde, pero ahora era consciente de que no le daba miedo morir. Ellos lo matarían, pero él se encargaría antes de que la información que poseía, la que ella le había confiado con ese sencillo acto en el café, llegara al agente de policía Fabel y a otras personas. Había comprendido que enviar la información por correo electrónico no funcionaría. Estaba al corriente de los sofisticados conocimientos y los recursos técnicos de aquella gente. Admiraba algunos de sus trabajos. Eran realmente creativos.

Pero también, peligrosos. Lo primero que harían en cuanto lo encontraran sería borrar todo el tráfico de su correo y eliminar su presencia en los blogs. Es decir, silenciar su voz electrónica.

Tampoco ignoraba que no podía depositar tan solo su confianza en Fabel, porque lo más probable era que pronto también estuviera muerto. Roman y Fabel representaban el cerco exterior de la telaraña por la que se había propagado la información. El círculo que había que cerrar para que no trascendiera.

Pero eso era únicamente en el mundo real. Y Roman no solo existía en el mundo real. Él conocía lo que había de verdad y de falso en la fantasía de esa gente sobre la vida eterna digital. Existía, pero no podías alcanzarla si no aceptabas la muerte total del ego. Una sombra de realidad desprovista de alma. Lo conocía, porque había pasado allí gran parte de su joven vida.

Terminó de decodificar los archivos. Ahí estaba: había descubierto el gran secreto sobre el Proyecto Pharos que ellos no podían permitir que se supiera. Debían de haber estado muy locos para creer que podrían ocultarle al mundo algo semejante. Pero, por otro lado, la Gran Mentira era siempre la más duradera, la más fácil de sostener.

En cuanto acabó de convertir los archivos a los formatos que él quería, Roman recorrió el apartamento, abriendo las cortinas. Tuvo que forcejear con un par de ventanas abatibles, pero consiguió abrirlas para ventilar un poco el ambiente.

Luego salió.

Hacía sol. El primer día realmente soleado del año. La calle Wilhelmsburg le parecía llena de bullicio en comparación con el silencio de su piso. Pensó que los albaneses que vivían debajo no eran tan ruidosos, en realidad. Él se había mostrado intolerante con ellos porque, sencillamente, no conseguía aislarse por completo de la humanidad y del mundo real. A lo largo de la historia, estaba bien enterado de ello, había habido gente exactamente igual que él: los monjes medievales que escogían la austeridad de una celda monacal y la realidad virtual de la religión, o los antiguos filósofos que se encerraban en una cueva o en un tonel, y disertaban sobre la condición humana de la que se habían desvinculado.

Tardó mucho tiempo en llegar al centro, pero estaba decidido a ir caminando. Lo cual significaba que debía apoyarse de vez en cuando en una pared para recobrar el aliento; también se sentaba en algún banco municipal, siempre que se presentaba la ocasión, o bien —una de las veces— sobre la tapa de un cubo de basura.

Notaba cómo lo miraba la gente. Pero le daba igual. Tenía una misión que cumplir, un objetivo que —por una vez en la vida— no se relacionaba exclusivamente con él. Fue a la oficina de correos, compró cinco sobres acolchados e introdujo un lápiz de memoria y una nota manuscrita en cada uno. Se detuvo un momento antes de soltar los sobres y dejar que se deslizaran por la rampa; se detuvo y pensó en Meliha, la mujer del café, la mujer que estaba detrás de la verdad. Confió en que la joven, de algún modo, en algún lugar, supiera lo que estaba haciendo por ella.

Al salir de la oficina de correos, fue a un cajero automático y sacó quinientos euros; dobló los billetes pulcramente y los metió en un sexto sobre. De regreso a su casa, entró en dos cajeros más, usando cada vez una tarjeta distinta y sacando cada vez quinientos euros. Cuando llegó al portal de su casa, resollaba y sudaba profusamente. Se apoyó en la pared y alzó la vista al cielo. Muy arriba, el destello de un jet iba dejando una estela de vapor, como una aguja dando puntadas blancas en un paño de seda azul. «Nunca hay una única realidad», pensó mientras observaba el avión y se preguntaba qué verían de Wilhelmsburg los pasajeros desde aquella altura. Hay tantas realidades como personas en el planeta: la realidad es lo que hay en la cabeza de cada una de ellas.

«Cuando me maten —se dijo—, mi realidad llegará a su fin, pero yo no percibiré cómo se extingue. Del mismo modo que carecía de conciencia antes de mi nacimiento, no tendré conciencia después de mi muerte, así que el tiempo solo existe cuando lo percibo. El tiempo empezó conmigo y terminará conmigo. Soy inmortal».

Cuando se recobró lo suficiente, entró en el edificio e inició el lento y doloroso ascenso por la escalera. Su respiración se había vuelto sumamente trabajosa al llegar a la puerta del apartamento situado debajo del suyo. Cuando el albanés abrió y lo reconoció, el rostro se le ensombreció de rabia. Enseguida advirtió, sin embargo, el estado en que Roman se encontraba, y la rabia cedió su lugar a la inquietud.

—¿Se encuentra bien? No tiene buen aspecto…

—Jetmir… —farfulló Roman entre sus sibilantes jadeos—. Es así como se llama usted…, ¿verdad?

El albanés asintió y salió a ayudarlo. Roman casi se echó a reír: Jetmir era un hombre menudo y enjuto, y quedaría aplastado si se desplomaba sobre él.

—Entre. Usted no está bien. Quizá llamo al médico.

—Nada de médicos, Jetmir. Perdóneme. Era yo el que llamaba a la policía. Usted ya lo sabía, pero se lo digo igualmente; era yo y le pido perdón. —Le puso al albanés en las manos el sobre con los quinientos euros—. Tome. Quiero que se lo quede. Sé que gana muy poco.

El albanés miró fijamente el dinero.

—¿Por qué? —preguntó, aunque no hizo amago de devolverlo.

—Porque yo he sido un mal vecino. Y porque quiero que me haga un favor. Es un pago por adelantado. —Roman hizo una pausa. Un dolor empezaba a recorrerle el pecho y el brazo derecho. Agarró al albanés por la camisa y lo atrajo hacia sí. Con la otra mano, le dio un segundo sobre—. Esto es para la policía —dijo—. Es muy importante que lo reciban. Hay unos hombres malos que van a venir, Jetmir. Vienen a por mí.

—Entonces llamo a la policía ahora…

—¡No! —gritó Roman, y sujetó con más fuerza al albanés—. No. Podría ser peligroso para usted y su familia. Escuche. Si me pasa algo, tiene que darle este sobre a la policía. Pero solo a un policía que se llama Fabel. Jan Fabel. Su nombre está escrito en el sobre. ¿Ha entendido? No se lo dé a nadie más.

El albanés asintió enérgicamente.

—Espere aquí. Voy a buscar un poco de agua.

Tuvieron que pasar quince minutos para que se aplacara el dolor y para que Roman, dando lentos sorbos de agua, recuperase en parte el aliento. Mientras permanecían sentados en la escalera, el albanés y él estuvieron charlando. Charlaron de cosas intrascendentes: del hogar que Jetmir había dejado en Albania, de sus hijos, de que actualmente casi parecían alemanes… Pero la expresión preocupada no desapareció del rostro de Jetmir durante todo el rato. Roman recordaba que el hombre había tratado de congeniar con él cuando la familia se había instalado, que todos habían hecho un esfuerzo para granjearse su amistad. Se sentía mal al pensar en ello. Eran personas, al fin y al cabo; no solo una molestia, o un engorro en la periferia de su existencia.

—No se preocupe por mí —dijo Roman, levantándose lenta y dolorosamente—. Todo saldrá bien. No olvide su promesa.

—No la olvidaré. Ahora somos buenos vecinos. Usted es mi fqinj, mi vecino. Nos cuidaremos el uno al otro.

El albanés ayudó a Roman a subir el resto de la escalera hasta su puerta.

—Ya está bien. Gracias por su ayuda, Jetmir. —Roman abrió la puerta, sonrió y aguardó en el umbral mientras el hombre bajaba de nuevo. No entró en su apartamento hasta que oyó cómo se cerraba la puerta en el piso de abajo.

Roman echó un vistazo alrededor. No dejaba de ser un lugar agradable si lo hubiera mantenido limpio y ordenado. Ahora se arrepentía de eso; se arrepentía de un montón de cosas. Permaneció apoyado contra la puerta, todavía jadeando.

Había tres de ellos en el apartamento. Nadie dijo una palabra. Todos vestían trajes grises idénticos y llevaban auriculares Bluetooth en los oídos, como si los tuvieran incrustados allí. Uno de ellos estaba sentado frente a los ordenadores de Roman; el otro tenía el móvil de Meliha en la mano, y el tercero permaneció de pie frente a Roman, mirándolo fijamente sin expresión.

Él sabía de antemano que se los encontraría allí. Antes de salir a hacer sus gestiones, había vuelto a montar el móvil de Meliha, con el rastreador incluido, y lo había dejado encendido. Una señal. Un faro digital. A ellos se les daban muy bien ese tipo de metáforas, pensó.

Se echó a reír por lo absurdo que era todo mientras el consolidador que tenía delante se le aproximaba, le metía por la cabeza la gran bolsa de plástico que sostenía entre las enguantadas manos y tiraba del cordón para tensarlo.